Ya hemos visto en domingos anteriores el contexto del profeta Ezequiel: destierro, tensión, caos, confusión, oportunismo por parte de algunos líderes, desesperanza, etc. Según la enseñanza del Pentateuco y de la tradición de los líderes religiosos, los males que padecía una persona, una familia o un pueblo eran consecuencia de los pecados propios o de sus antepasados, pues Dios tomaba venganza hasta de la tercera y cuarta generación. (Ex 20,5.34,7 / Nun 14,18 / Dt 5,9).
En medio de esta circunstancia tan dolorosa, algunos antiguos funcionarios del templo y miembros de la cohorte, se consideraban así mismos una casta privilegiada y propietarios de la salvación. Culpaban a los demás de la desgracia del momento debido a los pecados de sus padres y los invitaban a obedecerles si querían retornar a la tierra. Pero en el nombre del bien común y de la pureza religiosa no cesaban de cometer crímenes e injusticias que contradecían el fundamento de la alianza de Yahvé Dios con su pueblo. Por eso Ezequiel tomó distancia de algunas enseñanzas antiguas, así como de los líderes oportunistas, y dijo categóricamente, palabras más palabras menos: el que la hace la paga. “Si un justo se pervierte para hacer el mal y luego muere, morirá por sus malas acciones. Y la inversa, si el malo se convierte y deja su maldad y hace lo que es recto y justo, salvará su vida. Por abrir los ojos y convertirse de todas las maldades que había cometido, quedará con vida, no morirá”. (Ez 18,26-28).
No se puede vivir de una historia gloriosa, de lo que bueno o lo malo que hicieron nuestros antepasados. Recibimos una historia, una tradición, unas costumbres y también muchos problemas, pero cada persona, cada pueblo, cada comunidad es responsable del desarrollo de su propia historia. Si nuestros fueron personas cultas, reconocidos por su alta calidad humana y profesional, ¡maravilloso! Pero no podemos vivir de eso, tenemos que recorrer nuestro propio camino, impulsados seguramente por el testimonio de nuestros padres y por la gracia de Dios. Si nuestros padres no tuvieron la oportunidad de formarse adecuadamente[1] para ser mejores personas, si fueron personas mediocres e hicieron daño a los demás y a nosotros mismos, ¡que lástima! Pero eso no significa que estemos predestinados ser como ellos o que un manto de oscuridad cubra para siempre nuestra vida. Como dijo Cervantes: “Recuerda Sancho, que cada cual labra su propio destino”. Dios está con nosotros y nos da la mano si queremos ser mejores y seguir sus caminos.
¿Sí, pero no?
Mateo ubica a Jesús en la última parte de su ministerio: el viaje a Jerusalén donde se enfrentó a los poderes, con su conocido desenvolvimiento. La dinámica del anuncio del Reino lo condujo por aldeas, pueblos y ciudades, en las cuales entabló contracto con todo tipo de gente: pobres, campesinos, enfermos, publicanos, prostitutas y también con los que detentaban el poder, (principales causantes de la situación caótica que se vivía en esos momentos). Los sabios y entendidos que sabían cómo iba el mundo, cómo se debían hacer las cosas, los que conocían la ley, se ufanaban de cumplirla y criticaban la poca observancia por parte de los demás. Los puros de la sociedad de Israel, “la gente bien”, los que decían sí a Dios, pero en la practica “ni fu ni fa”; ese grupo de buenos y cumplidores, fue precisamente el que menos aceptó el Proyecto alternativo de Jesús, y por el contrario le hizo más oposición, hasta darle muerte en confabulación con el poder romano. Todo por conservar sus privilegios.
Sí de palabra, sí en apariencia, sí en la confesión de fe; una fe “pura” de toda contaminación, de todo error, de toda equivocación doctrinal, una religión pura, una ortodoxia perfecta. (¡Que maravilla!). Pero todo ese ropaje de solemnidad en sus palabras, en los actos rituales y la en observancia estricta de la ley, ocultaba la falsa conciencia religiosa y la falta de responsabilidad con las desgracias del pueblo, pues esos mismos puros, en la práctica, no quisieron comprometerse con los cambios estructurales que necesitaba Israel. A su vez, otros sectores del pueblo, no tan cumplidores de las normas, leyes y preceptos: pobres, pescadores, los sin tierra, los no invitados al banquete, pecadores públicos y rameras, tuvieron más disposición para construir el proyecto de Jesús.
