Publicado por Misioneros Monfortanos
“Se transfiguró delante de ellos” (Mc 9,2)
Desde hace algunos días Jesús habla frecuentemente a sus discípulos de la muerte, de su muerte en cruz, de la muerte de los que le seguirán. El domingo pasado hicimos alusión a eso en su diálogo con Pedro. ¿Vamos nosotros también a dejarnos aplastar tontamente por ese muro de la muerte que Dios nos ha puesto en la vida?
Para contestar a esa pregunta, Jesús lleva al Thabor a Pedro, Juan y Santiago y a nosotros con ellos. El caso es que contesta por una epifanía de su propia persona: se echa en el más allá donde aparece su cuerpo glorificado. Este mismo cuerpo, cubierto de ropa gastada y polvorosa, que, durante la noche, subió penosamente al monte, y se arrodilló para una larga oración, ahora resplandece.
Y Pedro, cuyas impresiones nos relata Marcos, no acaba de maravillarse y de buscar palabras para transmitir: “Se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo”. (Mc 9,2-3). Entonces es que existe un más allá de la muerte. Habrá, pues, una transfiguración de nuestros cuerpos.
“Señor ¡qué hermoso es estar aquí!” (Mc 9,5)
De verdad, ¿podía ser de otro modo? Además con la presencia de Moisés y Elías, esos dos incomparables
creyentes del pueblo de Israel, que están aquí parasaludar a Jesús a quien habían anunciado, y que tuvieron, ellos también, que afrontarse a pruebas diversas. Y es la voz del Padre que aporta la plena luz: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadle”. Pero como Pedro, Santiago y Juan, hay que bajar del monte.
En efecto toda experiencia de comunicación profunda con el Señor es una invitación a volver a la llanura de la vida cotidiana. Jesús no ha venido para sacarnos de nuestra condición humana con una vara mágica. Él viene a acompañarnos en nuestros caminos pedregosos dándonos su Espíritu para que seamos capaces de escucharle en lo más íntimo de nuestro ser. Entonces su Palabra puede enraizarse más íntimamente en nuestro ser como semilla de vida.
Esa semilla da al Señor el poder de transfigurarnos si nuestro corazón quiere convertirse al Evangelio, si nos dejamos transfigurar por Cristo cuando su amor en nosotros se hace más fuerte que la violencia y el odio. Esa transfiguración nuestra va progresando cuando, por ejemplo, el tiempo de cuaresma nos lleva aparte, por la meditación de la Biblia, la oración y la Eucaristía, que los verdaderos alimentos para la vida eterna. También son ocasiones en que podemos vivir unos momentos dichosos cuando, con un corazón ensanchado, ponemos bajo la mirada del Padre las figuras deformadas de los hombres, mujeres, jóvenes, niños, ancianos. Pero también las caras transfiguradas de aquellas y aquellos que trabajan para devolverles su dignidad.
Desde hace algunos días Jesús habla frecuentemente a sus discípulos de la muerte, de su muerte en cruz, de la muerte de los que le seguirán. El domingo pasado hicimos alusión a eso en su diálogo con Pedro. ¿Vamos nosotros también a dejarnos aplastar tontamente por ese muro de la muerte que Dios nos ha puesto en la vida?
Para contestar a esa pregunta, Jesús lleva al Thabor a Pedro, Juan y Santiago y a nosotros con ellos. El caso es que contesta por una epifanía de su propia persona: se echa en el más allá donde aparece su cuerpo glorificado. Este mismo cuerpo, cubierto de ropa gastada y polvorosa, que, durante la noche, subió penosamente al monte, y se arrodilló para una larga oración, ahora resplandece.
Y Pedro, cuyas impresiones nos relata Marcos, no acaba de maravillarse y de buscar palabras para transmitir: “Se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo”. (Mc 9,2-3). Entonces es que existe un más allá de la muerte. Habrá, pues, una transfiguración de nuestros cuerpos.
“Señor ¡qué hermoso es estar aquí!” (Mc 9,5)
De verdad, ¿podía ser de otro modo? Además con la presencia de Moisés y Elías, esos dos incomparables
creyentes del pueblo de Israel, que están aquí parasaludar a Jesús a quien habían anunciado, y que tuvieron, ellos también, que afrontarse a pruebas diversas. Y es la voz del Padre que aporta la plena luz: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadle”. Pero como Pedro, Santiago y Juan, hay que bajar del monte.
En efecto toda experiencia de comunicación profunda con el Señor es una invitación a volver a la llanura de la vida cotidiana. Jesús no ha venido para sacarnos de nuestra condición humana con una vara mágica. Él viene a acompañarnos en nuestros caminos pedregosos dándonos su Espíritu para que seamos capaces de escucharle en lo más íntimo de nuestro ser. Entonces su Palabra puede enraizarse más íntimamente en nuestro ser como semilla de vida.
Esa semilla da al Señor el poder de transfigurarnos si nuestro corazón quiere convertirse al Evangelio, si nos dejamos transfigurar por Cristo cuando su amor en nosotros se hace más fuerte que la violencia y el odio. Esa transfiguración nuestra va progresando cuando, por ejemplo, el tiempo de cuaresma nos lleva aparte, por la meditación de la Biblia, la oración y la Eucaristía, que los verdaderos alimentos para la vida eterna. También son ocasiones en que podemos vivir unos momentos dichosos cuando, con un corazón ensanchado, ponemos bajo la mirada del Padre las figuras deformadas de los hombres, mujeres, jóvenes, niños, ancianos. Pero también las caras transfiguradas de aquellas y aquellos que trabajan para devolverles su dignidad.
Oración
El sacrificio de Abrahán
resulta realmente conmovedor.
Dios no puede pedir esto,
nos decimos al oír el relato.
La fe de Abrahán
es la fe de los padres
de niños con enfermedades raras,
con deficiencias y minusvalías.
Ahí están y siguen confiando
que Dios guiará la mente de los científicos.
La fe lógica y sin pasión
que nos mantiene en la mediocridad
de los que cumplen
no es la fe de Abrahán ni la de Jesús.
Los místicos del siglo XXI
están profundamente conectados con la vida.
Son peregrinos de la vida
y en muchas ocasiones acompañan
a los que sufren su calvario.
Que a lo largo de esta semana, cada mañana
recordemos nuestro pacto bautismal con Dios
y que la noche nos ayude a dar gracias
porque hemos encontrado a Dios
en nuestro camino.
El sacrificio de Abrahán
resulta realmente conmovedor.
Dios no puede pedir esto,
nos decimos al oír el relato.
La fe de Abrahán
es la fe de los padres
de niños con enfermedades raras,
con deficiencias y minusvalías.
Ahí están y siguen confiando
que Dios guiará la mente de los científicos.
La fe lógica y sin pasión
que nos mantiene en la mediocridad
de los que cumplen
no es la fe de Abrahán ni la de Jesús.
Los místicos del siglo XXI
están profundamente conectados con la vida.
Son peregrinos de la vida
y en muchas ocasiones acompañan
a los que sufren su calvario.
Que a lo largo de esta semana, cada mañana
recordemos nuestro pacto bautismal con Dios
y que la noche nos ayude a dar gracias
porque hemos encontrado a Dios
en nuestro camino.
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