Al sudoeste de la cuenca de París, junto al rio Clain, afluente izquierdo del Vienne, donde dentro de las antiguas murallas de la antigua Limonun galoromana, cerca del anfiteatro, se levanta ya una basílica cristiana y un monasterio, en la primavera del año 732 se desarrolla sangrientamente una de las batallas más decisivas de la historia. La punta de lanza de un poderoso ejército de caballería musulmana liderado por Abd al Rhamán b'Abd Allad el-Gafigi se enfrenta con cristianos: una tropa de infantes y algo de caballería franca que se han debido distraer apresuradamente del frente alamán, donde también se combate, al mando de Carlos Martillo, o Martel, Maestre de Palacio del monarca merovingio. La batalla, furiosa, se prolonga por siete días y siete noches. Los pesados caballos europeos y sus cargas, habitualmente demoledoras, se disipan en la nada y son evitadas fácilmente por las agilísimas cabalgaduras de raza árabe que maneja el adversario, que los desangra, luego, por los flancos y la espalda. La situación se hace desesperada. Hasta que, ayudado por la población del burgo arengada por el obispo y armada de picas y horcas de tres púas, Carlos Martel reorganiza su infantería que, sólidamente plantada, en medio de los bosques y la orilla barrosa del rio, logra finalmente derrotar a los árabes. Por primera vez desde que hacía cien años habían salido de su península, en paseo triunfal por todo el imperio romano y logrado en ese periplo fama de invencibles, Poitiers, -que ese es el lugar de la batalla- marca el punto final del avance musulmán y el comienzo de su lento retroceso. Esta batalla, crucial en nuestra historia, orgullo de nuestras gestas católicas, es de tal importancia real y simbólica que, hace pocos años, al poco tiempo de asumir el poder en Libia -nuestros antiguos territorios cristianos y romanos de Tripolitania y Cirenaica robados por los árabes-, el dictador Moammar al-Gaddafi anunció que él estaba destinado a vengar frente a Occidente la derrota de Poitiers.
En realidad era la primera derrota importante de los árabes, porque fracasos parciales ya habían tenido. Entre ellos uno, que si bien no fue importante cuantitativamente, tuvo luego casi carácter de insignia y de bandera legendaria: Covadonga.
En abril del 711, cuando ya el Islam había conquistado todas nuestras provincias cristianas del Africa, el gobernador Musa b Nusayr manda a su general Tarik b Ziyad a que con trescientos árabes y 7000 moros -moro viene del latín 'maurus' que quiere decir obscuro, negro- cruce el estrecho de Gibraltar e invada España. Allí, en el desastre de Guadalete, el Rey visigodo, cristiano, Don Rodrigo, pierde su reino, le es arrebatada su capital, Toledo, y muere. Poco después desembarca Musa con otros 8000 moros y 10000 árabes y se adueñan de casi toda España, Andalucía, Astorga, León; cruzan los Pirineos y, si no los para Carlos Martel en Poitiers, en este momento, en vez de estar aquí, estaríamos descalzos, en medias, en una mezquita, con la cabeza y la nariz apoyadas en una alfombra de desagradable olor y las carmelitas en un harén.
Pero, mientras tanto, como decía, también ha sucedido algo decisivo en Asturias, en los contrafuertes de los Picos de Europa, en las montañas llamadas luego de Covadonga, donde Don Pelayo, noble emparentado con la casa real visigoda, con un grupo de cristianos, organiza la resistencia después de Guadalete. En el 718 el emir Alçama, desde Córdoba, envía tropas para sofocar la resistencia, pero, en las alturas, desde una cueva en la pared de una peña, Don Pelayo y los suyos resisten y terminan por poner en fuga a los musulmanes. Esta pequeña victoria supuso una gran inyección moral para los cristianos y el primer paso de la Reconquista. Los cristianos eligieron caudillo al vencedor, quien estableció su capital en Cangas de Onís, sentando las bases de la futura monarquía española.
