El libro de los Hechos nos presenta el testimonio de la resurrección por parte una comunidad cristiana. Los signos de la resurrección se daban al interior de la comunidad: unidad integral, compartir solidario de las pertenencias y ausencia de necesidades insatisfechas por parte de los miembros de la comunidad.
La resurrección del Señor no es un hecho científicamente comprobable. Es una experiencia de fe que se demuestra, no en un tubo de ensayo ni con elucubraciones racionales, sino con el testimonio vida. Tendríamos que cuestionar muy fuerte el tipo de fe que llevamos en nuestros países con más de un 90% de los ciudadanos declarados cristianos y a su vez con tantas necesidades. En los últimos tiempos los hombres más ricos de nuestros países han duplicado y triplicado sus fortunas, mientras han aumentado los campos de concentración de la miseria.
Celebramos hace poco la Pascua, fiesta central de los cristianos. Contemplamos o hicimos las representaciones de la cena del Señor, el prendimiento, la pasión, muerte y la resurrección. Vimos caras de tristeza y hasta algunas lágrimas junto con el “me aculpa” por los pecados “cometidos”. Admiramos la solemnidad o criticamos los baches de las “ceremonias” y cantamos glorias y aleluyas con el toque de campanas que anunciaba el triunfo de la vida sobre la muerte.
Las celebraciones sin duda debieron animarnos para continuar el trabajo por el Reino por el cual Jesús entregó su propia vida. Pero no podemos quedarnos ahí con la calentura del corazón. “De buenas intenciones está hecho el infierno”, decían nuestros viejos. Las realidades tan escalofriantes de nuestros países cristianos contrastan con la utopía propuesta por el libro de los Hechos: “No había nadie que pasara necesidades entre ellos”. ¿Qué está pasando? ¿Cristo no ha resucitado entre nosotros? ¿Nos hemos quedado con el Jesús muerto? ¿Nos hemos quedado con el mito? ¿Pensamos que ser cristianos es ir a misa y comulgar?
No están mal las celebraciones sentidas. Por el contrario, necesitamos avivar nuestra dimensión celebrativa y gozarnos con el encuentro con Dios y con el hermano. Pero es preciso pasar a la acción. Nos haría bien analizar la crítica que hacía Teodoro Adorno cuando dijo: “el cristianismo proclamó la consigna del amor pero fracasó porque dejó intacto el ordenamiento social que produce la frialdad”.[1]
NUEVA VIDA
Lo que buscan fundamentalmente los escritos joánicos (evangelio y cartas de Juan) es que sus lectores crean en Jesús. Creer en la literatura joánica se entiende como una apertura total de la vida a la acción de Dios; una disposición para que Jesús actúe, salve, ilumine, conduzca y transforme toda realidad. Creer en Jesús no es afirmar una verdad de fe o estar de acuerdo con un dogma como verdad incuestionable.
La elaboración, la promulgación y además la adhesión intelectiva a un dogma pueden ayudar a tener una solidez doctrinal, a darle seriedad al proyecto y a evitar el cristianismo vaporoso que se va tras de cualquier ideología de moda. Pero lo fundamental en la fe del creyente no es tanto la adhesión del intelecto a un dogma. El fin último de la fe en Jesús como Mesías e Hijo de Dios, es tener vida en su nombre: “Estos han quedado consignados para que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su nombre”.
Queremos decir con esto que estamos invitados a creer, o sea a encontrarnos en nuestra propia carne con el Jesús vivo, personal y colectivamente. Si estamos abiertos a su acción, ese encuentro envolverá nuestra existencia de tal manera que seremos transformados a su imagen. La tristeza, la desidia, los egoísmos o el sinsentido de la vida; pensamientos, sentimientos, impulsos, todas las realidades humanas serán cubiertas por la nueva y definitiva realidad: Jesucristo resucitado y resucitador.
Con la fuerza y la gracia de Jesús, piedra desechada por los arquitectos, convertida en piedra angular, podremos vencer todas las fuerzas desintegradoras que envuelven al ser humano. Todo lo que es contrario a la vida, a la justicia y al amor, o sea, al Proyecto salvífico de Jesús, aquello que la literatura joánica llama mundo: “al mundo no lo vence sino el que cree que Jesús es el Hijo Dios” (2da lect.) Así como Jesús venció al mundo con su vida, muerte y resurrección, si creemos en él, podremos vencerlo también.
Los discípulos estaban con las puertas trancadas y con miedo. Con mucha frecuencia ante los problemas, conflictos o persecuciones, nos encerramos y no hallamos soluciones. Jesús llegó, se puso en medio de ellos y les brindó la paz. A Jesús lo encontramos ahí en medio de la comunidad. Podemos convertir a los demás en la cruz que cargamos a lo largo de nuestra vida, o en el refugio en el que encontramos y brindamos apoyo, identidad, solidaridad y cariño, en el lugar del encuentro con Jesús vivo que nos cubre con su paz. Una paz que no equivale a pacifismo adormecedor sino a un instrumento emancipador no violento, sereno y esperanzado. Una dinámica que enfrenta el poder tiránico en una atmósfera de amor solidario. De esta manera la comunidad será el espacio donde los miedos y rencores que impulsan comportamientos agresivos, se reduzcan a la mínima expresión y se viva el esplendor del perdón.
