Isaías: La multiplicidad ideológica que tiene la literatura bíblica es un testimonio de tolerancia. Es interesante ver cómo dentro de un mismo libro, que para nosotros como creyentes es Palabra de Dios, se encuentran distintas concepciones sobre la vida, la sabiduría, el placer, el dolor, el Estado, e incluso sobre el mismo Dios. Tenemos muchos testimonios al respecto: Las tres manos literarias que escribieron el Pentateuco[1] (Sacerdotal, Yavista y Deuteronomista), manejan cada una su experiencia de Dios, su concepción de la historia, sus tradiciones, sus ritos, etc. Aunque son distintas, las tres se encuentran en un mismo libro y se complementan. Encontramos los libros como La Sabiduría, El Eclesiástico y Los Proverbios, que exaltan y promueven la sabiduría, el trabajo, la familia, la fe, las tradiciones, etc., e invitan a confiar en Dios que retribuye con bendiciones al que le es fiel. Pero encontramos otros libros como El Eclesiastés y gran parte Job, que todo lo cuestionan y ponen en entredicho lo que tanto resaltan los otros libros sapienciales.
Al volver del exilio en Babilonia después de 49, todos en Israel querían reconstruir el país. Pero no todos buscaban la reconstrucción de misma manera. Unos cuantos entre los cuales estaban Esdras y Nehemías (libro canónico del A.T.), lo hacían centrados en las instituciones, (templo, palacio-monarca, ejército), en la rigidez de la ley y en la pureza de la raza. Otros, de línea profética como Zacarías y los discípulos de Isaías (lo que llamamos el Tercer Isaías, 1ra lect.), le apostaron a una reconstrucción basada en valores pluralistas, universales y ecuménicos, donde lo fundamental no fueran los ritos o las construcciones majestuosas, sino guardar el derecho y practicar la justicia. Estas dos ideologías se dieron en su momento y fueron consignadas por las Sagradas Escrituras.
Históricamente se impuso el nacionalismo extremo de Esdras y Nehemías: se construyó el templo, se expulsó de la comunidad judía a los samaritanos por considerarlos herejes, y se tomaron otras medidas excluyentes que algunos líderes y gran parte del pueblo aprobaron en su momento.[2]
Mucha agua ha corrido bajo el puente desde aquella época tanto en el plano mundial como en el interior de nuestra Iglesia, en la cual ha dominado la corriente centralista. Aunque hoy soplan vientos oscurantistas en muchas partes del mundo, la profecía de Isaías sigue viva como propuesta para construir un mundo y una Iglesia abierta, comprometida con el derecho y la justicia. Una Iglesia en la cual los “extranjeros”[3] tengan cabida porque Dios acepta sobre el altar sus holocaustos y sacrificios, pues la casa del Señor es casa de oración para todos los pueblos.
Jesús: El texto evangélico que leemos hoy es muy polémico. Los especialistas no se ponen de acuerdo sobre su historicidad. Algunos afirman que este relato es una creación de los evangelistas para explicar la necesidad de apertura en que se veían las comunidades primitivas. Otros, por el contrario, dicen este texto surgió a partir de un acontecimiento vivido por el mismo Jesús histórico de carne y hueso.
Cabría preguntarnos ¿por qué este relato sólo está en los evangelios de Marcos y Mateo y no en Lucas si es de la misma tradición sinóptica? Es poco probable que Lucas no lo haya conocido. Tal vez lo haya omitido para no escandalizar mostrando a un Jesús en actitud ofensiva hacia una persona, sabiendo que el Tercer Evangelista (Lucas) hace un énfasis especial en los sentimientos de misericordia practicados el Maestro de Nazaret. Sea histórico o no, ahí está y nos trae un mensaje que vale la pena conocer y asimilar como discípulos.
