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lunes, 5 de mayo de 2008

Domingo de Pentecostes - Ciclo A: Homilia de San Agustin

HOMILÍA
San Agustín de Hipona, Sermón 271 (PL 38, 1245-1246)

En vosotros se realiza lo que se preanunciaba en los días de la venida del Espíritu Santo

Amaneció para nosotros, hermanos, el fausto día, en que la santa Iglesia brilla en los rostros de sus fieles y arde en sus corazones. Porque celebramos aquel día, en que nuestro Señor Jesucristo, glorificado por la ascensión después de su resurreccion, envió el Espíritu Santo. Así está efectivamente escrito en el evangelio: El que tenga sed —dice—, que venga a mí; el que cree en mí, que beba: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva. Lo explica seguidamente el evangelista, diciendo: Decía esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado. Restaba, pues, que, una vez glorificado Jesús después de la resurrección de entre los muertos y su ascensión al cielo, siguiera ya la donación del Espíritu Santo enviado por el mismo que lo había prometido. Como efectivamente sucedió.

En realidad, después de haber convivido el Señor con sus discípulos, después de la resurrección, durante cuarenta días, subió al cielo, y, el día quincuagésimo —que hoy celebramos—, envió el Espíritu Santo, según está escrito: De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa; vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.

Aquel viento limpiaba los corazones de la paja carnal aquel fuego consumía el heno de la antigua concupiscencia; aquellas lenguas en que hablaban los que estaban llenos del Espíritu Santo prefiguraban la futura Iglesia mediante las lenguas de todos los pueblos. Pues así como, después del diluvio, la soberbia impiedad de los hombres edificó una excelsa torre contra el Señor, en ocasión en que el género humano mereció ser dividido por la diversidad de lenguas, de modo que cada nación hablara su propia lengua para no ser entendido por los demás; así la humilde piedad de los fieles redujo esa diversidad de lenguas a la unidad de la Iglesia; de suerte que lo que la discordia había dispersado, lo reuniera la caridad; y así, los miembros dispersos del género humano, cual miembros de un mismo cuerpo, fueran reintegrados a la unidad de una única cabeza, que es Cristo, y fusionados en la unidad del cuerpo santo mediante el fuego del amor.

Ahora bien, de este don del Espíritu Santo están totalmente excluidos los que odian la gracia de la paz y los que no mantienen la armonía de la unidad. Y aunque también ellos se reúnan hoy solemnemente, aunque escuchen estas lecturas en las que el Espíritu Santo es prometido y enviado, las escuchan para su condenación, no para su premio.

En efecto, ¿de qué les aprovecha oír con los oídos lo que rechazan con el corazón? ¿De qué les sirve celebrar la fiesta de aquel, cuya luz odian?

En cambio, vosotros, hermanos míos, miembros del cuerpo de Cristo, gérmenes de unidad, hijos de la paz, festejad este día con gozo, celebradlo confiados. En vosotros se realiza lo que se preanunciaba en los días de la venida del Espíritu Santo. Porque así como entonces los que recibían el Espíritu Santo, aun siendo un solo hombre, hablaba todas las lenguas, así también ahora por todas las naciones y en todas las lenguas habla esa misma unidad, radicados en la cual, poseéis el Espíritu Santo, a condición, sin embargo, de que no estéis separados por cisma alguno de la Iglesia de Cristo, que habla todas las lenguas.

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