Jesús nunca atacó a los cumplidores por el hecho de ser cumplidores, por piadosos, o por participar en el culto. Tampoco hizo una defensa de los no creyentes, ni prefirió a los pecadores por el hecho de ser pecadores, como si el pecado fuera una virtud. Nunca dijo que era mejor decir no a Dios, sencillamente puso por encima de todas las palabras y de toda retórica, la voluntad de Dios: “¿Cuál de los dos hizo la voluntad del Padre?” (V. 31). Elogió la sinceridad y ante todo la disponibilidad para aceptar el llamado que Dios hace continuamente a la conversión y a trabajar en la Viña.
Hoy también encontramos en nuestra iglesia, entre nosotros, personas que dicen sí, pero, no. Tal vez nosotros mismos; somos personas muy creyentes, piadosas y cumplidoras con nuestros deberes cultuales, pero que con cierta frecuencia, en el momento de hacer la voluntad del Padre, del compromiso real y concreto con la transformación de nuestra realidad personal, comunitaria y social, “se nos olvida” que ser cristiano, más que aceptar con los ojos cerrados unas doctrinas intocables, es trabajar en la viña del Señor.
Ser o no ser, el gran dilema de Hamlet, se ha dado durante la historia humana y se sigue dando. Utopía y realidad, palabra y obra, sí, pero no. Nos trazamos un ideal que luego perdemos de vista, confesamos la fe, pero tal vez no comprendemos su significado y menos, la vivimos. Nos casamos por la iglesia, hacemos bautizar a nuestros hijos, queremos que se formen bien, que hagan su primera comunión y su confirmación, pero a veces no nos comprometemos a darles testimonio de vida. Criticamos la situación social de nuestro pueblo y del mundo entero, oramos por la paz, para que los violentos y los malos se conviertan, pero en el momento de comprometernos, nos da miedo, pensamos que tal vez ese no es nuestro trabajo. Así mismo, existen algunos no creyentes, que de palabra y con su actitud ante la religión dicen no a Dios; pero en la práctica, con sus actitudes, dicen sí, porque con su ética y su compromiso humanitario son fermento para una transformación positiva. Ojalá muchos creyentes nos viviéramos con la rectitud de vida y tuviéramos el compromiso humano que tienen muchos que se llaman ateos o agnósticos.
Aquí no vale el alto cargo que se desempeña, ni los títulos honoríficos. No es la pertenencia a una casta privilegiada ni el sometimiento a todas las prescripciones de la ley lo que garantiza la fidelidad a la alianza y la práctica de la voluntad de Dios. Jesús no perteneció a algún grupo privilegiado, no nació en el seno de las llamadas “familias nobles”, y en más de una ocasión puso la ley entre paréntesis, apartándose de la llamada “sana doctrina”. Pero siempre actuó movido por la misericordia, incluso cuando tuvo que denunciar y desenmascarar las incoherencias e hipocresías de los grandes dignatarios, el miedo de su amigo Pedro para seguir el camino a Jerusalén, o el deseo de poder que movía los ánimos de sus demás discípulos. El amor y la misericordia fue el motor que impulsó todo su ministerio y le permitió acercarse a los marginados por la religiosidad excluyente y el poder homicida, y ganarlos para el Reino. Su amor y su misericordia permitieron que sus seguidores vieran en Él a Dios. Con su forma de obrar nos enseñó cómo obra Dios, con su forma de amar nos enseñó cómo ama Dios, con su forma de ser nos dejó ver cómo es Dios.
Por eso es nuestro máximo paradigma de vida, norma no normada, dinámica y dinamizadora de la historia. Por eso, Pablo nos invita (Filp 2,1-11 – 2da lect.) a adoptar unos con otros, las mismas actitudes que tuvo Cristo. Movidos por la fuerza del amor, la compasión y la misericordia, viviendo todos en concordia, animados por un mismo amor, unánimes, con iguales sentimientos, y jamás hacer algo por envidia o vanidad.
Tenemos la posibilidad de decir: no y no, sí pero no, no pero sí, y sí y sí. Esta ultima posibilidad la representa Jesús, nuestro Hermano Mayor, que dijo Sí y vivió haciendo la voluntad del Padre hasta las ultimas consecuencias (Mt 26,39). Hacia allá debemos tender en medio de nuestra realidad, de nuestras flaquezas y equivocaciones. Tratar de hacer la voluntad del Padre, no para ufanarnos sino para responder agradecidos del Amor de Dios. Sí de palabra, sí en la participación activa en al Iglesia y en la transformación de los procesos históricos, sí cuando reconocemos nuestras fallas, nos reconciliamos con los hermanos y con Dios que nos recibe, pues sabe de qué estamos hechos.
