Por Fray Marcos
Hoy no es nada fácil dar sentido a la complicada y aparentemente contradictoria liturgia de este domingo de Ramos. Con el recuerdo de la entrada “triunfal” en Jerusalén, debemos actualizar la experiencia de Jesús de caminar hacia la meta, es decir, su pasión y su muerte. Jesús toma la decisión de subir a Jerusalén, sabiendo lo que eso iba a significar. Esta es la clave para interpretar todo lo que vamos a celebrar durante la Semana Santa. Estamos conmemorando la entrega total de sí mismo, que Jesús vivió.
Aunque la liturgia comienza con la entrada “triunfal” de Jesús en Jerusalén, la fuerza de los acontecimientos que vamos a recordar esta semana, anula casi por completo ese triunfo muy relativo y pasajero. Como en el caso de la purificación del templo, no podemos pensar en una manifestación multitudinaria espectacular. Hubiera sido la ocasión ideal, que los dirigentes judíos estaban esperando, para prender a Jesús. Probablemente se trató de un pequeño grupo de seguidores que se unieron a los discípulos en aclamaciones espontáneas.
Jesús había desarrollado toda su actividad en Galilea, y la mayor parte de los peregrinos que venían a la fiesta eran galileos. Muchos de ellos reconocerían a Jesús, que también subía a Jerusalén, y se unieron a su grupo. Este hecho lo aprovecharon después los cristianos para evocar el AT y aludir a una entrada de Jesús como Mesías.
Lo verdaderamente importante en el relato de la pasión, está más allá de los acontecimientos que se pueden narrar. Lo esencial no se puede encerrar en palabras. Lo que los textos nos quieren trasmitir, está en la actitud de Jesús que refleja plenitud de humanidad. Lo importante no es la muerte física de Jesús, lo importante es descubrir por qué le mataron, por qué murió y cuáles fueron las consecuencias de su muerte para él y para los discípulos.
La Semana Santa no es el único momento en el que debemos referirnos a la significación de la salvación operada por Cristo, pues ésta es una referencia central de la fe cristiana; pero sí es una ocasión privilegiada para plantearnos la conveniencia de la revisión de nuestros esquemas teológicos al respecto, para tomar conciencia de la coherencia de toda la vida de Jesús.
Dándose cuente de las consecuencias de sus actos, no da un paso atrás, y las acepta plenamente. Es todo un aldabonazo para nosotros, que estamos siempre tratando de acomodarnos a todos los vientos, con tal de evitar consecuencias desagradables. Sabemos perfectamente que nuestra plenitud está en darnos a los demás, como decíamos el domingo pasado, pero seguimos calculando nuestras acciones para no ir demasiado lejos; poniendo límites “razonables” a nuestra entrega; sin darnos cuenta de que un amor “calculado” es un egoísmo camuflado.
¿Por qué le mataron?
La muerte de Jesús es la consecuencia directa de un rechazo frontal y absoluto por parte de los jefes religiosos de su pueblo. Rechazo a sus enseñanzas y rechazo a su persona. No debemos pensar en un rechazo gratuito y malévolo. Los sacerdotes, los escribas, los fariseos no eran gente depravada, que se opusieran a Jesús porque era buena persona. Eran gente religiosa que pretendía ser fieles a la voluntad de Dios, que para ellos estaba definida en la ley de Moisés.
La pregunta que se hacían era esta: ¿Era Jesús el profeta, como creían algunos de los que le seguían, o era el antiprofeta que seducía al pueblo y le llevaba fuera de la religión judía?
La respuesta no era tan sencilla como nos puede parecer hoy. Por una parte, Jesús iba claramente contra la Ley y contra el templo, signos inequívocos del antiprofeta. Pero por otra, los signos de amor a todos que hacía, eran una muestra de que Dios estaba con él, como dijo el mismo Nicodemo.
Lo mataron porque denunció a las autoridades religiosas por utilizar a Dios y la religión para oprimir al pueblo. Pero ellos siguieron pensando que era el Dios el que legitimaba ese dominio sobre la gente sencilla. Le mataron por afirmar, con hechos y palabras, que el hombre concreto está por encima de la Ley y del templo.
¿Por qué murió?
Solo indirectamente podemos aproximarnos a lo que Jesús experimentó ante su propia muerte. Ni era un inconsciente ni era un loco ni era masoquista. Tuvo que darse cuenta que los jefes religiosos querían eliminarlo. Lo que nos importa a nosotros es descubrir las poderosas razones que Jesús tenía para seguir diciendo lo que tenía que decir y haciendo lo que tenía que hacer, a pesar de que estaba seguro que eso le acarrearía la muerte.