El triunfo es atribuido a la Santísima Virgen, de quien, en la cueva de la Peña, la Peña Santa, se entroniza una imagen, la Virgen de las Batallas y la cueva, Cueva de la Señora o Cova-Dominica, en mal latín, termina por llamarse Cova-Donga. La imagen primitiva, incendiada en 1777, hoy está reemplazada por una talla del siglo XVIII que reposa sobre una altar moderno decorado con esmaltes. Al costado se encuentran las tumbas de Don Pelayo y su yerno Alfonso I. Tuve la emoción, en junio de este año, de celebrar Misa en ese altar, pidiendo por nuestra propia Reconquista. Que no es, por supuesto, todavía, aquí en América, del enemigo islámico, sino de otros poderosos enemigos de Cristo. Aunque no hay que olvidar que nuestra tremenda deuda externa, así como la del resto de latinoamérica se la debemos a los petrodólares con que el mundo árabe inundó la banca internacional en la década del 70 y de los cuales aprovecharon abundantemente nuestras clases dirigentes corruptas.
Porque, por naturaleza, el Islam no puede dejar de intentar la conquista. Es un precepto coránico, indisoluble de su doctrina. El evangelio de hoy, por ejemplo, establece una distinción clara entre el dominio de la política y el dominio de lo religioso. Quizá ésto hoy nos parezca claro a nosotros. No lo era tan claro para la antigüedad y, quizá, haya que decir, para la modernidad. El antiguo consideraba que lo político y lo religioso se identificaba, porque, de hecho, no existía más religión que la del hombre y el mundo mitológicamente divinizados. La afirmación del Dios verdadero, distinto y trascendente al universo y a la humanidad, es un novedoso dato judeo cristiano. El afirmar que la autoridad política no era divina, chocaba tanto a los egipcios, como a los romanos, como a los griegos. Tanto como si hoy dijéramos, por ejemplo, que la democracia, o los derechos humanos, o la conciencia, o la libertad no son los valores supremos, no son divinos.
Y esto lo tenían claro los judíos desde el primer capítulo del Génesis. Pero ellos llevaban al extremo esta desdivinización, hasta el punto de negar toda autoridad a lo que no fuera manifestación directa de Dios. La cual, por supuesto, se hacía a través de ellos, el pueblo elegido. Más allá de la trampa que querían tender a Jesús, el problema de fondo era ese: la desvalorización, el desprecio, en nombre de la unicidad de Dios, de todo lo que no fuera El o su pueblo, la negación de cualquier valor o norma humana, incluso las de la legítima autoridad. Los judíos se creían -y se creen- con derecho a no considerarse moralmente obligados por ninguna autoridad o ley humana que no les convenga.
Cristo pone la cosas en su lugar. Ciertamente, antes que nada, estará la obediencia a Dios; pero también lo político, lo natural, tienen sus exigencias que, subordinadamente, son legítimas y deben ser razonablemente obedecidas. Por eso: ni en nombre de Dios pretender que la única obediencia legítima es la que se presta a El y a su pueblo y que ninguna otra exige adhesión de tal modo que en lo político se puede hacer cualquier cosa, obedecer o no obedecer, lo que convenga. Ni identificar lo político con lo divino.
Pues bien, esto es lo que hace el Islam al convertir a la política en instrumento de la religión o, al revés, la religión en política. En el Islam no hay diferencia, como entre los cristianos, entre Papa y Emperador, entre Arzobispo y Rey, entre Iglesia y Estado. Por eso el Corán puede utilizarse como código de costumbres civiles, de política, como de hecho se hizo durante mucho tiempo y se haga aún en algunos regímenes fundamentalistas. De allí también que no pueda haber conversión al Islam sin ingreso en la comunidad política islámica y también que todo musulmán tiene el deber de buscar someter por las buenas o las malas a que los demás acepten a Mahoma.