[1] Recordemos que ser doctor no significa tener una educación integral adecuada. Hay personas que no saben leer y tienen mejor educación y más calidad humana que muchos pícaros de cuello blanco. Hay personas que ocupan altas dignidades y son más humildes y sencillas que muchos pobres.
En medio de esta circunstancia tan dolorosa, algunos antiguos funcionarios del templo y miembros de la cohorte, se consideraban así mismos una casta privilegiada y propietarios de la salvación. Culpaban a los demás de la desgracia del momento debido a los pecados de sus padres y los invitaban a obedecerles si querían retornar a la tierra. Pero en el nombre del bien común y de la pureza religiosa no cesaban de cometer crímenes e injusticias que contradecían el fundamento de la alianza de Yahvé Dios con su pueblo. Por eso Ezequiel tomó distancia de algunas enseñanzas antiguas, así como de los líderes oportunistas, y dijo categóricamente, palabras más palabras menos: el que la hace la paga. “Si un justo se pervierte para hacer el mal y luego muere, morirá por sus malas acciones. Y la inversa, si el malo se convierte y deja su maldad y hace lo que es recto y justo, salvará su vida. Por abrir los ojos y convertirse de todas las maldades que había cometido, quedará con vida, no morirá”. (Ez 18,26-28).
No se puede vivir de una historia gloriosa, de lo que bueno o lo malo que hicieron nuestros antepasados. Recibimos una historia, una tradición, unas costumbres y también muchos problemas, pero cada persona, cada pueblo, cada comunidad es responsable del desarrollo de su propia historia. Si nuestros fueron personas cultas, reconocidos por su alta calidad humana y profesional, ¡maravilloso! Pero no podemos vivir de eso, tenemos que recorrer nuestro propio camino, impulsados seguramente por el testimonio de nuestros padres y por la gracia de Dios. Si nuestros padres no tuvieron la oportunidad de formarse adecuadamente[1] para ser mejores personas, si fueron personas mediocres e hicieron daño a los demás y a nosotros mismos, ¡que lástima! Pero eso no significa que estemos predestinados ser como ellos o que un manto de oscuridad cubra para siempre nuestra vida. Como dijo Cervantes: “Recuerda Sancho, que cada cual labra su propio destino”. Dios está con nosotros y nos da la mano si queremos ser mejores y seguir sus caminos.
¿Sí, pero no?
Mateo ubica a Jesús en la última parte de su ministerio: el viaje a Jerusalén donde se enfrentó a los poderes, con su conocido desenvolvimiento. La dinámica del anuncio del Reino lo condujo por aldeas, pueblos y ciudades, en las cuales entabló contracto con todo tipo de gente: pobres, campesinos, enfermos, publicanos, prostitutas y también con los que detentaban el poder, (principales causantes de la situación caótica que se vivía en esos momentos). Los sabios y entendidos que sabían cómo iba el mundo, cómo se debían hacer las cosas, los que conocían la ley, se ufanaban de cumplirla y criticaban la poca observancia por parte de los demás. Los puros de la sociedad de Israel, “la gente bien”, los que decían sí a Dios, pero en la practica “ni fu ni fa”; ese grupo de buenos y cumplidores, fue precisamente el que menos aceptó el Proyecto alternativo de Jesús, y por el contrario le hizo más oposición, hasta darle muerte en confabulación con el poder romano. Todo por conservar sus privilegios.
Sí de palabra, sí en apariencia, sí en la confesión de fe; una fe “pura” de toda contaminación, de todo error, de toda equivocación doctrinal, una religión pura, una ortodoxia perfecta. (¡Que maravilla!). Pero todo ese ropaje de solemnidad en sus palabras, en los actos rituales y la en observancia estricta de la ley, ocultaba la falsa conciencia religiosa y la falta de responsabilidad con las desgracias del pueblo, pues esos mismos puros, en la práctica, no quisieron comprometerse con los cambios estructurales que necesitaba Israel. A su vez, otros sectores del pueblo, no tan cumplidores de las normas, leyes y preceptos: pobres, pescadores, los sin tierra, los no invitados al banquete, pecadores públicos y rameras, tuvieron más disposición para construir el proyecto de Jesús.
Jesús nunca atacó a los cumplidores por el hecho de ser cumplidores, por piadosos, o por participar en el culto. Tampoco hizo una defensa de los no creyentes, ni prefirió a los pecadores por el hecho de ser pecadores, como si el pecado fuera una virtud. Nunca dijo que era mejor decir no a Dios, sencillamente puso por encima de todas las palabras y de toda retórica, la voluntad de Dios: “¿Cuál de los dos hizo la voluntad del Padre?” (V. 31). Elogió la sinceridad y ante todo la disponibilidad para aceptar el llamado que Dios hace continuamente a la conversión y a trabajar en la Viña.
