Antofagasta, Chile / Religión – Cuando nos encontramos de lleno en la crisis económica mundial, palpando los efectos inmediatos en nuestra cotidianeidad pero asimismo informándonos de los flagelos directos y colaterales que afectan a otras latitudes, a otros seres, hemos podido asistir a un silencio de los grandes divulgadores de las ideas, acciones e instituciones que han formado parte de la arquitectura de un mundo globalizado bajo los signos del liberalismo más agresivo. Agresividad que se manifestó en hostilidad ante todo lo que significase mayor ingerencia estatal en subsidios y cobertura sociales, en mayor regulación del mercado para impedir el desbocamiento de la mano invisible de la economía y, por cierto, con la irrupción de nuevas formas de pensar y sentir el medio ambiente, el entorno social y al propio sujeto y sus manifestaciones culturales.
Sin embargo, hubo una persona que comenzó a advertir tempranamente aquellos rumbos, los signos inquietantes que nos han conducido a este estado de devastación moral y material de nuestra civilización: Juan Pablo II.
Queremos bocetar algunos elementos de juicio que vertió en múltiples textos sobre el camino que tomaba la civilización, a partir de 1989, sobre el modo de encarar el triunfo del capitalismo sobre el socialismo real, o comunismo soviético.
De manera clarividente en su Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, consignó que la "historia no es simplemente un progreso necesario hacia lo mejor, sino… un combate entre libertades" y, en este supuesto, apreciar la evolución de la humanidad desde la perspectiva del humanismo cristiano. No se le puede negar que en determinados casos fue temerario en la causa ecuménica, donde algunos hitos nos permiten valorar su conducta: el primer Papa en visitar una sinagoga –Roma, abril de 1986– o una mezquita –la gran mezquita de Damasco en mayo de 2001–; o el encuentro ecuménico en la Basílica de San Pablo el 18 de enero de 2000",cuando por primera vez en la historia una Puerta Santa fue abierta conjuntamente por el Sucesor de Pedro, por el Primado Anglicano y por un Metropolitano del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, en presencia de representantes de Iglesias y Comunidades eclesiales de todo el mundo", anotó en Novo Millenium Ineunte, a comienzos de 2001.
Imbuido en el sentido fundamental de la Iglesia y en la misión de ella de "enunciar los principios éticos básicos que regulan los cimientos y el correcto funcionamiento de la sociedad", les señalaba en el 2000 a los participantes de la sexta sesión plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales; no fue de extrañar su voz de denuncia ante el proclamado "fin de la historia" y el triunfo del capitalismo.
Su propia historia personal como el devenir de su pontificado, 1978-2005, le situó en el tránsito desde las experiencias más traumáticas de la negación del ser humano en las ideologías totalitarias de Hitler y Stalin hasta contemplar la división del mundo, no sólo desde el prisma Este-Oeste sino del más importante del Norte-Sur, que puso en jaque el drama de la pobreza mundial y la confortabilidad de las sociedades postindustriales. ¿Acaso el llamado por la "opción preferencial por los pobres", introducido en 1979 en la III Conferencia Episcopal Latinoamericana, celebrada en México, no fue elegir su preocupación por el Sur del mundo? Si en Sollicitudo rei socialis de 1987 constató que la división Este-Oeste no sólo conjugaba una división ideológica sino también geopolítica en busca de zonas de influencias que afectaban el progreso de la humanidad. De igual modo, el capítulo III de Centesimus Annus no puso de manifiesto que la caída simbólica/real del muro de Berlín en 1989 y el colapso de la Europa Oriental eran también momentos para humanizar las relaciones impersonales, materialistas del régimen que eclipsaba y del capitalismo que se mostraba más salvaje en aras de la competitividad.
¿Cuáles fueron los signos que vislumbró como inquietantes Juan Pablo II? Si descontamos aquellos que se enmarcaron en el alejamiento de Dios, en el relajo moral, que iban de la mano de las modalidades que iban asumiendo pueblos que se encaminaban gradualmente en la senda del crecimiento económico, pues los que estaban inmersos en las "sociedades de ocio" postmodernas ya habían privatizado absolutamente su fe, podemos enunciar que los signos fueron advertidos en todo el orbe, sea como causas o bien como consecuencia de los primeros.
