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viernes, 20 de febrero de 2009

FE Y CULTURAS - VII Domingo del T.O. - Ciclo B: (Mc 2,1-12)

Publicado por Fundación Epsilón

Es crítica frecuente a la misión evangelizadora en pueblos no tradicionalmente cristianos (pensemos en la evangelización de América o en las misiones asiáticas o africanas) la que acusa a las iglesias de haber transmitido no sólo la fe, sino también una manera de expresarla confundiendo así la fe evangélica y la cultura occidental

OBSTACULOS PARA LA FE

Y no es sólo la acusación que se hace desde fuera. La experiencia muestra que uno de los problemas que, con pocas excepciones, se han encontrado los que se han acercado a otros pueblos para realizar el anuncio del mensaje evangélico ha sido la cultura de los pueblos a los que se ofrecía la Buena Noticia. ¿Por qué esa dificultad?

La cultura (entendemos aquí por cultura la manera de ser, pensar y expresarse de una colectividad humana) no tiene por qué ser considerada un elemento intocable. Para los cre­yentes, el evangelio es una instancia crítica ante toda realidad humana al denunciar todas las situaciones de injusticia y pro­mover su superación; desde este punto de vista, todas las culturas conocidas tienen cosas que cambiar. Si una cultura,

por ejemplo, justifica la esclavitud o reserva a la mujer un lugar subordinado en la vida colectiva o en las relaciones de la pareja, el evangelio no tendrá más remedio que entrar en conflicto con esos aspectos culturales, que son, objetivamente, un obstáculo a superar para poder acceder a la fe. Pero éste no ha sido el único problema: con demasiada frecuencia el mensaje evangélico se ha presentado confundido con determi­nados elementos religiosos y culturales judíos y romanos y con ciertos conceptos de la filosofía griega e identificado con la cultura occidental europea que muchos, equivocadamente, siguen considerando parte integrante de la fe cristiana; esta manera de presentar la fe ha constituido una grave distorsión de la misma fe, ya que en lugar de anunciar a Jesús y su mensaje nos hemos anunciado a nosotros mismos.

Algo parecido ocurrió a los israelitas, a los paisanos de Jesús, que se convirtieron en obstáculo para que los hombres de otros pueblos pudieran encontrarse con Dios desde el momento en que, en lugar de anunciar al Dios que quiere la libertad de los hombres, se dedicaron a presentar a un dios que era, simplemente, el aliado -y a veces el cómplice de sus delirios de grandeza.


UNA HUMANIDAD INVALIDA

Llegaron llevándole un paralítico transportado entre cuatro. Como no podían acercárselo a causa de la multitud, levantaron el techo del lugar donde él estaba abrieron un boquete y descolgaron la camilla donde yacía el paralítico.

Después de que Jesús hubiera sanado al leproso (véase comentario al evangelio del domingo pasado), saltándose los preceptos de la ley religiosa judía, mientras estaba enseñando, se le acerca un grupo de personas de una manera poco fre­cuente: cuatro hombres, llevando una camilla en la que yacía un paralítico, levantan el techo de la casa en la que Jesús estaba y bajan el inválido hasta la presencia de Jesús.

Este grupo representa a toda la humanidad, inútil (paralítica) porque está lejos del verdadero Dios, pero ansiosa de encontrarse con él, como lo manifiesta su disposición a supe­rar todos los obstáculos.

El primer obstáculo es la gente y la casa en donde está Jesús, que representan a la «Casa de Israel»: hasta ahora, para encontrarse con el Dios verdadero, era necesario entrar a formar parte de Israel, aceptar sus costumbres y su religión, sus tradiciones y su forma de relacionarse con Dios.

El segundo, y quizá el más importante de los obstáculos, es su invalidez: su pecado.

El pecado consiste en la injusticia establecida como eje y cimiento de la organización de la convivencia social. Ese pe­cado fue muchas veces el obstáculo que le impedía a Israel relacionarse armónicamente con el Señor, como denuncian repetidamente los profetas (Is 1,10-18; 58,1-12; Am 5,18-27; Zac 7,12-14). Esa misma injusticia convierte al resto de los pueblos en paralíticos y los deja incapacitados para emprender un camino nuevo que acerque a los hombres entre si y a todos con Dios.

El primer obstáculo consiguen salvarlo ellos destechando la «Casa de Israel», animados por Jesús, que ya había roto con la discriminación entre los hombres por motivos religiosos en el episodio del leproso.

El segundo obstáculo lo derriba Jesús, apoyado en la fe que manifiesta el grupo al remover el primer obstáculo: «Vien­do Jesús la fe que tenían, le dice al paralítico: Hijo, se te perdonan tus pecados.»

Y aquel hombre queda libre de su invalidez y de su injus­ticia, con gran escándalo de los que no creían que un hombre pudiera hacer aquello: «¿Quién puede perdonar los pecados más que Dios solo?» Y es que no tenían fe en el hombre porque ellos, a pesar de lo que decían y creían, no conocían al verdadero Dios.

Jesús, después de curarlo, no le pide al hombre que se quede en la «Casa de Israel». Lo manda a su casa. Lo devuelve a su tradición y a su cultura, sano y en paz con Dios: «A ti te digo: Levántate, carga con tu camilla y márchate a tu casa.»

La fe cristiana no es incompatible con ninguna cultura. No existe una cultura cristiana. El mensaje evangélico se limita a ofrecer una respuesta a todas las ansias de liberación total de los hombres y de los pueblos, denunciando, por tanto, cualquier tipo de opresión y de esclavitud. Posiblemente de­bamos hacer un doble examen de conciencia: el primero para analizar cuándo nos hemos predicado a nosotros, a nuestra cultura, en lugar del evangelio; el segundo para descubrir cuándo nos hemos callado ante la injusticia, ante la opresión de los hombres y de los pueblos pobres por no haber sido capaces de someter a crítica nuestra cultura, en tantos aspec­tos injusta a la luz del evangelio.

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