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viernes, 10 de abril de 2009

EL SILENCIO DE DIOS

Por Ildefonso Casas, sdb
Publicado por FAST

Acabo de leer en estos días el diario de un religioso que fue asesinado junto a tres compañeros en la frontera de Ruanda y Zaire en 1996. El título del libro es El silencio de Dios y ha sido escrito por el marista Julio Rodríguez.
Julio fue un misionero marista que pisó tierras africanas por primera vez en 1985. Desde ese año sus idas y venidas al continente africano fueron continuas. Él sabía que su vida y su muerte estaban en Nyamirangwe, junto a los más pobres, los que sufrían tanto o más que él. Julio sabía que Dios estaba allí y por él lo hacía, pues era Dios la motivación y el centro de todo lo que llevaba a cabo.
Sin duda, que este testimonio, la lectura de cada uno de los últimos días que vivió Julio y la descripción tan conmovedora que se nos muestra, no puede ni debe ser motivo de indiferencia ante la situación que hoy, tantos hombres y mujeres, hermanos nuestros están viviendo en otras muchas zonas de nuestro planeta.
Que duda cabe, que en estos días en los que vamos a recordar la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo la pregunta podía ser la siguiente: ¿Es que Dios no tiene nada que decir en estas situaciones de dolor, sufrimiento, angustia? ¿Por qué guarda Dios silencio ante los sufrimientos del hombre?.
Alguien dijo alguna vez que el camino a las grandes cosas pasa por el silencio. Y es cierto, cuantas veces no creemos ver salida a nuestros problemas, a nuestras dificultades y sin embargo, pasado un tiempo encontramos un rayo de luz que nos hace ver la realidad de otra forma. Quizá en esos momentos los que somos cristianos invocamos a Dios y queremos que Él nos arregle el problema, la dificultad, como si de un dios mágico se tratase. Pero no es así, Dios nos regala la libertad para que nosotros hagamos lo que creamos oportuno.
Hoy quizá nos preguntemos el porqué suceden estas cosas, porqué Dios no las remedia; de ahí que podamos hablar, como en el título del libro, de “El silencio de Dios”.
Pero podemos preguntarnos como muy bien ha dicho Juan Pablo II “¿No será acaso que este silencio es más bien rechazo del hombre?”.
Os invito en estos días a leer el cántico del profeta Jeremías que los religiosos rezamos en la liturgia de las horas. En él podréis ver a un Jeremías que llora, que sufre, que padece ante la situación de hambre y guerra que azota a la “doncella de su pueblo”, a su querida Jerusalén.
Hoy nosotros, como Jeremías, tenemos también motivos, seguramente, para llorar, para quejarnos e incluso por qué no, para volverle las espaldas a Dios porque no vemos cumplido lo que tanto anhelamos, lo que en más de una ocasión le hemos pedido en nuestra humilde oración.
Quizá sea ese el momento, al igual que Jeremías, de dirigirnos a Él y hablarle en primera persona del plural y con lágrimas en los ojos: “¿Por qué nos has herido sin remedio?
¿Por qué has rechazado a tu pueblo? ¿Por qué has abandonado a estos hermanos maristas?
¿Por qué tantas enfermedades, tantas guerras…?”
Y es que en estos momentos cuando nos preguntamos: ¿Por qué este silencio de Dios? Parece como si Dios dejara de revelarse y se encarase en su cielo, como disgustado por lo que los hombres hacemos.
Sólo entonces el profeta reacciona y se da cuenta como los hombres de su pueblo le han dado la espalda a Dios, se han desentendido de Él y han optado por sus criterios antes que hacer la voluntad de Dios. ¿Acaso Dios quiere que su pueblo muera de hambre? ¿Acaso Dios quiere que sus hijos se maten en guerras absurdas llenas de tintes económicos, políticos…? ¿Acaso Dios quiere que cada día mueran no sé cuantos hombres, mujeres y niños víctimas del sida, de la explotación, de los malos tratos? No hermanos, pensemos por un momento si no somos nosotros, los hombres, los que nos aferramos en nuestras convicciones.