Los últimos acontecimientos, ya insertos en el proceso de globalización, Juan Pablo II los observó en el contexto del nuevo milenio, donde los hechos marcaban tanto un tono pesimista como a la vez un reforzamiento del signo salvífico de la historia de la humanidad dentro del catolicismo.
Son ilustrativos en este contexto un par de documentos. Lo aseverado en Pastores Gregis cuando, con ocasión de los atentados del 11 de septiembre de 2001, afirmó que la Iglesia condenaba toda forma de violencia y volvía a reiterar que, "ante el fracaso de las esperanzas humanas que, basándose en ideologías materialistas, inmanentistas y economicistas, pretenden medir todo en término de eficiencia y relaciones de fuerza o de mercado".
Su lectura era desde la noción binaria pecado/salvación y desde la mirada del despliegue de una mayor conciencia sobre la dignidad del hombre y sus derechos, teniendo presente que la fuente de la moral cristiana era el "proyecto de Dios en la creación y en la redención", como anotó en Veritatis Splendor. Y en este encuadre habrá que entender el ajuste con las "deudas históricas" de la Iglesia con el mundo. Ver, juzgar y actuar fue el modo de aproximarse a tales dolores, a los que denominó "purificación de la memoria" en Novo Millenium Ineunte. La Inquisición, la esclavitud africana, el "holocausto desconocido", el vejamen de los pueblos originarios de América latina, etc.
El "nuevo mundo" una vez desaparecidos los bloques, y seguidamente las fronteras, fue mostrando de qué modo las nuevas tecnologías se imponían sobre nuevos contingentes de trabajadores mal organizados. Preocupaba que la mundialización de estos nuevos procesos sociales y económicos, con clara directriz político-económica, desvirtuara la noción del mercado en las democracias. Al respecto escribió algo premonitorio en Centesimus Annus, de 1991: el funcionamiento del mercado internacional, regulado, equilibrado, favorecía determinados valores (bienestar, democracia, solidaridad, la paz), pero quedaba flotando el desvarío de un "mercado salvaje" que teniendo como medio y fin la competitividad, explotando al máximo al ambiente y al hombre, "éticamente inaceptable", podía provocar consecuencias desastrosas. "Tiende a uniformar, generalmente en sentido materialista, las culturas y las tradiciones vivas de los pueblos, erradica los valores éticos y culturales fundamentales y comunes; comporta el riesgo de crear un inmenso vacío de valores humanos",vacío antropológico", sin hablar de grandes peligros para el equilibrio ecológico".
El caro principio de subsidiariedad que debía ser aplicado a los pueblos, culturas, sería inobservado en la práctica. Además, se inflingía un daño mayor al "cosmos", a todos los seres que constituyen la naturaleza visible –se afirma en Sollicitudo rei socialis, 34–, a la triple consideración, la primera al respecto y mayor conciencia con las diversas categorías de seres vivos o inanimados; la segunda a la convicción de la limitación de los recursos naturales; y la tercera sobre qué tipo de desarrollo se emprende con relación a la calidad de vida en las zonas industrializadas.
No había que omitir los continentes y naciones olvidados por el crecimiento económico, aquellos que quedaban en los márgenes del proceso de globalización, como África. En su exhortación apostólica Ecclesia in Africa, Camerún 1995, se hace eco del drama humano de las naciones que hemos olvidado en nuestra ocupación consumista, "la desnutrición, el deterioro generalizado de la calidad de vida, la insuficiencia de los medios para la formación de los jóvenes, la falta de los servicios sanitarios y sociales elementales, las enfermedades endémicas, la difusión del terrible azote del SIDA, el peso gravoso y a veces insoportable de la deuda internacional, el horror de las guerras fratricidas alimentadas por un tráfico de armas sin escrúpulos". No mejoraban los indicadores en Asia, donde los medios de comunicación informaban de aquellos países que exhibían rápidos –pero inequitativos– crecimientos económicos, mientras la población mayoritaria padecía la marginación y pobreza. Y el tema daba para mucho. Había siglos de opresión sobre millones de personas, marginadas en todos los ámbitos de la vida pública. Recién se vislumbraba una luz tenue en cuanto al despertar de la toma de conciencia de la mujer. El crudo informe de Ecclesia in Asia, India 1999, consignaba la dualidad de la realidad asiática, con ideologías que iban de la democracia hasta la teocracia, desde las dictaduras militares a las ideologías ateas, deteniéndose que "existen en toda Asia millones de personas indígenas o pertenecientes a tribus que viven en aislamiento social, cultural y político con respecto a la población dominante".
