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miércoles, 7 de septiembre de 2011

LAS LÁGRIMAS DE MI PUEBLO


El 15 de marzo pasado los rebeldes sanguinarios de la LRA (unos paramilitares que vienen de Uganda y se hacen llamar Ejercito de Resistencia del Señor), atacaron un pueblo llamado Nzacko (diócesis de Bangassou en Centroáfrica).

Llegaron un domingo por la tarde, cuando la mayor parte de los soldados de la guarnición jugaban al fútbol y los cosieron todos a balazos. La población se desperdigó alocadamente y los rebeldes tuvieron tiempo de robar casa por casa, de mirar debajo de los catres para ver si había alguna chica escondida y aprovechar la coyuntura, amontonar lo robado en el centro del mercado y hacer una cordada con chicos y chicas (algunas que acababan de violar), ponerles 30-40 kilos en la cabeza y llevárselos a sus campamentos de la selva, a unos 10 días de marcha.

Eran 56 jóvenes, algunas embarazadas y dejaban 56 familias angustiadas por su suerte. Como obispo de esta diócesis, grité contando esta fechoría en la radio, en periódicos, en encuentros… Todos dicen: ¡oh, qué barbaridad! Pero todo sigue igual.

Vivimos caminando sobre una cuchilla de afeitar y muchos golpes bajos de la economía mundial, como el control del coltán (colombio-titanio) para fabricar nuevas marcas de móviles o de ordenadores, rebotan en el cuerpo inerte de la población de Bangassou y del norte del Congo. Esta parece un macabro sparring sobre el que las compañías de telefonía hacen rebotar los puñetazos de la agresividad del mercado o las dentelladas de sus trajeados “tiburones”.

La mayoría de aquellos jóvenes volvieron 20 días después, destrozados, algunos con hernia discal. Unos 15 niños de 11-13 años, aún no volvieron y sus familias temen que no vuelvan nunca más. Lo que acabo de contar ya lo he denunciado otras veces y es la misma nefasta canción archi-repetida desde hace 6 años.

Lo nuevo es que ese día, Karine, aprovechando la confusión de los kalasnikoff y la refriega generalizada, se escapó de las manos de estos indeseables. Llevaba 9 meses con ellos en la selva desde que la raptaron en su pueblo natal. La apartaron violentamente de sus 3 hijos y de su madre y, a sus 23 años, se la fueron rifando 150 rebeldes en la selva entre labores de aseo, culinarias, de transporte u otras.

Pero ese 15M fue su gran día. Huyó a la misión católica y los padres centroafricanos la condujeron a una plantación para ponerla salvo. Al día siguiente la llevaron 80 km abajo donde una franciscana guatemalteca me la trajo a Bangassou, otros 120 km más al sur.

Cuando vi a Karine delgada como un alfiler, cuando sus ojos huían de los míos y la respuesta a mis preguntas eran sólo murmullos, supe que había un problema. Más que un problema, había muchos problemas y aquella pobre chica parecía zombi.

Después de lavarse varias veces con jabón perfumado, inútil esfuerzo de quitarse de encima toda la vergüenza y la rabia acumulada, Karine seguía en estado de shock.

Me enteré de que sus hijos y su madre, después de su rapto, se habían desplazado a 25 km de Bangassou y me ofrecí a devolverla a los suyos. Me dijeron que en su pueblo todos creían que estaba muerta, pero no había tiempo de mandar una avanzadilla con la noticia de su vuelta a la vida y la monté en el asiento de atrás del coche.

Conforme íbamos llegando y unos pocos habían comenzado a reconocerla, Karine, hierática y asustada, no movía un músculo. Al pararnos al lado de la veranda de sus abuelos, alguien le dio un bebé por la ventanilla, pero ella seguía K.O. El coche ya estaba parado pero ella no se movía. Tuve que salir yo mismo y abrir su puerta, y conminarla con una cierta dureza en la voz: “Karine, sal fuera”.