Además tomó conscientemente la decisión de ir a Jerusalén donde estaba el verdadero peligro. Que le importara más ser fiel a sí mismo y a Dios, que salvar la vida, es el dato que nosotros debemos valorar. Dejó que le mataran para demostrar que la única manera de servir a Dios es ponerse del lado del oprimido.
Hay que tener en cuenta que no solo se trató de la muerte física, sino de la total aniquilación y escarnio de toda la persona ante la sociedad. Por lo tanto, no se puede pensar en la muerte de Jesús, desconectándola de su vida. Su muerte fue consecuencia de su vida, de lo que manifestó a través de ella y de lo que enseñó.
La encarnación no ha sido una programación por parte de Dios para que su Hijo muriera en la cruz y de este modo nos librara de nuestros pecados. Jesús fue plenamente un ser humano que tomó sus propias decisiones. Porque esas decisiones fueron las adecuadas, de acuerdo con las exigencias de su verdadero ser, nos han marcado a nosotros el camino de la verdadera salvación.
Si nos quedamos con el Cristo resucitado y glorioso, que murió por obediencia al Padre y nos conformamos con darle culto, hemos malogrado no solo su muerte sino toda su vida.
¿Qué consecuencias tuvo su muerte?
Hay explicaciones teológicas de la muerte de Jesús que han llegado hasta nosotros y que se siguen presentando a los fieles, aunque la inmensa mayoría de los exegetas y de los teólogos las han abandonado hace tiempo. Se trataría de interpretar la muerte de Jesús como un rescate exigido por Dios para pagar la deuda por el pecado. Además de ser un mito ancestral, está en contra de la idea de Dios que el mismo Jesús despliega en todo el evangelio. Un Dios que es amor, que es Padre, no casa en absoluto con el Señor que exige el pago de una deuda hasta el último centavo.
No es la hora de insistir en la atrocidad del pecado que ha llevado a Jesús a la cruz. Debemos de insistir en la salvación que necesitamos como pecadores, es decir, no salvados. Pero no para estar pendientes de que Dios tenga misericordia de nosotros, sino para descubrir que nuestra salvación está en seguir el camino de entrega que Jesús recorrió. La salvación consiste en descubrir el amor que es Dios y está ya en nosotros.
Para los apóstoles, la muerte fue el revulsivo que les llevó al descubrimiento de lo que era verdaderamente Jesús. "Os conviene que yo me vaya..."
Durante su vida lo siguieron como el amigo, el maestro, incluso el profeta; pero estaban muy lejos de conocer el verdadero significado de la persona de Jesús. A ese descubrimiento no podían llegar a través de lo que oían y lo que veían; se necesitaba un proceso de maduración interior y un conocimiento vivencial, al que solo se puede llegar por experiencia interna. La muerte de Jesús les obligó a esa profundización en su persona, y a descubrir, en aquel Jesús de Nazaret, al “Señor”, al “Mesías” al “Cristo” y al “Hijo”... En esto consistió la experiencia pascual. Ese mismo recorrido debemos hacer nosotros si queremos celebrar la Pascua.
A nosotros hoy, la muerte de Jesús nos obliga a plantear la verdadera hondura de toda vida humana. Jesús supo encontrar, como ningún otro hombre, el camino que debe recorrer todo ser humano para alcanzar su plenitud. Amando hasta el extremo, nos dio la verdadera medida de lo humano. Desde entonces, nadie tiene que romperse la cabeza para buscar el camino de mayor humanidad. Si quiero dar pleno sentido a mi vida, no tengo otro camino que el amor total, hasta la muerte si las circunstancias lo exigieran.
La manera de interpretar la muerte de Jesús determina la manera de ser cristiano y de ser hombre. Hoy, también hay miles de seres humanos que están entregando su vida por los demás. Ser cristiano no es subir a la cruz con Jesús, sino ayudar a bajar de la cruz a tanto crucificado que hoy podemos encontrar en nuestro camino.
Jesús, muriendo de esa manera, hace presente a un Dios sin pizca de poder externo, pero repleto de amor, que es la fuerza suprema. En ese amor reside la verdadera salvación. El “poder” de Dios no queda reservado para el momento de la resurrección, sino que lo debemos descubrir en Jesús, cuando es capaz de amar hasta entregar la vida.
Aunque la liturgia comienza con la entrada “triunfal” de Jesús en Jerusalén, la fuerza de los acontecimientos que vamos a recordar esta semana, anula casi por completo ese triunfo muy relativo y pasajero. Como en el caso de la purificación del templo, no podemos pensar en una manifestación multitudinaria espectacular. Hubiera sido la ocasión ideal, que los dirigentes judíos estaban esperando, para prender a Jesús. Probablemente se trató de un pequeño grupo de seguidores que se unieron a los discípulos en aclamaciones espontáneas.
