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domingo, 2 de noviembre de 2008

Todos los fieles difuntos: Rumbo a la canción

Publicado por Entra y Veras

Hoy es un día especialmente entrañable. Rendimos el merecido homenaje a cuantos nos han precedido en el camino. Damos gracias a Dios por el tiempo en que pudimos compartir con ellos nuestras vidas. Hoy es un día de recuerdo agradecido.


En ciertas regiones de África, cuando un miembro de la tribu muere, sus familiares sacan el cadáver de noche, con gran sigilo, al amparo de la oscuridad, y lo llevan a enterrar dando rodeos muy complicados, le atan los pies, y en la fosa lo sujetan con fuertes ligaduras, no omitiendo luego, al regreso, encender un gran fuego sobre la senda. Los supervivientes quieren de este modo impedir que el muerto, un ser ahora de mal augurio, vuelva a la aldea.

Probablemente, en los mundos y mundillos en que nos movemos en la actualidad la idea de la muerte es un pensamiento de mal augurio. Pero no podemos impedirlo: la muerte llega una y otra vez a nuestra «aldea», a nuestro entorno familiar, a nuestro círculo de amigos y conocidos. Y nos alcanzará a todos, uno por uno. Taparlo es de necios. Mirar para otro lado, una absurda fuga a ninguna parte. La idea de la muerte resulta ineludible, no se puede orillar ni sobrevolar. Tampoco, por supuesto, sobrevalorar.

«El hombre es un animal que usa relojes», decía Antonio Machado (valiéndose de la voz socarrona de Juan de Mairena). Medimos el tiempo, sentimos que las horas se nos escurren entre los dedos y no somos capaces de retenerlas ni de almacenarlas. La vida no es una mecánica acumulación de años. Vivir es un proceso de maduración, y, al morir, unas Manos (con mayúscula) recogen el fruto de nuestra andadura entreverada de amores de barro y sudores de tinta china.

Cuando hoy recordamos a nuestros difuntos no lo hacemos para reabrir las heridas que nos provocó su pérdida. Darle vueltas a la muerte como asnos atados a la noria del fatalismo y la amargura es una forma estúpida y triste de perder el tiempo de vivir. El sentido es otro: queremos agradecer al Dios de la Vida la vida de los que nos han precedido. Porque ellos, con su amor, con su generosidad, con su decir y con su hacer, con su callar y con su saber estar, nos han ayudado a madurar, a ser quienes ahora somos, a crecer como personas de bien y como creyentes en la Luz y la Esperanza. Confinarlos en el cuarto oscuro del olvido sería una injusticia, un ejercicio de heladora inhumanidad que no haría sino retratar nuestra mezquina estatura de individuos amueblados con un macabro corazón de hormigón.

«Déjate llevar... si el alma te lleva. / Duele el corazón... cuando te lo dejas / cerca del final / donde todo empieza». Así lo cantan Fito&Fitipaldis (Donde todo empieza; CD: Por la boca vive el pez). Quienes creemos que hace 2000 años Jesús reventó su sepulcro y todos los sepulcros –el tuyo, el mío, el nuestro–, a la vez que constatamos que duele el corazón cuando te lo dejas cerca del final, vislumbramos también –desde la fe y el amor– la esperanza de que, en efecto, cerca del final, al caer el telón del morir, es donde todo empieza: empieza el océano del vivir sin muerte ni llanto ni dolor, comienza la realidad de la eternidad.

Hay unas Manos de ternura –divinas y bondadosas a más no poder– que cuando nuestros pasos cansados arriban a la meta –¡tantas veces, en el diario caminar, nuestros ojos «no hallan diferencia / entre la luz de una venta / y el resplandor de una estrella!» (León Felipe)– acogen nuestra peregrinación y recogen nuestras siembras para darnos el fruto de la vida sin fin. «Estamos en la época del grito y de las lágrimas y aún no / hemos llegado a la canción», señala León Felipe. Pero «la canción» existe y nos aguarda: se llama resurrección.

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