Vayamos al grano. A Jesús, gústenos o no, tenemos que ubicarlo dentro de la cultura judía, él fue un hombre judío. El presente relato nos lo presenta fuera de su tierra: en Tiro y Sidón, a la frontera con el norte de Palestina, lo que hoy es el Líbano. Una mujer extranjera, rompiendo la cortesía, la delicadeza y el respeto con los que una mujer debía acercarse a los varones, se dirigió a Jesús para exponerle la situación de su hija en la espera de alguna acción favorable.
Pero Jesús reaccionó como lo hubiera hecho cualquier judío: al principio no respondió, y ante la sugerencia de los discípulos, descartó darle ayuda porque su misión era con los pobres de su pueblo y esta mujer era una extranjera. Pero la mujer insistió, porque una madre hace lo que sea para favorecer a sus hijos: “Señor, ayúdame”.
Y aquí viene lo más escandaloso: “No está bien echar a los perros (perrillos) el pan de los hijos”. Algunos para suavizar la ofensa hacen la diferencia entre perritos (los de la casa) y perros (los de la calle). Jesús hubiera dicho perrillos y no perros. Y es cierto que la palabra griega kunarion, utilizada en el texto, literalmente traduce perrillos, pero, como dicen John Meier, Burkill y otros biblistas, no podemos ver este término como gota de suavizante o pincelada de humor, ya que las fórmulas diminutivas son típicas del griego popular (koiné), lengua utilizada para escribir el Nuevo Testamento, y no significan disminución en la fuerza de las palabras. Así que desatender a alguien porque sea perro o perrillo, no deja de ser un desplante ofensivo.
Aquí en primera medida no se resalta la actitud del judío Jesús que actuó con la prepotencia y el orgullo propio de muchos de sus paisanos, sino la fe inquebrantable de esta sencilla mujer extrajera, pobre y necesitada, capaz de insistir, de saltarse todas las normas de urbanidad e inclusive, capaz de humillarse por amor a su hija: “tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”.
Y aquí aflora una actitud muchas veces desconocida en Jesús, porque nos hemos acostumbrado a ver más la parte divina a tal punto de esconder su humanidad. Se trata de la conversión. La sabiduría de Jesús fue aprendida procesualmente. Cuando nació no era poseedor de conocimientos claros y distintos. Lucas en el los relatos de la infancia escribió que el niño fue creciendo en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres (2,40.52). Él vivió inserto en una cultura con sus aciertos y desaciertos. En este fragmento del Evangelio lo que tenemos que aprender no es la forma como él insulto a una persona que no era de su raza, sino su grandeza humana para aceptar el error y su capacidad de conversión, movido por una mujer sencilla que lo sacudió con la fuerza de su fe inquebrantable y el amor por su hija: “Mujer ¡qué grande es tu fe!: que se cumpla lo que deseas”.
De esta manera, la profecía universalista de Isaías que había quedado rezagada durante más de 400 años, por “obra y gracia” de Esdras y Nehemías, fue retomada por Jesús y su movimiento. Los triunfos en esta vida siempre serán relativos. Muchas propuestas, caminos, ideas, experiencias o proyectos que ayer fueron despreciados o perseguidos, en cualquier momento alguien los retoma y las desarrolla. Como dijo Jorge Luís Borges: “La derrota tiene una dignidad, que la escandalosa victoria no merece”. Pablo y Bernabé hicieron lo propio cuando salieron de Palestina y se abrieron camino para anunciar la Buena Noticia del Reino más allá de las fronteras judías (2da lect.).
Finalmente, perdonémosle a Jesús este “descache”, agradezcámosle a Mateo por no ocultarnos este pasaje de su vida, y aprendamos del hermoso testimonio de esta mujer y de la capacidad de cambio de Jesús. Pensemos si existen situaciones, ideas, costumbres, paradigmas, etc., presentes en nuestro interior, en nuestra Iglesia, en nuestras familias, culturas y pueblos, que los consideramos casi como intocables y que tal veces necesiten ser reevaluados.