Sociedades tradicionales que viviendo sus valores comunitarios, profesando sentimientos religiosos variados, veían postergada su redención humana por la falta de participación, explotación, corrupción gubernamental y una generalizada pobreza material.
El propio proceso de la globalización –que Joseph Stiglitz consideraba como "la integración más estrecha de los países y los pueblos del mundo"– ponía de manifiesto una descarnada condición económica de la mayoría de los países con mayor densidad demográfica. En su Discurso ante la XXX Conferencia Mundial de la FAO, Roma 1999, denunciaba y ponía su aliento proactivo, al reconocer que a millones de seres humanos "se les niegan los medios para satisfacer las necesidades fundamentales de la vida, es decir, la comida, el agua y la vivienda. Enfermedades nuevas y antiguas siguen afectando a innumerables personas…Sobre la vida misma se ciernen muchas amenazas e inevitablemente los más débiles sufren más. Ante estos hechos, mucha gente experimenta una especie de parálisis moral, creyendo que poco o nada se puede hacer para afrontar estos grandes problemas en su raíz… Lo que hace falta no es una parálisis, sino la acción. Con los medios de que se dispone hoy, la pobreza, el hambre y la enfermedad ya no pueden considerarse algo normal o inevitable. Se puede hacer mucho para derrotarlas".
El proceso de la globalización conllevaba una máscara ideológica, la del neoliberalismo que Juan Pablo II asoció con cierta degradación humana en sus valores y en la marginación de los bienes económicos. En su exhortación apostólica Ecclesia in America, Ciudad de México 1999, no pudo dejar de anotar que en varios países americanos "impera un sistema conocido como "neoliberalismo"; sistema que haciendo referencia a una concepción economicista del hombre, considera las ganancias y las leyes del mercado como parámetros absolutos en detrimento de la dignidad y del respeto de las personas y los pueblos. Dicho sistema se ha convertido, a veces, en una justificación ideológica de algunas actitudes y modos de obrar en el campo social y político, que causan la marginación de los más débiles. De hecho, los pobres son cada vez más numerosos, víctimas de determinadas políticas y estructuras frecuentemente injustas".
Palabras clarividentes para determinadas áreas geográficas del continente que brindó en una época de la humanidad la eventualidad de la concreción utópica de Tomás Moro.
Concluyamos que el desaparecido Papa reparaba que la globalización y su modelo económico contenían no sólo un deterioro mayor al mundo –la expresión que los países ricos están globalizados y los pobres localizados, es una potente imagen– en cuanto a que "la globalización que se está produciendo, en vez de llevar a una mayor unidad del género humano, amenaza con seguir una lógica que margina a los más débiles y aumenta el número de pobres de la tierra", según expone en su exhortación apostólica al documento Ecclesia in Europa, Roma 2000, sino una mutación de valores para la humanidad, la pérdida del sentido de la vida, la "búsqueda obsesiva de los propios intereses y privilegios", erosionando los aspectos éticos y morales de las naciones que son pasivas en el esquema de la globalización. Los efectos negativos en el plano socio-cultural, al imponer "nuevas escalas de valores arbitrarios y materialistas", se lee en Ecclesia in America. Las imágenes de violencia, hedonismo, individualismo desenfrenado y materialismo, van de la mano con esta conectividad de las transferencias tecnológicas e intercambio de bienes económicos, que ha afectado a las culturas asiáticas y "el carácter religioso de las personas, de las familias y de sociedades enteras", se comenta en Ecclesia in Asia.
Ante tal descalabro en la humanidad, advertía la reserva moral para oponerse a esta homogeneización de modelos económicos vinculados a una modalidad de estructurar la sociedad que recubre una ideología. Y esta recaía en la valoración de las culturas propias de los pueblos en los distintos continentes.