Jesús había desarrollado toda su actividad en Galilea, y la mayor parte de los peregrinos que venían a la fiesta eran galileos. Muchos de ellos reconocerían a Jesús, que también subía a Jerusalén, y se unieron a su grupo. Este hecho lo aprovecharon después los cristianos para evocar el AT y aludir a una entrada de Jesús como Mesías.
Lo verdaderamente importante en el relato de la pasión, está más allá de los acontecimientos que se pueden narrar. Lo esencial no se puede encerrar en palabras. Lo que los textos nos quieren trasmitir, está en la actitud de Jesús que refleja plenitud de humanidad. Lo importante no es la muerte física de Jesús, lo importante es descubrir por qué le mataron, por qué murió y cuáles fueron las consecuencias de su muerte para él y para los discípulos.
La Semana Santa no es el único momento en el que debemos referirnos a la significación de la salvación operada por Cristo, pues ésta es una referencia central de la fe cristiana; pero sí es una ocasión privilegiada para plantearnos la conveniencia de la revisión de nuestros esquemas teológicos al respecto, para tomar conciencia de la coherencia de toda la vida de Jesús.
Dándose cuente de las consecuencias de sus actos, no da un paso atrás, y las acepta plenamente. Es todo un aldabonazo para nosotros, que estamos siempre tratando de acomodarnos a todos los vientos, con tal de evitar consecuencias desagradables. Sabemos perfectamente que nuestra plenitud está en darnos a los demás, como decíamos el domingo pasado, pero seguimos calculando nuestras acciones para no ir demasiado lejos; poniendo límites “razonables” a nuestra entrega; sin darnos cuenta de que un amor “calculado” es un egoísmo camuflado.
¿Por qué le mataron?
La muerte de Jesús es la consecuencia directa de un rechazo frontal y absoluto por parte de los jefes religiosos de su pueblo. Rechazo a sus enseñanzas y rechazo a su persona. No debemos pensar en un rechazo gratuito y malévolo. Los sacerdotes, los escribas, los fariseos no eran gente depravada, que se opusieran a Jesús porque era buena persona. Eran gente religiosa que pretendía ser fieles a la voluntad de Dios, que para ellos estaba definida en la ley de Moisés.
La pregunta que se hacían era esta: ¿Era Jesús el profeta, como creían algunos de los que le seguían, o era el antiprofeta que seducía al pueblo y le llevaba fuera de la religión judía?
La respuesta no era tan sencilla como nos puede parecer hoy. Por una parte, Jesús iba claramente contra la Ley y contra el templo, signos inequívocos del antiprofeta. Pero por otra, los signos de amor a todos que hacía, eran una muestra de que Dios estaba con él, como dijo el mismo Nicodemo.
Lo mataron porque denunció a las autoridades religiosas por utilizar a Dios y la religión para oprimir al pueblo. Pero ellos siguieron pensando que era el Dios el que legitimaba ese dominio sobre la gente sencilla. Le mataron por afirmar, con hechos y palabras, que el hombre concreto está por encima de la Ley y del templo.
¿Por qué murió?
Solo indirectamente podemos aproximarnos a lo que Jesús experimentó ante su propia muerte. Ni era un inconsciente ni era un loco ni era masoquista. Tuvo que darse cuenta que los jefes religiosos querían eliminarlo. Lo que nos importa a nosotros es descubrir las poderosas razones que Jesús tenía para seguir diciendo lo que tenía que decir y haciendo lo que tenía que hacer, a pesar de que estaba seguro que eso le acarrearía la muerte.
Además tomó conscientemente la decisión de ir a Jerusalén donde estaba el verdadero peligro. Que le importara más ser fiel a sí mismo y a Dios, que salvar la vida, es el dato que nosotros debemos valorar. Dejó que le mataran para demostrar que la única manera de servir a Dios es ponerse del lado del oprimido.
Hay que tener en cuenta que no solo se trató de la muerte física, sino de la total aniquilación y escarnio de toda la persona ante la sociedad. Por lo tanto, no se puede pensar en la muerte de Jesús, desconectándola de su vida. Su muerte fue consecuencia de su vida, de lo que manifestó a través de ella y de lo que enseñó.
La encarnación no ha sido una programación por parte de Dios para que su Hijo muriera en la cruz y de este modo nos librara de nuestros pecados. Jesús fue plenamente un ser humano que tomó sus propias decisiones. Porque esas decisiones fueron las adecuadas, de acuerdo con las exigencias de su verdadero ser, nos han marcado a nosotros el camino de la verdadera salvación.