De allí que la guerra santa ofensiva sea una de sus obligaciones personales y sociales más importantes. Y solo ha de detenerse en su avance si se es más débil; no por ningún principio de ecumenismo, pluralismo, tolerancia o convivencia. Solo para esperar ser más fuertes. El Corán exige que los musulmanes no pidan jamás la paz si son los más fuertes.
Y la lucha por la conquista es tan santa, que santifica todas sus acciones. De tal manera que en ella al musulmán le es lícito violar pactos, volverse atrás en la palabra empeñada, engañar al enemigo, esclavizar a sus cautivos, hacer cualquier cosa con sus cautivas.
Cuando por allí uno oye decir como escuché ayer a alguien afirmar por radio "al fin y al cabo todas las religiones son iguales, porque todas coinciden en que lo más importante es amar al prójimo", están diciendo estupideces, porque esto del amor al prójimo, novedad evangélica, está totalmente ausente en los escritos coránicos. Solo se habla de la fraternidad que hay que tener entre los musulmanes: "el musulmán es hermano del musulmán". "No tenga confidentes fuera de su comunidad, ni se acepte como amigos a los que no lo son". Aunque no se prohibe "tener relaciones, ser buenos y equitativos con ellos, pero solo con los que no han luchado contra los musulmanes".
Era una locutora la que ésto decía ayer. ¡y justo en vísperas del día de la madre! Se ve que nunca ha visto ni en foto un gineceo, un serrallo, un harén musulmán. La impresión espantosa que causa en el visitante de Topkapi Saray (el Viejo Serrallo), Estambul, ese laberinto de pequeños cuartos prisión en donde el sultán hacinaba a sus cientos de mujeres, vigiladas por eunucos. Porque la mujer, en el Corán, es muy apreciada, pero como compañera de lecho, como cocinera, como doméstica, como dadora de muchos hijos, si varones. No por nada Mahoma, después de la muerte de su primera mujer Khadija, mayor que él, ricachona y que lo financió y lo protegió en sus primeras andanzas, de inmediato se consiguió dos nuevas esposas, una de cuarenta años y otra de siete. "Una para el comedor", decía, "y otra para el dormitorio". Aisha, la de siete años, muchos años más tarde, después de la muerte de Mahoma, recordaba haberle oído decir muchas veces que en el mundo había solo tres cosas deliciosas: "las santas plegarias, los ricos olores y las bellas mujeres".
Y de las últimas tuvo muchísimas. Era un hombre muy cariñoso. Es verdad que muchos de sus matrimonios fueron actos de misericordia para con chicas pobres o huérfanas, o de cortesía hacia sus amigos y secuaces, o diplomáticos con sus aliados. Pero de todas ellas hizo alegre uso. Al fin y al cabo la mujer entre los árabes estaba no solo para el placer sino para dar hijos varones que reemplazaran a los muertos en batalla y actos de bandidaje. Pero "callando", dice el Coran, sometida a su marido, tapada con un velo, apareciendo poco en público, viviendo en el gineceo. Y el marido, con potestad de repudiarla cuando quisiera. Teniendo, eso sí, solo hasta cuatro esposas, -Mahoma era una excepción-, pero, claro, todas las concubinas y esclavas que se quieran. Por lo demás, la mujer está excluida por el Corán de los cargos públicos; su testimonio ante un tribunal vale sólo la mitad de lo que el de un hombre; el precio que ha de pagarse por su sangre es sólo la mitad; la herencia que recibe, también solo la mitad; el padre puede casarla con quien quiera y están permitidos los matrimonios de los niños. Y quien diga que estos son detalles con los cuales debemos hacer ecumenismo, pluralismo y convivencia, que se lo pregunte a las millones de cristianas y no cristianas que, en el transcurso de la historia, han sido cazadas como animales por los árabes para terminar en gineceos y prostíbulos para goce de los varones sumisos a Alá. Que si ha habido un pueblo que ha organizado el comercio de esclavos y esclavas, tratantes de blancas y de negras, a escala mundial, ese ha sido el del Islam. Que aún hoy, encerradas en casas públicas de Argel, sufren destino miserable cientos de hermanas, hijas y consortes de los franceses argelinos que fueron traicionados por De Gaulle y debieron dejar a la fuerza su suelo natal, viendo en venganza raptadas a sus mujeres por los árabes. Y estos no son excesos, sino acciones legitimadas por el Corán.
