El mensaje de este texto del Evangelio se centra en lo que suele llamarse la corrección fraterna, ligada al amor al prójimo y a la reconciliación. Es significativo a este respecto que la instrucción de Jesús a sus discípulos sobre este tema esté situada entre las parábolas de la oveja perdida y del funcionario que no quiso perdonar, y también que en las otras dos lecturas de la liturgia de este domingo encontremos respectivamente la exhortación que nos hace la palabra de Dios a través del profeta Ezequiel a no ser cómplices del pecado (Ezequiel 33, 7-9), y a través del apóstol san Pablo a cumplir la esencia de la ley divina, que consiste en el amor (Romanos 13, 8-10).
1.- “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos (…)”
Muchos de nosotros hemos pasado seguramente por la experiencia de observar o padecer el mal comportamiento de otras personas. O al revés, por la de ser objeto de determinadas reacciones de los demás cuando nosotros mismos hemos obrado incorrectamente. Jesús nos enseña en el Evangelio cómo debe proceder quien observa o experimenta que su prójimo obra mal.
Toda comunidad necesita que quien ha cometido una falta la reconozca (verdad), tenga la oportunidad de reconciliarse (perdón) y compense el mal que ha ocasionado (reparación). Para que esto sea posible, lo indicado es hablar siempre primero con la persona a la que tenemos que hacerle algún reproche. Y esto porque a ninguno de nosotros nos agrada que alguien a quien hemos incomodado por algo, en lugar de manifestarnos personalmente su incomodidad se dedique a divulgarla inmediatamente.
Lo que Jesús nos enseña es todo lo contrario: al hablar primero con la persona que ha obrado mal, no sólo nos libramos de la complicidad con su mala conducta, sino que además le hacemos un bien al invitarlo a que corrija su error y cambie en adelante su modo de proceder. Claro que hay situaciones en las que, para no convertirme en cómplice y evitar mayores males que afecten a la comunidad, tengo que poner en conocimiento de las autoridades los delitos de los que he sido testigo. Pero, de ordinario, comenzando por dirigirme a la persona o a las personas que han obrado mal, en la medida en que esto sea posible.
2.- “Todo lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo”
“Atar y desatar” era una expresión usada en aquél tiempo por los maestros de la ley, en el sentido de excluir o admitir. Esta frase de Jesús, dicha poco antes en el mismo Evangelio a Simón Pedro en singular (Mateo 16, 19), va dirigida ahora en plural a todos sus discípulos. Ellos iban a constituir la comunidad a la que acababa de referirse con el término griego Ekklesía: la Iglesia convocada por Él mismo, compuesta por todas las personas que lo reconocerían como el Mesías, el Hijo de Dios vivo, y entre las cuales nos contamos hoy los bautizados en su nombre.
En esta misma Iglesia, por la acción del Espíritu Santo, se establecería el Sacramento de la Reconciliación, por el todos tenemos la posibilidad de recibir la absolución (ab-solver significa originariamente des-atar), es decir, el signo por el cual cuando hemos pecado, nos arrepentimos, confesamos nuestras faltas y somos desatados por Dios mismo, a través del sacerdote, de lo que nos encadena al mal, y readmitidos o reincorporados a la comunidad de sus discípulos y a la comunión con Él.
3.- “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo…”
Esta afirmación de Jesús, relacionada con el poder de la oración en comunidad, podemos también aplicarla a la celebración de los sacramentos. Todos ellos son actos comunitarios a través de los cuales Dios, nuestro Creador, por medio de su Hijo Jesucristo, nos comunica eficazmente su Espíritu Santo. Esto se manifiesta de modo especial en los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía.
En el sacramento de la Reconciliación, entre el sacerdote y el penitente se cumple lo que dice Jesús en el Evangelio: Él se hace presente con su acción salvadora allí donde están las dos personas reunidas en su nombre. Pero también su presencia se manifiesta de un modo particular en las especies consagradas del pan y del vino, cuando la comunidad se reúne en la Eucaristía, al principio de la cual reconocemos públicamente nuestra necesidad de perdón: “yo confieso ante Dios todopoderoso, y ante ustedes hermanos, que he pecado…”. O sea que no basta con reconocer en privado delante de Dios la necesidad de ser perdonados cuando hemos obrado mal, sino que es necesario manifestar también este reconocimiento ante la comunidad, en la que el Señor mismo se hace presente para hacer posible nuestra reconciliación con Él y entre nosotros.
