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domingo, 12 de abril de 2009

Nuestra pascua, nuestro paso


Por Mons. Angel Garrachana cmf

La Semana Santa sufre hoy las consecuencias de un de estos días. Hoy, lo secular se emancipa. Para muchos cristianos nominales, esto conlleva un abandono de las prácticas religiosas. Para el creyente, el cambio significa un acicate inquietante en orden a celebrar más fielmente la Pascua de Jesús.

Vivir el misterio pascual como presente

La celebración del misterio pascual se ha expresado en diversidad de elementos: sacramentales, simbólicos, escenificaciones históricas… Todos nos relacionan con Cristo pero con distinta intensidad de comunión. Seria insuficiente hacer consistir la vivencia en el recuerdo imaginativo o escénico, aunque emocionado, de la pasión-muerte-resurrección de Jesús, ya acaecidas en el pasado. El recuerdo y las representaciones históricas deben ser asumidas en la dimensión mística o sacramental, según la cual, Cristo no es sólo un suceso del pasado, sino una presencia en medio de nosotros, no por nuestra fuerza imaginativa, sino por el poder de su vida resucitada. Es Él, hecho presencia y donación, quien nos llama a injertarnos en su cuerpo muerto y resucitado.

Jesucristo se hace presente en todo tiempo y lugar, aquí y ahora, para que cada uno de nosotros, en este lugar y en este día, muera en su propia muerte y resucite a su propia vida. Celebrar sacramentalmente la pascua es con-padecer, con-morir, con-resucitar y ser vivificados con Cristo. (Ef. 2, 5-6; Col. 2, 12-13).

Por esta comunión con Cristo, muerto y resucitado, debe apoderarse de nosotros su interna disposición de ánimo, su obediencia confiada y su pobreza radical ante el Padre, su amor sacrificado, su muerte al mal, su vida nueva.

La celebración del Misterio Pascual es más presencia que pasado, más comunión personal que imaginación, más fe que conocimiento histórico, más renovación de vida que emociones pasajeras.

Es el centro de nuestra vida cristiana

Toda la vida de Jesús es un movimiento ascendente cuyo término es la glorificación a través de la muerte. Era su deber mesiánico, del que progresivamente va haciendo sabedores a sus discípulos (Cfr. Mt. 16, 21-22; 17, 22-23; 20, 17-19). Este Jesús, muerto y resucitado, es ahora el único lugar de salvación. Tal es la buena noticia de la predicación apostólica: “Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras” (2Cor. 15, 3-4).

El Reino anunciado por Jesús es ahora su misma persona. La plenitud del Reino ha llegado a nosotros. Lo que el hombre no podía, ni puede, alcanzar por sí mismo, se le hace ahora don por el poder y el amor del Padre. En la humanidad resucitada de Jesucristo las promesas se han hecho primicias.

Entrar en este dinamismo pascual nos obliga a despojarnos de preocupaciones, a superar una fe reducida a bagaje cultural y devociones para juntar el núcleo de la vida cristiana. Y este núcleo no es otro que el reconocimiento creyente de la presencia de Jesucristo y el seguimiento de sus pasos fascinados por su mirada y su palabra. ¿Nos seduce Jesucristo, muerto y resucitado? ¿Somos capaces de organizar nuestra vida desde la fe en su persona, con la certeza de que, a pesar de tanta muerte (odio, egoísmo, injusticia…) como hay en el mundo, ya poseemos definitivamente la vida nueva?

Comunión liberadora

La finalidad última de la muerte y resurrección de Jesús somos nosotros. “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo”. La cruz como debilidad-exaltación es la señal del amor salvador de Dios. Un amor tal que nos entrega a su propio Hijo. (Jn. 3, 16; Rom. 8, 32), probado en todo igual que nosotros hasta la muerte para liberarnos de nuestras esclavitudes y darnos la libertad del Espíritu.

Dios se da hasta hacerse El mismo, el hambriento, el desnudo, el abandonado. Allí donde los hombres sufren, Dios sufre con ellos.

La cruz es así puesta en la línea del amor que comparte y libera. Entrar en la Pascua de Jesús es vivir un proceso de amor solidario y liberador. El cristianismo no puede amar desde el distanciamiento sino desde la proximidad. Para que la liberación no sea ni aparezca como dominio o utilización ha de realizarse desde un amor que se encarna en la situación inhumana para pujar desde dentro como fermento.

Esta com-pasión y comunión da sentido al anonadamiento porque lo hace expresión del amor y condición indispensable para el servicio.

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