Pensemos qué necesitamos replantear a nivel personal para purificar nuestras relaciones interpersonales de manera que sean más armónicas y satisfactorias. Pensemos qué necesitamos cambiar a nivel comunitario y eclesial para que como Iglesia seamos más fieles al Evangelio y a nuestro compromiso de trabajar por el derecho a una vida digna, por la justicia y la salvación de la personas y de los pueblos. “Respeten el derecho, practiquen la justicia, pues ya está para llegar mi salvación, y va a revelarse mi justicia… Yo conduciré hasta mi monte santo, para llenarlos de alegría en mi casa de oración, a los extranjeros que se adhieran a mí… Porque mi casa es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos”. (Is 56,1.6-7).
Al volver del exilio en Babilonia después de 49, todos en Israel querían reconstruir el país. Pero no todos buscaban la reconstrucción de misma manera. Unos cuantos entre los cuales estaban Esdras y Nehemías (libro canónico del A.T.), lo hacían centrados en las instituciones, (templo, palacio-monarca, ejército), en la rigidez de la ley y en la pureza de la raza. Otros, de línea profética como Zacarías y los discípulos de Isaías (lo que llamamos el Tercer Isaías, 1ra lect.), le apostaron a una reconstrucción basada en valores pluralistas, universales y ecuménicos, donde lo fundamental no fueran los ritos o las construcciones majestuosas, sino guardar el derecho y practicar la justicia. Estas dos ideologías se dieron en su momento y fueron consignadas por las Sagradas Escrituras.
Históricamente se impuso el nacionalismo extremo de Esdras y Nehemías: se construyó el templo, se expulsó de la comunidad judía a los samaritanos por considerarlos herejes, y se tomaron otras medidas excluyentes que algunos líderes y gran parte del pueblo aprobaron en su momento.[2]
Mucha agua ha corrido bajo el puente desde aquella época tanto en el plano mundial como en el interior de nuestra Iglesia, en la cual ha dominado la corriente centralista. Aunque hoy soplan vientos oscurantistas en muchas partes del mundo, la profecía de Isaías sigue viva como propuesta para construir un mundo y una Iglesia abierta, comprometida con el derecho y la justicia. Una Iglesia en la cual los “extranjeros”[3] tengan cabida porque Dios acepta sobre el altar sus holocaustos y sacrificios, pues la casa del Señor es casa de oración para todos los pueblos.
Jesús: El texto evangélico que leemos hoy es muy polémico. Los especialistas no se ponen de acuerdo sobre su historicidad. Algunos afirman que este relato es una creación de los evangelistas para explicar la necesidad de apertura en que se veían las comunidades primitivas. Otros, por el contrario, dicen este texto surgió a partir de un acontecimiento vivido por el mismo Jesús histórico de carne y hueso.
Cabría preguntarnos ¿por qué este relato sólo está en los evangelios de Marcos y Mateo y no en Lucas si es de la misma tradición sinóptica? Es poco probable que Lucas no lo haya conocido. Tal vez lo haya omitido para no escandalizar mostrando a un Jesús en actitud ofensiva hacia una persona, sabiendo que el Tercer Evangelista (Lucas) hace un énfasis especial en los sentimientos de misericordia practicados el Maestro de Nazaret. Sea histórico o no, ahí está y nos trae un mensaje que vale la pena conocer y asimilar como discípulos.
Vayamos al grano. A Jesús, gústenos o no, tenemos que ubicarlo dentro de la cultura judía, él fue un hombre judío. El presente relato nos lo presenta fuera de su tierra: en Tiro y Sidón, a la frontera con el norte de Palestina, lo que hoy es el Líbano. Una mujer extranjera, rompiendo la cortesía, la delicadeza y el respeto con los que una mujer debía acercarse a los varones, se dirigió a Jesús para exponerle la situación de su hija en la espera de alguna acción favorable.
Pero Jesús reaccionó como lo hubiera hecho cualquier judío: al principio no respondió, y ante la sugerencia de los discípulos, descartó darle ayuda porque su misión era con los pobres de su pueblo y esta mujer era una extranjera. Pero la mujer insistió, porque una madre hace lo que sea para favorecer a sus hijos: “Señor, ayúdame”.