Si todavía tengo ganas y Vds. me soportan seguiré con el Islam el domingo que viene. Pero hoy no quiero dejar pasar por alto un acontecimiento de esta semana. Se acaba de aprobar un nuevo plan de estudios para los colegios secundarios, en donde no se verá más, al menos al principio, la historia llamada antigua. Se empezará con historia argentina. ¡Otro intento torpe de destruir nuestras raíces y nuestra nacionalidad! Porque, desgajada de la historia universal y de la cristiandad nuestra pequeña historia provinciana no tiene sentido; solo se convierte en una sucesión de nombres y a lo mejor de batallas o de presidencias.
La argentinidad solo puede tener significado situada en la historia del mundo y como descendiente y heredera de una prosapia gloriosa que ha forjado constelación de hombres y mujeres libres, santos, artistas, sabios y guerreros. Herederos de Maratón, de Salamina y de Platea, de Homero, de Aristóteles y de Praxíteles, de Trasimeno y de Zama, de Julio Cesar y Cicerón, de Roma, Constantinopla, Alejandría y Jerusalén, de Poitiers y Covadonga, de Lepanto y de Viena, de Carlos V, de Colón y de Cortés, de Dante, Shakespeare y Cervantes, de Don Juan de Garay y de Don Pedro de Cevallos.
Pero sobre todo herederos de Cristo y de su Iglesia.
Porque si la cristiandad, que renació allá cuando un puñado de francos tuvo el valor de oponerse a la prepotencia musulmana, supo a partir de la nada de la Europa bárbara, refundar una civilización que, aún resquebrajada y asediada como está hoy, sigue siendo la matriz de las grandes realizaciones del hombre, desde el arte hasta la conquista del espacio, éso lo hizo y lo hace fecundada aún por un espíritu y un orden de valores, que quiso, antes que nada, dar a Dios lo que es de Dios y, desde allí, al Cesar lo que es del Cesar.
Por eso, tanto en lo personal como en lo social, todo intento de reconstrucción, de Reconquista, de planteo, que surja solamente de cambios de estructuras, de lo puramente humano, político, militar o económico, sin Dios verdadero, sin Cristo, no tendrá más remedio que sucumbir, tarde o temprano, frente a los que hagan religión de lo humano o de la política o de la guerra, sean ellos musulmanes, judíos, marxistas, masones, social-demócratas o cosa peor.
Busquemos antes que nada el Reino de Dios. Todo lo demás se nos dará por añadidura.
En realidad era la primera derrota importante de los árabes, porque fracasos parciales ya habían tenido. Entre ellos uno, que si bien no fue importante cuantitativamente, tuvo luego casi carácter de insignia y de bandera legendaria: Covadonga.
En abril del 711, cuando ya el Islam había conquistado todas nuestras provincias cristianas del Africa, el gobernador Musa b Nusayr manda a su general Tarik b Ziyad a que con trescientos árabes y 7000 moros -moro viene del latín 'maurus' que quiere decir obscuro, negro- cruce el estrecho de Gibraltar e invada España. Allí, en el desastre de Guadalete, el Rey visigodo, cristiano, Don Rodrigo, pierde su reino, le es arrebatada su capital, Toledo, y muere. Poco después desembarca Musa con otros 8000 moros y 10000 árabes y se adueñan de casi toda España, Andalucía, Astorga, León; cruzan los Pirineos y, si no los para Carlos Martel en Poitiers, en este momento, en vez de estar aquí, estaríamos descalzos, en medias, en una mezquita, con la cabeza y la nariz apoyadas en una alfombra de desagradable olor y las carmelitas en un harén.