Concluyamos que en la visión de presagio de la actual crisis, Juan Pablo II no sólo abogó por la condonación de la deuda externa, en su catequesis homónima de Roma 1999, sino que levantó ante la marea avasalladora unidimensional de la globalización económica, y sus efectos denunciados, el papel a jugar por la Iglesia en nuestro continente –afectada por la crisis–, en promover una mayor integración entre las naciones, contribuyendo de este modo a "crear una verdadera cultura globalizada de la solidaridad, y también a colaborar con los medios legítimos en la reducción de los efectos negativos de la globalización, como son el dominio de los más fuertes sobre los más débiles, especialmente en el campo económico, y la pérdida de los valores de las culturas locales a favor de una mal entendida homogeneización".
Si el mundo no quiso escuchar sus palabras de advertencias no dejemos pasar la ocasión para labrar la otra opción: la cultura globalizada de la solidaridad.
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José Antonio González Pizarro. Profesor Titular de la Universidad Católica del Norte, Antofagasta, Chile.
Sin embargo, hubo una persona que comenzó a advertir tempranamente aquellos rumbos, los signos inquietantes que nos han conducido a este estado de devastación moral y material de nuestra civilización: Juan Pablo II.
Queremos bocetar algunos elementos de juicio que vertió en múltiples textos sobre el camino que tomaba la civilización, a partir de 1989, sobre el modo de encarar el triunfo del capitalismo sobre el socialismo real, o comunismo soviético.
De manera clarividente en su Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, consignó que la "historia no es simplemente un progreso necesario hacia lo mejor, sino… un combate entre libertades" y, en este supuesto, apreciar la evolución de la humanidad desde la perspectiva del humanismo cristiano. No se le puede negar que en determinados casos fue temerario en la causa ecuménica, donde algunos hitos nos permiten valorar su conducta: el primer Papa en visitar una sinagoga –Roma, abril de 1986– o una mezquita –la gran mezquita de Damasco en mayo de 2001–; o el encuentro ecuménico en la Basílica de San Pablo el 18 de enero de 2000",cuando por primera vez en la historia una Puerta Santa fue abierta conjuntamente por el Sucesor de Pedro, por el Primado Anglicano y por un Metropolitano del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, en presencia de representantes de Iglesias y Comunidades eclesiales de todo el mundo", anotó en Novo Millenium Ineunte, a comienzos de 2001.
Imbuido en el sentido fundamental de la Iglesia y en la misión de ella de "enunciar los principios éticos básicos que regulan los cimientos y el correcto funcionamiento de la sociedad", les señalaba en el 2000 a los participantes de la sexta sesión plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales; no fue de extrañar su voz de denuncia ante el proclamado "fin de la historia" y el triunfo del capitalismo.
Su propia historia personal como el devenir de su pontificado, 1978-2005, le situó en el tránsito desde las experiencias más traumáticas de la negación del ser humano en las ideologías totalitarias de Hitler y Stalin hasta contemplar la división del mundo, no sólo desde el prisma Este-Oeste sino del más importante del Norte-Sur, que puso en jaque el drama de la pobreza mundial y la confortabilidad de las sociedades postindustriales. ¿Acaso el llamado por la "opción preferencial por los pobres", introducido en 1979 en la III Conferencia Episcopal Latinoamericana, celebrada en México, no fue elegir su preocupación por el Sur del mundo? Si en Sollicitudo rei socialis de 1987 constató que la división Este-Oeste no sólo conjugaba una división ideológica sino también geopolítica en busca de zonas de influencias que afectaban el progreso de la humanidad. De igual modo, el capítulo III de Centesimus Annus no puso de manifiesto que la caída simbólica/real del muro de Berlín en 1989 y el colapso de la Europa Oriental eran también momentos para humanizar las relaciones impersonales, materialistas del régimen que eclipsaba y del capitalismo que se mostraba más salvaje en aras de la competitividad.
¿Cuáles fueron los signos que vislumbró como inquietantes Juan Pablo II? Si descontamos aquellos que se enmarcaron en el alejamiento de Dios, en el relajo moral, que iban de la mano de las modalidades que iban asumiendo pueblos que se encaminaban gradualmente en la senda del crecimiento económico, pues los que estaban inmersos en las "sociedades de ocio" postmodernas ya habían privatizado absolutamente su fe, podemos enunciar que los signos fueron advertidos en todo el orbe, sea como causas o bien como consecuencia de los primeros.
Los últimos acontecimientos, ya insertos en el proceso de globalización, Juan Pablo II los observó en el contexto del nuevo milenio, donde los hechos marcaban tanto un tono pesimista como a la vez un reforzamiento del signo salvífico de la historia de la humanidad dentro del catolicismo.