Y aquí viene lo más escandaloso: “No está bien echar a los perros (perrillos) el pan de los hijos”. Algunos para suavizar la ofensa hacen la diferencia entre perritos (los de la casa) y perros (los de la calle). Jesús hubiera dicho perrillos y no perros. Y es cierto que la palabra griega kunarion, utilizada en el texto, literalmente traduce perrillos, pero, como dicen John Meier, Burkill y otros biblistas, no podemos ver este término como gota de suavizante o pincelada de humor, ya que las fórmulas diminutivas son típicas del griego popular (koiné), lengua utilizada para escribir el Nuevo Testamento, y no significan disminución en la fuerza de las palabras. Así que desatender a alguien porque sea perro o perrillo, no deja de ser un desplante ofensivo.
Aquí en primera medida no se resalta la actitud del judío Jesús que actuó con la prepotencia y el orgullo propio de muchos de sus paisanos, sino la fe inquebrantable de esta sencilla mujer extrajera, pobre y necesitada, capaz de insistir, de saltarse todas las normas de urbanidad e inclusive, capaz de humillarse por amor a su hija: “tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”.
Y aquí aflora una actitud muchas veces desconocida en Jesús, porque nos hemos acostumbrado a ver más la parte divina a tal punto de esconder su humanidad. Se trata de la conversión. La sabiduría de Jesús fue aprendida procesualmente. Cuando nació no era poseedor de conocimientos claros y distintos. Lucas en el los relatos de la infancia escribió que el niño fue creciendo en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres (2,40.52). Él vivió inserto en una cultura con sus aciertos y desaciertos. En este fragmento del Evangelio lo que tenemos que aprender no es la forma como él insulto a una persona que no era de su raza, sino su grandeza humana para aceptar el error y su capacidad de conversión, movido por una mujer sencilla que lo sacudió con la fuerza de su fe inquebrantable y el amor por su hija: “Mujer ¡qué grande es tu fe!: que se cumpla lo que deseas”.
De esta manera, la profecía universalista de Isaías que había quedado rezagada durante más de 400 años, por “obra y gracia” de Esdras y Nehemías, fue retomada por Jesús y su movimiento. Los triunfos en esta vida siempre serán relativos. Muchas propuestas, caminos, ideas, experiencias o proyectos que ayer fueron despreciados o perseguidos, en cualquier momento alguien los retoma y las desarrolla. Como dijo Jorge Luís Borges: “La derrota tiene una dignidad, que la escandalosa victoria no merece”. Pablo y Bernabé hicieron lo propio cuando salieron de Palestina y se abrieron camino para anunciar la Buena Noticia del Reino más allá de las fronteras judías (2da lect.).
Finalmente, perdonémosle a Jesús este “descache”, agradezcámosle a Mateo por no ocultarnos este pasaje de su vida, y aprendamos del hermoso testimonio de esta mujer y de la capacidad de cambio de Jesús. Pensemos si existen situaciones, ideas, costumbres, paradigmas, etc., presentes en nuestro interior, en nuestra Iglesia, en nuestras familias, culturas y pueblos, que los consideramos casi como intocables y que tal veces necesiten ser reevaluados.
Pensemos qué necesitamos replantear a nivel personal para purificar nuestras relaciones interpersonales de manera que sean más armónicas y satisfactorias. Pensemos qué necesitamos cambiar a nivel comunitario y eclesial para que como Iglesia seamos más fieles al Evangelio y a nuestro compromiso de trabajar por el derecho a una vida digna, por la justicia y la salvación de la personas y de los pueblos. “Respeten el derecho, practiquen la justicia, pues ya está para llegar mi salvación, y va a revelarse mi justicia… Yo conduciré hasta mi monte santo, para llenarlos de alegría en mi casa de oración, a los extranjeros que se adhieran a mí… Porque mi casa es casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos”. (Is 56,1.6-7).
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