Si nos quedamos con el Cristo resucitado y glorioso, que murió por obediencia al Padre y nos conformamos con darle culto, hemos malogrado no solo su muerte sino toda su vida.
¿Qué consecuencias tuvo su muerte?
Hay explicaciones teológicas de la muerte de Jesús que han llegado hasta nosotros y que se siguen presentando a los fieles, aunque la inmensa mayoría de los exegetas y de los teólogos las han abandonado hace tiempo. Se trataría de interpretar la muerte de Jesús como un rescate exigido por Dios para pagar la deuda por el pecado. Además de ser un mito ancestral, está en contra de la idea de Dios que el mismo Jesús despliega en todo el evangelio. Un Dios que es amor, que es Padre, no casa en absoluto con el Señor que exige el pago de una deuda hasta el último centavo.
No es la hora de insistir en la atrocidad del pecado que ha llevado a Jesús a la cruz. Debemos de insistir en la salvación que necesitamos como pecadores, es decir, no salvados. Pero no para estar pendientes de que Dios tenga misericordia de nosotros, sino para descubrir que nuestra salvación está en seguir el camino de entrega que Jesús recorrió. La salvación consiste en descubrir el amor que es Dios y está ya en nosotros.
Para los apóstoles, la muerte fue el revulsivo que les llevó al descubrimiento de lo que era verdaderamente Jesús. "Os conviene que yo me vaya..."
Durante su vida lo siguieron como el amigo, el maestro, incluso el profeta; pero estaban muy lejos de conocer el verdadero significado de la persona de Jesús. A ese descubrimiento no podían llegar a través de lo que oían y lo que veían; se necesitaba un proceso de maduración interior y un conocimiento vivencial, al que solo se puede llegar por experiencia interna. La muerte de Jesús les obligó a esa profundización en su persona, y a descubrir, en aquel Jesús de Nazaret, al “Señor”, al “Mesías” al “Cristo” y al “Hijo”... En esto consistió la experiencia pascual. Ese mismo recorrido debemos hacer nosotros si queremos celebrar la Pascua.
A nosotros hoy, la muerte de Jesús nos obliga a plantear la verdadera hondura de toda vida humana. Jesús supo encontrar, como ningún otro hombre, el camino que debe recorrer todo ser humano para alcanzar su plenitud. Amando hasta el extremo, nos dio la verdadera medida de lo humano. Desde entonces, nadie tiene que romperse la cabeza para buscar el camino de mayor humanidad. Si quiero dar pleno sentido a mi vida, no tengo otro camino que el amor total, hasta la muerte si las circunstancias lo exigieran.
La manera de interpretar la muerte de Jesús determina la manera de ser cristiano y de ser hombre. Hoy, también hay miles de seres humanos que están entregando su vida por los demás. Ser cristiano no es subir a la cruz con Jesús, sino ayudar a bajar de la cruz a tanto crucificado que hoy podemos encontrar en nuestro camino.
Jesús, muriendo de esa manera, hace presente a un Dios sin pizca de poder externo, pero repleto de amor, que es la fuerza suprema. En ese amor reside la verdadera salvación. El “poder” de Dios no queda reservado para el momento de la resurrección, sino que lo debemos descubrir en Jesús, cuando es capaz de amar hasta entregar la vida.
Meditación-contemplación
Ningún sufrimiento salva por sí mismo,
ni siquiera el de Jesús.
Lo que salva es la actitud de fidelidad a su verdadero ser,
que Jesús mantuvo durante su vida y afianzó en la cruz.
……………..
Vivir una verdadera humanidad, es perder el miedo a la muerte,
porque no afecta para nada a mi verdadero ser.
El miedo a la muerte es la esclavitud más difícil de romper.
Toda clase de opresión nace de esta esclavitud.
……………….
La Vida que Dios me ha dado, envuelve todo mi ser.
Con esa Vida divina, se me dan oportunidades infinitas de ser.
Con ella se me ha dado todo.
Nada tengo que esperar y nada debo temer.
…………
Fray Marcos
Ningún sufrimiento salva por sí mismo,
ni siquiera el de Jesús.
Lo que salva es la actitud de fidelidad a su verdadero ser,
que Jesús mantuvo durante su vida y afianzó en la cruz.
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Vivir una verdadera humanidad, es perder el miedo a la muerte,
porque no afecta para nada a mi verdadero ser.
El miedo a la muerte es la esclavitud más difícil de romper.
Toda clase de opresión nace de esta esclavitud.
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La Vida que Dios me ha dado, envuelve todo mi ser.
Con esa Vida divina, se me dan oportunidades infinitas de ser.
Con ella se me ha dado todo.
Nada tengo que esperar y nada debo temer.
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Fray Marcos