Pero, mientras tanto, como decía, también ha sucedido algo decisivo en Asturias, en los contrafuertes de los Picos de Europa, en las montañas llamadas luego de Covadonga, donde Don Pelayo, noble emparentado con la casa real visigoda, con un grupo de cristianos, organiza la resistencia después de Guadalete. En el 718 el emir Alçama, desde Córdoba, envía tropas para sofocar la resistencia, pero, en las alturas, desde una cueva en la pared de una peña, Don Pelayo y los suyos resisten y terminan por poner en fuga a los musulmanes. Esta pequeña victoria supuso una gran inyección moral para los cristianos y el primer paso de la Reconquista. Los cristianos eligieron caudillo al vencedor, quien estableció su capital en Cangas de Onís, sentando las bases de la futura monarquía española.
El triunfo es atribuido a la Santísima Virgen, de quien, en la cueva de la Peña, la Peña Santa, se entroniza una imagen, la Virgen de las Batallas y la cueva, Cueva de la Señora o Cova-Dominica, en mal latín, termina por llamarse Cova-Donga. La imagen primitiva, incendiada en 1777, hoy está reemplazada por una talla del siglo XVIII que reposa sobre una altar moderno decorado con esmaltes. Al costado se encuentran las tumbas de Don Pelayo y su yerno Alfonso I. Tuve la emoción, en junio de este año, de celebrar Misa en ese altar, pidiendo por nuestra propia Reconquista. Que no es, por supuesto, todavía, aquí en América, del enemigo islámico, sino de otros poderosos enemigos de Cristo. Aunque no hay que olvidar que nuestra tremenda deuda externa, así como la del resto de latinoamérica se la debemos a los petrodólares con que el mundo árabe inundó la banca internacional en la década del 70 y de los cuales aprovecharon abundantemente nuestras clases dirigentes corruptas.
Porque, por naturaleza, el Islam no puede dejar de intentar la conquista. Es un precepto coránico, indisoluble de su doctrina. El evangelio de hoy, por ejemplo, establece una distinción clara entre el dominio de la política y el dominio de lo religioso. Quizá ésto hoy nos parezca claro a nosotros. No lo era tan claro para la antigüedad y, quizá, haya que decir, para la modernidad. El antiguo consideraba que lo político y lo religioso se identificaba, porque, de hecho, no existía más religión que la del hombre y el mundo mitológicamente divinizados. La afirmación del Dios verdadero, distinto y trascendente al universo y a la humanidad, es un novedoso dato judeo cristiano. El afirmar que la autoridad política no era divina, chocaba tanto a los egipcios, como a los romanos, como a los griegos. Tanto como si hoy dijéramos, por ejemplo, que la democracia, o los derechos humanos, o la conciencia, o la libertad no son los valores supremos, no son divinos.
Y esto lo tenían claro los judíos desde el primer capítulo del Génesis. Pero ellos llevaban al extremo esta desdivinización, hasta el punto de negar toda autoridad a lo que no fuera manifestación directa de Dios. La cual, por supuesto, se hacía a través de ellos, el pueblo elegido. Más allá de la trampa que querían tender a Jesús, el problema de fondo era ese: la desvalorización, el desprecio, en nombre de la unicidad de Dios, de todo lo que no fuera El o su pueblo, la negación de cualquier valor o norma humana, incluso las de la legítima autoridad. Los judíos se creían -y se creen- con derecho a no considerarse moralmente obligados por ninguna autoridad o ley humana que no les convenga.