Son ilustrativos en este contexto un par de documentos. Lo aseverado en Pastores Gregis cuando, con ocasión de los atentados del 11 de septiembre de 2001, afirmó que la Iglesia condenaba toda forma de violencia y volvía a reiterar que, "ante el fracaso de las esperanzas humanas que, basándose en ideologías materialistas, inmanentistas y economicistas, pretenden medir todo en término de eficiencia y relaciones de fuerza o de mercado".
Su lectura era desde la noción binaria pecado/salvación y desde la mirada del despliegue de una mayor conciencia sobre la dignidad del hombre y sus derechos, teniendo presente que la fuente de la moral cristiana era el "proyecto de Dios en la creación y en la redención", como anotó en Veritatis Splendor. Y en este encuadre habrá que entender el ajuste con las "deudas históricas" de la Iglesia con el mundo. Ver, juzgar y actuar fue el modo de aproximarse a tales dolores, a los que denominó "purificación de la memoria" en Novo Millenium Ineunte. La Inquisición, la esclavitud africana, el "holocausto desconocido", el vejamen de los pueblos originarios de América latina, etc.
El "nuevo mundo" una vez desaparecidos los bloques, y seguidamente las fronteras, fue mostrando de qué modo las nuevas tecnologías se imponían sobre nuevos contingentes de trabajadores mal organizados. Preocupaba que la mundialización de estos nuevos procesos sociales y económicos, con clara directriz político-económica, desvirtuara la noción del mercado en las democracias. Al respecto escribió algo premonitorio en Centesimus Annus, de 1991: el funcionamiento del mercado internacional, regulado, equilibrado, favorecía determinados valores (bienestar, democracia, solidaridad, la paz), pero quedaba flotando el desvarío de un "mercado salvaje" que teniendo como medio y fin la competitividad, explotando al máximo al ambiente y al hombre, "éticamente inaceptable", podía provocar consecuencias desastrosas. "Tiende a uniformar, generalmente en sentido materialista, las culturas y las tradiciones vivas de los pueblos, erradica los valores éticos y culturales fundamentales y comunes; comporta el riesgo de crear un inmenso vacío de valores humanos",vacío antropológico", sin hablar de grandes peligros para el equilibrio ecológico".
El caro principio de subsidiariedad que debía ser aplicado a los pueblos, culturas, sería inobservado en la práctica. Además, se inflingía un daño mayor al "cosmos", a todos los seres que constituyen la naturaleza visible –se afirma en Sollicitudo rei socialis, 34–, a la triple consideración, la primera al respecto y mayor conciencia con las diversas categorías de seres vivos o inanimados; la segunda a la convicción de la limitación de los recursos naturales; y la tercera sobre qué tipo de desarrollo se emprende con relación a la calidad de vida en las zonas industrializadas.
No había que omitir los continentes y naciones olvidados por el crecimiento económico, aquellos que quedaban en los márgenes del proceso de globalización, como África. En su exhortación apostólica Ecclesia in Africa, Camerún 1995, se hace eco del drama humano de las naciones que hemos olvidado en nuestra ocupación consumista, "la desnutrición, el deterioro generalizado de la calidad de vida, la insuficiencia de los medios para la formación de los jóvenes, la falta de los servicios sanitarios y sociales elementales, las enfermedades endémicas, la difusión del terrible azote del SIDA, el peso gravoso y a veces insoportable de la deuda internacional, el horror de las guerras fratricidas alimentadas por un tráfico de armas sin escrúpulos". No mejoraban los indicadores en Asia, donde los medios de comunicación informaban de aquellos países que exhibían rápidos –pero inequitativos– crecimientos económicos, mientras la población mayoritaria padecía la marginación y pobreza. Y el tema daba para mucho. Había siglos de opresión sobre millones de personas, marginadas en todos los ámbitos de la vida pública. Recién se vislumbraba una luz tenue en cuanto al despertar de la toma de conciencia de la mujer. El crudo informe de Ecclesia in Asia, India 1999, consignaba la dualidad de la realidad asiática, con ideologías que iban de la democracia hasta la teocracia, desde las dictaduras militares a las ideologías ateas, deteniéndose que "existen en toda Asia millones de personas indígenas o pertenecientes a tribus que viven en aislamiento social, cultural y político con respecto a la población dominante".