Hoy también encontramos en nuestra iglesia, entre nosotros, personas que dicen sí, pero, no. Tal vez nosotros mismos; somos personas muy creyentes, piadosas y cumplidoras con nuestros deberes cultuales, pero que con cierta frecuencia, en el momento de hacer la voluntad del Padre, del compromiso real y concreto con la transformación de nuestra realidad personal, comunitaria y social, “se nos olvida” que ser cristiano, más que aceptar con los ojos cerrados unas doctrinas intocables, es trabajar en la viña del Señor.
Ser o no ser, el gran dilema de Hamlet, se ha dado durante la historia humana y se sigue dando. Utopía y realidad, palabra y obra, sí, pero no. Nos trazamos un ideal que luego perdemos de vista, confesamos la fe, pero tal vez no comprendemos su significado y menos, la vivimos. Nos casamos por la iglesia, hacemos bautizar a nuestros hijos, queremos que se formen bien, que hagan su primera comunión y su confirmación, pero a veces no nos comprometemos a darles testimonio de vida. Criticamos la situación social de nuestro pueblo y del mundo entero, oramos por la paz, para que los violentos y los malos se conviertan, pero en el momento de comprometernos, nos da miedo, pensamos que tal vez ese no es nuestro trabajo. Así mismo, existen algunos no creyentes, que de palabra y con su actitud ante la religión dicen no a Dios; pero en la práctica, con sus actitudes, dicen sí, porque con su ética y su compromiso humanitario son fermento para una transformación positiva. Ojalá muchos creyentes nos viviéramos con la rectitud de vida y tuviéramos el compromiso humano que tienen muchos que se llaman ateos o agnósticos.
Aquí no vale el alto cargo que se desempeña, ni los títulos honoríficos. No es la pertenencia a una casta privilegiada ni el sometimiento a todas las prescripciones de la ley lo que garantiza la fidelidad a la alianza y la práctica de la voluntad de Dios. Jesús no perteneció a algún grupo privilegiado, no nació en el seno de las llamadas “familias nobles”, y en más de una ocasión puso la ley entre paréntesis, apartándose de la llamada “sana doctrina”. Pero siempre actuó movido por la misericordia, incluso cuando tuvo que denunciar y desenmascarar las incoherencias e hipocresías de los grandes dignatarios, el miedo de su amigo Pedro para seguir el camino a Jerusalén, o el deseo de poder que movía los ánimos de sus demás discípulos. El amor y la misericordia fue el motor que impulsó todo su ministerio y le permitió acercarse a los marginados por la religiosidad excluyente y el poder homicida, y ganarlos para el Reino. Su amor y su misericordia permitieron que sus seguidores vieran en Él a Dios. Con su forma de obrar nos enseñó cómo obra Dios, con su forma de amar nos enseñó cómo ama Dios, con su forma de ser nos dejó ver cómo es Dios.
Por eso es nuestro máximo paradigma de vida, norma no normada, dinámica y dinamizadora de la historia. Por eso, Pablo nos invita (Filp 2,1-11 – 2da lect.) a adoptar unos con otros, las mismas actitudes que tuvo Cristo. Movidos por la fuerza del amor, la compasión y la misericordia, viviendo todos en concordia, animados por un mismo amor, unánimes, con iguales sentimientos, y jamás hacer algo por envidia o vanidad.
Tenemos la posibilidad de decir: no y no, sí pero no, no pero sí, y sí y sí. Esta ultima posibilidad la representa Jesús, nuestro Hermano Mayor, que dijo Sí y vivió haciendo la voluntad del Padre hasta las ultimas consecuencias (Mt 26,39). Hacia allá debemos tender en medio de nuestra realidad, de nuestras flaquezas y equivocaciones. Tratar de hacer la voluntad del Padre, no para ufanarnos sino para responder agradecidos del Amor de Dios. Sí de palabra, sí en la participación activa en al Iglesia y en la transformación de los procesos históricos, sí cuando reconocemos nuestras fallas, nos reconciliamos con los hermanos y con Dios que nos recibe, pues sabe de qué estamos hechos.
[1] Recordemos que ser doctor no significa tener una educación integral adecuada. Hay personas que no saben leer y tienen mejor educación y más calidad humana que muchos pícaros de cuello blanco. Hay personas que ocupan altas dignidades y son más humildes y sencillas que muchos pobres.
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