Cristo pone la cosas en su lugar. Ciertamente, antes que nada, estará la obediencia a Dios; pero también lo político, lo natural, tienen sus exigencias que, subordinadamente, son legítimas y deben ser razonablemente obedecidas. Por eso: ni en nombre de Dios pretender que la única obediencia legítima es la que se presta a El y a su pueblo y que ninguna otra exige adhesión de tal modo que en lo político se puede hacer cualquier cosa, obedecer o no obedecer, lo que convenga. Ni identificar lo político con lo divino.
Pues bien, esto es lo que hace el Islam al convertir a la política en instrumento de la religión o, al revés, la religión en política. En el Islam no hay diferencia, como entre los cristianos, entre Papa y Emperador, entre Arzobispo y Rey, entre Iglesia y Estado. Por eso el Corán puede utilizarse como código de costumbres civiles, de política, como de hecho se hizo durante mucho tiempo y se haga aún en algunos regímenes fundamentalistas. De allí también que no pueda haber conversión al Islam sin ingreso en la comunidad política islámica y también que todo musulmán tiene el deber de buscar someter por las buenas o las malas a que los demás acepten a Mahoma.
De allí que la guerra santa ofensiva sea una de sus obligaciones personales y sociales más importantes. Y solo ha de detenerse en su avance si se es más débil; no por ningún principio de ecumenismo, pluralismo, tolerancia o convivencia. Solo para esperar ser más fuertes. El Corán exige que los musulmanes no pidan jamás la paz si son los más fuertes.
Y la lucha por la conquista es tan santa, que santifica todas sus acciones. De tal manera que en ella al musulmán le es lícito violar pactos, volverse atrás en la palabra empeñada, engañar al enemigo, esclavizar a sus cautivos, hacer cualquier cosa con sus cautivas.
Cuando por allí uno oye decir como escuché ayer a alguien afirmar por radio "al fin y al cabo todas las religiones son iguales, porque todas coinciden en que lo más importante es amar al prójimo", están diciendo estupideces, porque esto del amor al prójimo, novedad evangélica, está totalmente ausente en los escritos coránicos. Solo se habla de la fraternidad que hay que tener entre los musulmanes: "el musulmán es hermano del musulmán". "No tenga confidentes fuera de su comunidad, ni se acepte como amigos a los que no lo son". Aunque no se prohibe "tener relaciones, ser buenos y equitativos con ellos, pero solo con los que no han luchado contra los musulmanes".
Era una locutora la que ésto decía ayer. ¡y justo en vísperas del día de la madre! Se ve que nunca ha visto ni en foto un gineceo, un serrallo, un harén musulmán. La impresión espantosa que causa en el visitante de Topkapi Saray (el Viejo Serrallo), Estambul, ese laberinto de pequeños cuartos prisión en donde el sultán hacinaba a sus cientos de mujeres, vigiladas por eunucos. Porque la mujer, en el Corán, es muy apreciada, pero como compañera de lecho, como cocinera, como doméstica, como dadora de muchos hijos, si varones. No por nada Mahoma, después de la muerte de su primera mujer Khadija, mayor que él, ricachona y que lo financió y lo protegió en sus primeras andanzas, de inmediato se consiguió dos nuevas esposas, una de cuarenta años y otra de siete. "Una para el comedor", decía, "y otra para el dormitorio". Aisha, la de siete años, muchos años más tarde, después de la muerte de Mahoma, recordaba haberle oído decir muchas veces que en el mundo había solo tres cosas deliciosas: "las santas plegarias, los ricos olores y las bellas mujeres".