Reunidos pues en comunidad -tal como lo estamos cada vez que celebramos la Eucaristía-, sintamos espiritualmente la presencia del Señor, y, con su luz y su auxilio, reconozcamos la necesidad que todos tenemos de ayudarnos mutuamente a corregir nuestras conductas incorrectas, disponiéndonos al diálogo para resolver pacifica y efectivamente los conflictos familiares, laborales y sociales.-
1.- “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos (…)”
Muchos de nosotros hemos pasado seguramente por la experiencia de observar o padecer el mal comportamiento de otras personas. O al revés, por la de ser objeto de determinadas reacciones de los demás cuando nosotros mismos hemos obrado incorrectamente. Jesús nos enseña en el Evangelio cómo debe proceder quien observa o experimenta que su prójimo obra mal.
Toda comunidad necesita que quien ha cometido una falta la reconozca (verdad), tenga la oportunidad de reconciliarse (perdón) y compense el mal que ha ocasionado (reparación). Para que esto sea posible, lo indicado es hablar siempre primero con la persona a la que tenemos que hacerle algún reproche. Y esto porque a ninguno de nosotros nos agrada que alguien a quien hemos incomodado por algo, en lugar de manifestarnos personalmente su incomodidad se dedique a divulgarla inmediatamente.
Lo que Jesús nos enseña es todo lo contrario: al hablar primero con la persona que ha obrado mal, no sólo nos libramos de la complicidad con su mala conducta, sino que además le hacemos un bien al invitarlo a que corrija su error y cambie en adelante su modo de proceder. Claro que hay situaciones en las que, para no convertirme en cómplice y evitar mayores males que afecten a la comunidad, tengo que poner en conocimiento de las autoridades los delitos de los que he sido testigo. Pero, de ordinario, comenzando por dirigirme a la persona o a las personas que han obrado mal, en la medida en que esto sea posible.
2.- “Todo lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo”
“Atar y desatar” era una expresión usada en aquél tiempo por los maestros de la ley, en el sentido de excluir o admitir. Esta frase de Jesús, dicha poco antes en el mismo Evangelio a Simón Pedro en singular (Mateo 16, 19), va dirigida ahora en plural a todos sus discípulos. Ellos iban a constituir la comunidad a la que acababa de referirse con el término griego Ekklesía: la Iglesia convocada por Él mismo, compuesta por todas las personas que lo reconocerían como el Mesías, el Hijo de Dios vivo, y entre las cuales nos contamos hoy los bautizados en su nombre.
En esta misma Iglesia, por la acción del Espíritu Santo, se establecería el Sacramento de la Reconciliación, por el todos tenemos la posibilidad de recibir la absolución (ab-solver significa originariamente des-atar), es decir, el signo por el cual cuando hemos pecado, nos arrepentimos, confesamos nuestras faltas y somos desatados por Dios mismo, a través del sacerdote, de lo que nos encadena al mal, y readmitidos o reincorporados a la comunidad de sus discípulos y a la comunión con Él.
3.- “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo…”
Esta afirmación de Jesús, relacionada con el poder de la oración en comunidad, podemos también aplicarla a la celebración de los sacramentos. Todos ellos son actos comunitarios a través de los cuales Dios, nuestro Creador, por medio de su Hijo Jesucristo, nos comunica eficazmente su Espíritu Santo. Esto se manifiesta de modo especial en los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía.
En el sacramento de la Reconciliación, entre el sacerdote y el penitente se cumple lo que dice Jesús en el Evangelio: Él se hace presente con su acción salvadora allí donde están las dos personas reunidas en su nombre. Pero también su presencia se manifiesta de un modo particular en las especies consagradas del pan y del vino, cuando la comunidad se reúne en la Eucaristía, al principio de la cual reconocemos públicamente nuestra necesidad de perdón: “yo confieso ante Dios todopoderoso, y ante ustedes hermanos, que he pecado…”. O sea que no basta con reconocer en privado delante de Dios la necesidad de ser perdonados cuando hemos obrado mal, sino que es necesario manifestar también este reconocimiento ante la comunidad, en la que el Señor mismo se hace presente para hacer posible nuestra reconciliación con Él y entre nosotros.
Reunidos pues en comunidad -tal como lo estamos cada vez que celebramos la Eucaristía-, sintamos espiritualmente la presencia del Señor, y, con su luz y su auxilio, reconozcamos la necesidad que todos tenemos de ayudarnos mutuamente a corregir nuestras conductas incorrectas, disponiéndonos al diálogo para resolver pacifica y efectivamente los conflictos familiares, laborales y sociales.-
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