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miércoles, 15 de abril de 2009

Otra Mirada: No puedo conciliar el sueño

Por Guzmán Pérez*
Publicado por FAST

Aunque no duermo demasiado —y mira que me gusta— hasta la fecha nunca he tenido problemas de insomnio. Creo que ni un par de cafés bien cargados antes de acostarme podrían dejarme una noche en vela. Así pues, no voy a hablar aquí de mi descanso nocturno, sino más bien de otros “sueños” que me resulta difícil conciliar. Os cuento.

No puedo negar que, como salesiano, soy hijo de un soñador, Don Bosco, que —dormido y despierto— soñó para sus jóvenes un futuro esperanzador, una vida digna y una felicidad nacida de la fe y el compromiso. Supongo que además, por mi condición aún joven, tiendo a soñar o anhelar cambios, mejoras, progresos en mí y a mi alrededor. Debe de ser esa actitud utópica propia de los inconformistas, mezclada con la esperanza en Dios y la fe en las personas. Por eso me cuesta asumir que alguno de esos sueños no vaya haciéndose realidad —o incluso vaya deshaciéndose— y más aún cuando se trata de nuestra Iglesia.

Hace poco leía la carta circular anual que el obispo Pedro Casaldáliga ha escrito para este 2009. Precisamente en ella habla de sus sueños, citando al cardenal Martini, el famoso “sueño” de Luther King y el Concilio Vaticano II. De éste último pretendo yo hablar aquí. El 25 de enero pasado se cumplieron 50 años de la convocatoria del Concilio por Juan XXIII, y aunque dicha efeméride apenas tuvo relevancia en los medios (ni siquiera demasiado en los católicos), suscitó mi interés por el Vaticano II y desde entonces he estado repasando los documentos y hojeando algunos libros y artículos al respecto. Obviamente no viví esa época, pero me interesa conocer la historia más reciente de la Iglesia, que cristalizó en la renovación conciliar, y la fuente de la que bebemos las generaciones más jóvenes. Para los que vivieron de cerca este proceso histórico fue un sueño y un regalo del Espíritu. Por eso, no sólo me interesa conocerlo, sino que además me preocupa que muchos de mis coetáneos no le den ninguna importancia o, más aún, lo minusvaloren y critiquen.

Éste es, por tanto, el “sueño” que no puedo “conciliar”: el que muchos creyentes soñaron, el que la Iglesia tuvo la valentía de hacer realidad, que con el tiempo se ha ido apagando, o perdiendo en el olvido o quedando impreso tan sólo en los libros, pero no en los corazones ni en las actitudes. El “sueño conciliar” de Juan XXIII, de los movimientos bíblico y litúrgico de las décadas anteriores, de tantos obispos, sacerdotes y laicos que hace medio siglo pusieron en marcha un proceso de “aggiornamento” en nuestra comunidad eclesial. Lo hicieron con la convicción de estar respondiendo a Dios y al ser humano en el tiempo que les tocaba vivir, y abriendo un camino para las generaciones posteriores.

¿Qué ha quedado de todo aquello, aparte de unos extraordinarios documentos y una extensísima literatura posterior? ¿Dónde está el llamado “espíritu del concilio”, el entusiasmo por “abrir las ventanas” de la Iglesia y dejar que entren aires nuevos? Lo pregunto porque, con la polémica de la misa en latín, ya ni siquiera está clara la renovación litúrgica que fue el fruto más palpable del Vaticano II. Y, sobre todo, porque va cundiendo la idea de que el Concilio ha sido uno de los “males” que ha conducido a la Iglesia al “declive”, y por eso hay que volver atrás, replegarse… Muchos achacan esta situación a la apertura y el diálogo con la sociedad que suscitó el Concilio. Con eso de la escasez de vocaciones, ya tienen botón de muestra para corroborar su teoría. Así, además, pueden acusar a los que aún sueñan con aplicar plenamente el Vaticano II de estar alineados con el “enemigo” y de no ser fieles a la Iglesia. O mejor aún, de “descristianizarse” y “secularizarse”, como si estar en el “siglo” fuera algo opcional. Que, por cierto, se ve que ahora los concilios también son opcionales; si no, que se lo digan a los lefebvrianos…

Lo más preocupante del asunto, a mi entender, es que las nuevas generaciones muestran (o mostramos) muy poco interés por la línea conciliar, por la renovación constante de la Iglesia, por “ventilar” los aires enrarecidos, por dialogar con la cultura, por mirar con sentido crítico y con optimismo el mundo en que vivimos. Abundan las condenas, las lamentaciones, los retrocesos, la desconfianza, y se opta por lo más “seguro”: anclarse en el pasado, aferrarse a una Iglesia que ya no existe más, no mezclarse mucho con el mundo “por si acaso”… Lo curioso es que muchos jóvenes —que no han vivido esa época pasada— son los que más radicalmente se aferran a ella, los que con más empeño la defienden. Si no, véase el inusitado interés por la misa en latín, o el deseo ferviente por distinguirse del resto con signos externos (a menudo “frente” al resto).

No estoy diciendo con esto que haya que quedarse entonces en el Vaticano II —también sería anclarse— pero sí que el Concilio sigue siendo hoy muy válido y actual, en su fondo y en muchos aspectos de su forma. Y, sobre todo, que su espíritu renovador y “rompedor” no puede apagarse nunca. En ciertos ambientes (el mismo Benedicto XVI, sin ir más lejos) se habla del Concilio en términos de mera continuidad histórica con todo lo anterior, pero me cuesta creer que haya sido así. No podemos negar que hace 50 años comenzó algo nuevo, y por desgracia se ha ido apagando y diluyendo.

Quizás alguno, al leer esta reflexión, pueda encasillarme rápidamente en un lado u otro de la Iglesia (suponiendo que existan tales “lados”). Que lo haga con la libertad de los hijos de Dios… En cualquier caso, es otro tema que me cuesta comprender: ¿qué necesidad tenemos de “clasificarnos” entre nosotros? Es la mejor manera de perder el tiempo y de gastar las energías que podríamos dedicar en ser más evangélicos y más dialogantes, como quiso el Concilio. Si apoyas una cosa, es que eres un “progre”, y si apoyas otra distinta, un “conservador”. Y todos quieren tener la “exclusiva”. Es obvio que existen distintas sensibilidades, carismas, estilos y formas de hacer en la Iglesia, y bienvenidas sean (algunos quisieran uniformar hasta al Espíritu, pero no se deja…). Lo deseable es que podamos convivir todos y mostrar así —como un cuerpo— la Buena Noticia al mundo. Sueño con que un día nos dejemos de tanta pamplina y miremos con amor a nuestros hermanos y a nuestro mundo, y con esperanza hacia el mismo horizonte: Cristo y su Reino. Ya lo decía san Agustín (nada sospechoso de heterodoxia, por cierto): “en lo esencial, unidad; en lo opinable, libertad; y en todo, caridad”. Seguiré soñando… que es gratis.

(Publicado previamente en la revista Alandar, nº 257 - abril 2009)

* Guzmán Pérez es Salesiano, licenciado en Filosofía y director de la revista FAST.

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