Y de las últimas tuvo muchísimas. Era un hombre muy cariñoso. Es verdad que muchos de sus matrimonios fueron actos de misericordia para con chicas pobres o huérfanas, o de cortesía hacia sus amigos y secuaces, o diplomáticos con sus aliados. Pero de todas ellas hizo alegre uso. Al fin y al cabo la mujer entre los árabes estaba no solo para el placer sino para dar hijos varones que reemplazaran a los muertos en batalla y actos de bandidaje. Pero "callando", dice el Coran, sometida a su marido, tapada con un velo, apareciendo poco en público, viviendo en el gineceo. Y el marido, con potestad de repudiarla cuando quisiera. Teniendo, eso sí, solo hasta cuatro esposas, -Mahoma era una excepción-, pero, claro, todas las concubinas y esclavas que se quieran. Por lo demás, la mujer está excluida por el Corán de los cargos públicos; su testimonio ante un tribunal vale sólo la mitad de lo que el de un hombre; el precio que ha de pagarse por su sangre es sólo la mitad; la herencia que recibe, también solo la mitad; el padre puede casarla con quien quiera y están permitidos los matrimonios de los niños. Y quien diga que estos son detalles con los cuales debemos hacer ecumenismo, pluralismo y convivencia, que se lo pregunte a las millones de cristianas y no cristianas que, en el transcurso de la historia, han sido cazadas como animales por los árabes para terminar en gineceos y prostíbulos para goce de los varones sumisos a Alá. Que si ha habido un pueblo que ha organizado el comercio de esclavos y esclavas, tratantes de blancas y de negras, a escala mundial, ese ha sido el del Islam. Que aún hoy, encerradas en casas públicas de Argel, sufren destino miserable cientos de hermanas, hijas y consortes de los franceses argelinos que fueron traicionados por De Gaulle y debieron dejar a la fuerza su suelo natal, viendo en venganza raptadas a sus mujeres por los árabes. Y estos no son excesos, sino acciones legitimadas por el Corán.
Si todavía tengo ganas y Vds. me soportan seguiré con el Islam el domingo que viene. Pero hoy no quiero dejar pasar por alto un acontecimiento de esta semana. Se acaba de aprobar un nuevo plan de estudios para los colegios secundarios, en donde no se verá más, al menos al principio, la historia llamada antigua. Se empezará con historia argentina. ¡Otro intento torpe de destruir nuestras raíces y nuestra nacionalidad! Porque, desgajada de la historia universal y de la cristiandad nuestra pequeña historia provinciana no tiene sentido; solo se convierte en una sucesión de nombres y a lo mejor de batallas o de presidencias.
La argentinidad solo puede tener significado situada en la historia del mundo y como descendiente y heredera de una prosapia gloriosa que ha forjado constelación de hombres y mujeres libres, santos, artistas, sabios y guerreros. Herederos de Maratón, de Salamina y de Platea, de Homero, de Aristóteles y de Praxíteles, de Trasimeno y de Zama, de Julio Cesar y Cicerón, de Roma, Constantinopla, Alejandría y Jerusalén, de Poitiers y Covadonga, de Lepanto y de Viena, de Carlos V, de Colón y de Cortés, de Dante, Shakespeare y Cervantes, de Don Juan de Garay y de Don Pedro de Cevallos.
Pero sobre todo herederos de Cristo y de su Iglesia.
Porque si la cristiandad, que renació allá cuando un puñado de francos tuvo el valor de oponerse a la prepotencia musulmana, supo a partir de la nada de la Europa bárbara, refundar una civilización que, aún resquebrajada y asediada como está hoy, sigue siendo la matriz de las grandes realizaciones del hombre, desde el arte hasta la conquista del espacio, éso lo hizo y lo hace fecundada aún por un espíritu y un orden de valores, que quiso, antes que nada, dar a Dios lo que es de Dios y, desde allí, al Cesar lo que es del Cesar.
Por eso, tanto en lo personal como en lo social, todo intento de reconstrucción, de Reconquista, de planteo, que surja solamente de cambios de estructuras, de lo puramente humano, político, militar o económico, sin Dios verdadero, sin Cristo, no tendrá más remedio que sucumbir, tarde o temprano, frente a los que hagan religión de lo humano o de la política o de la guerra, sean ellos musulmanes, judíos, marxistas, masones, social-demócratas o cosa peor.
Busquemos antes que nada el Reino de Dios. Todo lo demás se nos dará por añadidura.
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