La multitud ya se había juntado y, al reconocerla, gritaban, rezaban, lloraban, se ponían de rodillas o cantaban cantos de Iglesia de diferentes confesiones. Karina salió del coche y se dejó tocar por los suyos que la acariciaban, la sobaban, la bendecían o simplemente la miraban con los ojos como platos. Ella, de pie, mirando al suelo, lloraba y temblaba.

Tardó 20 minutos en reaccionar y ofrecer su primera sonrisa. Una sonrisa de resurrección. Pensé que el coche había sido como su ataúd de muerta, que esos 20 minutos fueron como un parto y ahora, finalmente, sonreía. Es decir, resucitaba a la vida.

La mitad de la población de mi diócesis vive desde hace años escondida en campos de refugiados. En unos hay 4.000, en otros son gente huida del Congo, 3.500, en otros unos centenares. Pero todos perdieron sus campos, sus cosechas y graneros, sus casas y sus espacios sagrados, las cosas que no pudieron transportar y todas sus esperanzas.

Sobre ellos han caído desde hace meses, como moscas sobre una llaga, ONGs de todo tipo y condición, de nombres difíciles de pronunciar (alguna tiene nombre de un famoso mago), otras son conocidas y lo hacen medianamente bien.

Pero muchas de ellas están formadas de personas interesadas que llegan en avión por cuestiones de seguridad y ofrecen sus productos e intuiciones durante unos días, escriben sapientes informes sobre las condiciones de vida en África en general (capítulo primero) y en los campos de refugiados en particular (segundo capítulo) para concluir que sus fuentes de alimentación (organismos internacionales de todo tipo, organismos humanitarios, filántropos y afiliados) tienen que seguir dando plata porque las letrinas hay que ponerlas un metro más allá o las azadillas no han sido suficientes.

Los padres y las hermanas de la misión, que están allí desde hace años, día a día, aguantando el chaparrón de la mañana a la noche, se preguntan si no es una contradicción que lo que costaron las azadillas sea apenas, una cincuentésima parte de lo que costó fletar un avión ida y vuelta para llevar y traer a los especialistas de lo humanitario dos veces por semana, sus dietas, sus cursos de preparación intensiva y sus flamantes ordenadores para escribir sus puntuales informes, exactos en puntos y comas, parágrafos y firmas, en cuatro ejemplares.

Todos se mueven con escolta militar pagada a precio de oro y todos piden pasar la noche en la misión donde haya agua “muy fría” y electricidad para encender los ordenadores.

Un día, pidieron hospedaje 4 especialistas enviados por la Embajada americana. Cuando terminaron su trabajo, viendo que tenían la tarde libre antes de coger la avioneta que los llevaría de vuelta a Bangui y a Washington, les propusimos de visitar el centro de enfermos terminales de sida y el nuevo quirófano. Muy educadamente nos dijeron que les habían pagado solo para ver letrinas, no quirófanos.

Aunque muchos vendrán de buena fe e intentan hacerlo lo mejor que saben, acabamos preguntándonos quién está mejorando su calidad de vida: los miembros de la ONG aparecida de buenas a primeras o la gente de los campos de refugiados que tienen que aguantar una lección magistral sobre el uso y el abuso de las letrinas a cambio de azadas y azadillas que reparten después de la lección.

Hay algunas que dan signos de seriedad y sentido común. La mayoría, sin embargo, parece ser gente que quiere ver en directo lo que ayer vieron por televisión. Entre tanto la población local, paupérrima, la que ha acogido a los refugiados sin pedirles visado ni papeles, ahora tiene que negociar con estos inmigrantes una gallina por una azadilla o les cambian un lebrillo por una manta made in HCR (Alto Comisariado para los refugiados) o un cubo de cacahuetes a cambio de una mosquitera “impregnada”.
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Las ONGs crean los status. En el último escalón está la población local y el farolillo rojo son los campesinos que no pueden salir a cultivar sus tierras a causa de la presencia de la LRA, pero para las ONGs no cuentan para nada.

Algunos escalones más arriba los refugiados, enseguida después las misiones y al final de la escalera, kilómetros más arriba, los especialistas de cuestiones humanitarias, algún embajador que se deja caer por allí o algún majadero despistado, director general de algo.

¡Así es la vida! ¡Así la hemos hecho entre todos!


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