[1] Adorno Theodor, La educación después de Auschwitz.
La resurrección del Señor no es un hecho científicamente comprobable. Es una experiencia de fe que se demuestra, no en un tubo de ensayo ni con elucubraciones racionales, sino con el testimonio vida. Tendríamos que cuestionar muy fuerte el tipo de fe que llevamos en nuestros países con más de un 90% de los ciudadanos declarados cristianos y a su vez con tantas necesidades. En los últimos tiempos los hombres más ricos de nuestros países han duplicado y triplicado sus fortunas, mientras han aumentado los campos de concentración de la miseria.
Celebramos hace poco la Pascua, fiesta central de los cristianos. Contemplamos o hicimos las representaciones de la cena del Señor, el prendimiento, la pasión, muerte y la resurrección. Vimos caras de tristeza y hasta algunas lágrimas junto con el “me aculpa” por los pecados “cometidos”. Admiramos la solemnidad o criticamos los baches de las “ceremonias” y cantamos glorias y aleluyas con el toque de campanas que anunciaba el triunfo de la vida sobre la muerte.
Las celebraciones sin duda debieron animarnos para continuar el trabajo por el Reino por el cual Jesús entregó su propia vida. Pero no podemos quedarnos ahí con la calentura del corazón. “De buenas intenciones está hecho el infierno”, decían nuestros viejos. Las realidades tan escalofriantes de nuestros países cristianos contrastan con la utopía propuesta por el libro de los Hechos: “No había nadie que pasara necesidades entre ellos”. ¿Qué está pasando? ¿Cristo no ha resucitado entre nosotros? ¿Nos hemos quedado con el Jesús muerto? ¿Nos hemos quedado con el mito? ¿Pensamos que ser cristianos es ir a misa y comulgar?
No están mal las celebraciones sentidas. Por el contrario, necesitamos avivar nuestra dimensión celebrativa y gozarnos con el encuentro con Dios y con el hermano. Pero es preciso pasar a la acción. Nos haría bien analizar la crítica que hacía Teodoro Adorno cuando dijo: “el cristianismo proclamó la consigna del amor pero fracasó porque dejó intacto el ordenamiento social que produce la frialdad”.[1]
NUEVA VIDA
Lo que buscan fundamentalmente los escritos joánicos (evangelio y cartas de Juan) es que sus lectores crean en Jesús. Creer en la literatura joánica se entiende como una apertura total de la vida a la acción de Dios; una disposición para que Jesús actúe, salve, ilumine, conduzca y transforme toda realidad. Creer en Jesús no es afirmar una verdad de fe o estar de acuerdo con un dogma como verdad incuestionable.
La elaboración, la promulgación y además la adhesión intelectiva a un dogma pueden ayudar a tener una solidez doctrinal, a darle seriedad al proyecto y a evitar el cristianismo vaporoso que se va tras de cualquier ideología de moda. Pero lo fundamental en la fe del creyente no es tanto la adhesión del intelecto a un dogma. El fin último de la fe en Jesús como Mesías e Hijo de Dios, es tener vida en su nombre: “Estos han quedado consignados para que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su nombre”.
Queremos decir con esto que estamos invitados a creer, o sea a encontrarnos en nuestra propia carne con el Jesús vivo, personal y colectivamente. Si estamos abiertos a su acción, ese encuentro envolverá nuestra existencia de tal manera que seremos transformados a su imagen. La tristeza, la desidia, los egoísmos o el sinsentido de la vida; pensamientos, sentimientos, impulsos, todas las realidades humanas serán cubiertas por la nueva y definitiva realidad: Jesucristo resucitado y resucitador.
Con la fuerza y la gracia de Jesús, piedra desechada por los arquitectos, convertida en piedra angular, podremos vencer todas las fuerzas desintegradoras que envuelven al ser humano. Todo lo que es contrario a la vida, a la justicia y al amor, o sea, al Proyecto salvífico de Jesús, aquello que la literatura joánica llama mundo: “al mundo no lo vence sino el que cree que Jesús es el Hijo Dios” (2da lect.) Así como Jesús venció al mundo con su vida, muerte y resurrección, si creemos en él, podremos vencerlo también.
Los discípulos estaban con las puertas trancadas y con miedo. Con mucha frecuencia ante los problemas, conflictos o persecuciones, nos encerramos y no hallamos soluciones. Jesús llegó, se puso en medio de ellos y les brindó la paz. A Jesús lo encontramos ahí en medio de la comunidad. Podemos convertir a los demás en la cruz que cargamos a lo largo de nuestra vida, o en el refugio en el que encontramos y brindamos apoyo, identidad, solidaridad y cariño, en el lugar del encuentro con Jesús vivo que nos cubre con su paz. Una paz que no equivale a pacifismo adormecedor sino a un instrumento emancipador no violento, sereno y esperanzado. Una dinámica que enfrenta el poder tiránico en una atmósfera de amor solidario. De esta manera la comunidad será el espacio donde los miedos y rencores que impulsan comportamientos agresivos, se reduzcan a la mínima expresión y se viva el esplendor del perdón.
[1] Adorno Theodor, La educación después de Auschwitz.
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