Publicado por Fundación Epsilón
Pertenecían al grupo de los doce y formaban un trío inseparable del Maestro. Se llamaban Simón (= Dios escucha), Santiago (= Jacob) y Juan (=Dios agracia). Pero estos nombres no les iban demasiado bien; le venían grandes. Jesús les confeccionó otros a su medida: a Simón lo apodó "Pedro"(= piedra), tal vez aludiendo a su obstinado modo de pensar, y a los otros dos hermanos los llamó "Boanerges" (= hijos del trueno, fulminantes como rayos).
Eran pescadores de profesión, de las clases populares, de los de abajo, del pueblo que lucha por sobrevivir. Sin embargo no habían elegido esta situación, ni la querían. Aspiraban a más.
Un buen día se encontraron con el Maestro y pensaron que se les presentaba la oportunidad de su vida; al fin podrían salir del anonimato y abandonar la monotonía de la vida obrera, llegarían a grandes; con una poca suerte podrían contarse entre los de arriba, mandar, dominar y ocupar los primeros puestos del reino que instauraría su Maestro.
Jesús pensó que eran buenos hombres, pero que andaban un poco equivocados de ideas: tendría que dedicar a ellos más horas, necesitarían clases particulares intensivas para llegar a comprender qué clase de Maestro era y qué reino venía a instaurar.
El sitio elegido para una de estas lecciones fue el monte de la transfiguración. "Jesús cogió a Pedro, a Santiago y a Juan y subió con ellos solos a una montaña alta y apartada (lo de subir les iba bien; menos les gustaría bajar). Allí se transfiguró delante de ellos: sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no es capaz de blanquearlos ningún batanero del mundo (bonita imagen para expresar la presencia de Dios en Jesús). Se les aparecieron Moisés y Elías conversando con Jesús"; hablaban, según Lucas, de su muerte inminente.
"Intervino entonces Pedro y le dijo a Jesús: Maestro, viene muy bien que estemos aquí nosotros; podríamos hacer tres chozas; una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Estaba tan espantado que no sabía lo que decía".
Pedro había intervenido para impedir lo que se avecinaba: mejor era quedarse en lo alto del monte que bajar de nuevo para seguir hasta Jerusalén donde era previsible que las autoridades acabaran con la vida del Maestro.
Lo de siempre. Los de abajo -Pedro y los suyos- desean subir para quedarse arriba, y cuando están arriba, no quieren bajar, sino permanecer allí para siempre. Pero Jesús, tras la transfiguración, especie de avance de la resurrección, los invita a bajar con él, a volver a la gente, al mundo, a la tarea cotidiana y al servicio hasta la muerte, si fuese preciso. Es a este Jesús, que no se queda en las alturas, a quien hay que escuchar, según ordena la voz: "Este es mi Hijo, el predilecto, escuchadle".
El había venido para que dejara de haber unos arriba y otros abajo, proyecto que no se hará realidad mientras los de abajo no renuncien a subir y quedarse arriba, y los de arriba no se abajen por amor. Utópico proyecto que si se realizara daría luz verde a un mundo feliz y sin opresión.
Eran pescadores de profesión, de las clases populares, de los de abajo, del pueblo que lucha por sobrevivir. Sin embargo no habían elegido esta situación, ni la querían. Aspiraban a más.
Un buen día se encontraron con el Maestro y pensaron que se les presentaba la oportunidad de su vida; al fin podrían salir del anonimato y abandonar la monotonía de la vida obrera, llegarían a grandes; con una poca suerte podrían contarse entre los de arriba, mandar, dominar y ocupar los primeros puestos del reino que instauraría su Maestro.
Jesús pensó que eran buenos hombres, pero que andaban un poco equivocados de ideas: tendría que dedicar a ellos más horas, necesitarían clases particulares intensivas para llegar a comprender qué clase de Maestro era y qué reino venía a instaurar.
El sitio elegido para una de estas lecciones fue el monte de la transfiguración. "Jesús cogió a Pedro, a Santiago y a Juan y subió con ellos solos a una montaña alta y apartada (lo de subir les iba bien; menos les gustaría bajar). Allí se transfiguró delante de ellos: sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no es capaz de blanquearlos ningún batanero del mundo (bonita imagen para expresar la presencia de Dios en Jesús). Se les aparecieron Moisés y Elías conversando con Jesús"; hablaban, según Lucas, de su muerte inminente.
"Intervino entonces Pedro y le dijo a Jesús: Maestro, viene muy bien que estemos aquí nosotros; podríamos hacer tres chozas; una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Estaba tan espantado que no sabía lo que decía".
Pedro había intervenido para impedir lo que se avecinaba: mejor era quedarse en lo alto del monte que bajar de nuevo para seguir hasta Jerusalén donde era previsible que las autoridades acabaran con la vida del Maestro.
Lo de siempre. Los de abajo -Pedro y los suyos- desean subir para quedarse arriba, y cuando están arriba, no quieren bajar, sino permanecer allí para siempre. Pero Jesús, tras la transfiguración, especie de avance de la resurrección, los invita a bajar con él, a volver a la gente, al mundo, a la tarea cotidiana y al servicio hasta la muerte, si fuese preciso. Es a este Jesús, que no se queda en las alturas, a quien hay que escuchar, según ordena la voz: "Este es mi Hijo, el predilecto, escuchadle".
El había venido para que dejara de haber unos arriba y otros abajo, proyecto que no se hará realidad mientras los de abajo no renuncien a subir y quedarse arriba, y los de arriba no se abajen por amor. Utópico proyecto que si se realizara daría luz verde a un mundo feliz y sin opresión.
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