Podemos estar seguros que Dios no nos abandona nunca, sino que después de la batalla “vuelve a iluminarnos y a sernos propicios, concediéndonos la paz” (Números 6, 25- 26).
Hace falta, por tanto, que el hombre dé su brazo a torcer; que no nos aferremos en nuestros gustos, en nuestros intereses políticos, sociales, económicos. Nuestro mundo tiene lo suficiente para que todos podamos vivir desahogados, sin carencias, pero ¡Ay qué mal repartido está todo! Cuánta obsesión tenemos por poseer, por tener, por acaparar. En todas estas situaciones Dios se manifiesta contrario. Cuánta obsesión por imponer, por ambicionar, por manipular, por someter. Todos estos verbos son contrarios a la voluntad y cuando el hombre se hace agente de ellos es cuando aparece el silencio de Dios.
Sólo entonces cabe una única salida como humanos que somos, y con el don de la libertad que se nos ha regalado, debemos como Jeremías “reconocer nuestra impiedad… porque hemos pecado contra ti”. Desde ese momento podemos tener la confianza de que Dios retomará el hilo de su benevolencia, de su comprensión y nos guiará por el buen camino.
De ahí que podamos entender entonces cómo Dios no nos abandona nunca, sino que se preocupa de nosotros, aunque para ello nos ponga piedras en el camino. Pensemos en un bebé que está empezando a andar y va siempre cogido de la mano de sus padres, y que en un determinado momento ve como le sueltan para que se acerque a los brazos de su padre que se han distanciado. Los padres ponen a prueba a sus hijos. Dios, desde la libertad que nos ha regalado, nos pone también a prueba ¿Qué ocurriría si los padres no dejaran a sus hijos en la soledad de verse solos para caminar? ¿Podríamos imaginarnos a ese hombre caminando siempre cogido de los brazos de su padre?
De igual forma ocurre en nuestra relación con Dios. Él es un Padre amoroso que nos cuida, que nunca nos abandona, pero que quiere despertar en nosotros el sufrimiento, el dolor porque de este sufrimiento también se crece, también se madura. Un Dios Padre que por su amor, nos quiere adultos. Quiere que después de la caída nos levantemos, reconociendo nuestra culpa y volvamos hacia Él, como el niño que ve lejanos los brazos de su padre y a mitad del camino tropieza y cae, pero se levanta y vuelve hacia esos brazos que le esperan ansiosos al final del camino.
Ahora podemos entender esas palabras desgarradoras de Jesús en la cruz: “Díos mío, Dios mío porque me has abandonado”. En esos momentos Jesús no ve sentido alguno a todo lo que había llevado a cabo durante tanto tiempo. En esos momentos de oscuridad, Jesús no ve luz alguna y como humano que es, siente la desesperación, el abandono, el silencio de Dios.
Un silencio que no es nunca definitivo porque Dios Padre le esperaba al final del camino. Le esperaba tres días después con los brazos abiertos, como los del padre y el bebé que empieza a caminar, como los de Julio y el resto de hermanos maristas. Dios les esperaba a ellos y espera a tantos niños, hombres y mujeres que mueren cada día víctimas del hambre, espera cada día a todas las víctimas de las guerras inútiles; víctimas por la falta de entendimiento y diálogo entre los hombres, espera a tantas víctimas de enfermedades y dolencias que Dios no ha inventado ni quiere.
La Resurrección son los brazos que Dios nos regala a todos al final del camino. Dios nos espera a ti y a mí con los brazos abiertos, con los brazos de un Padre que desea acoger a su hijo, a pesar de las dificultades, las caídas y los momentos de oscuridad.
Que estos días que celebramos sean para nosotros momentos para crecer, para madurar nuestra opción como cristianos comprometidos, sabiendo que el silencio, la soledad y el dolor nos pueden ayudar para afrontar el final del camino, que sin duda, será, si nosotros queremos, un camino lleno de felicidad y alegría, porque Dios nos espera en todo momento con los brazos abiertos.

Feliz Pascua de Resurrección para todos.
Ildefonso Casas

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