Sociedades tradicionales que viviendo sus valores comunitarios, profesando sentimientos religiosos variados, veían postergada su redención humana por la falta de participación, explotación, corrupción gubernamental y una generalizada pobreza material.
El propio proceso de la globalización –que Joseph Stiglitz consideraba como "la integración más estrecha de los países y los pueblos del mundo"– ponía de manifiesto una descarnada condición económica de la mayoría de los países con mayor densidad demográfica. En su Discurso ante la XXX Conferencia Mundial de la FAO, Roma 1999, denunciaba y ponía su aliento proactivo, al reconocer que a millones de seres humanos "se les niegan los medios para satisfacer las necesidades fundamentales de la vida, es decir, la comida, el agua y la vivienda. Enfermedades nuevas y antiguas siguen afectando a innumerables personas…Sobre la vida misma se ciernen muchas amenazas e inevitablemente los más débiles sufren más. Ante estos hechos, mucha gente experimenta una especie de parálisis moral, creyendo que poco o nada se puede hacer para afrontar estos grandes problemas en su raíz… Lo que hace falta no es una parálisis, sino la acción. Con los medios de que se dispone hoy, la pobreza, el hambre y la enfermedad ya no pueden considerarse algo normal o inevitable. Se puede hacer mucho para derrotarlas".
El proceso de la globalización conllevaba una máscara ideológica, la del neoliberalismo que Juan Pablo II asoció con cierta degradación humana en sus valores y en la marginación de los bienes económicos. En su exhortación apostólica Ecclesia in America, Ciudad de México 1999, no pudo dejar de anotar que en varios países americanos "impera un sistema conocido como "neoliberalismo"; sistema que haciendo referencia a una concepción economicista del hombre, considera las ganancias y las leyes del mercado como parámetros absolutos en detrimento de la dignidad y del respeto de las personas y los pueblos. Dicho sistema se ha convertido, a veces, en una justificación ideológica de algunas actitudes y modos de obrar en el campo social y político, que causan la marginación de los más débiles. De hecho, los pobres son cada vez más numerosos, víctimas de determinadas políticas y estructuras frecuentemente injustas".
Palabras clarividentes para determinadas áreas geográficas del continente que brindó en una época de la humanidad la eventualidad de la concreción utópica de Tomás Moro.
Concluyamos que el desaparecido Papa reparaba que la globalización y su modelo económico contenían no sólo un deterioro mayor al mundo –la expresión que los países ricos están globalizados y los pobres localizados, es una potente imagen– en cuanto a que "la globalización que se está produciendo, en vez de llevar a una mayor unidad del género humano, amenaza con seguir una lógica que margina a los más débiles y aumenta el número de pobres de la tierra", según expone en su exhortación apostólica al documento Ecclesia in Europa, Roma 2000, sino una mutación de valores para la humanidad, la pérdida del sentido de la vida, la "búsqueda obsesiva de los propios intereses y privilegios", erosionando los aspectos éticos y morales de las naciones que son pasivas en el esquema de la globalización. Los efectos negativos en el plano socio-cultural, al imponer "nuevas escalas de valores arbitrarios y materialistas", se lee en Ecclesia in America. Las imágenes de violencia, hedonismo, individualismo desenfrenado y materialismo, van de la mano con esta conectividad de las transferencias tecnológicas e intercambio de bienes económicos, que ha afectado a las culturas asiáticas y "el carácter religioso de las personas, de las familias y de sociedades enteras", se comenta en Ecclesia in Asia.
Ante tal descalabro en la humanidad, advertía la reserva moral para oponerse a esta homogeneización de modelos económicos vinculados a una modalidad de estructurar la sociedad que recubre una ideología. Y esta recaía en la valoración de las culturas propias de los pueblos en los distintos continentes.
Concluyamos que en la visión de presagio de la actual crisis, Juan Pablo II no sólo abogó por la condonación de la deuda externa, en su catequesis homónima de Roma 1999, sino que levantó ante la marea avasalladora unidimensional de la globalización económica, y sus efectos denunciados, el papel a jugar por la Iglesia en nuestro continente –afectada por la crisis–, en promover una mayor integración entre las naciones, contribuyendo de este modo a "crear una verdadera cultura globalizada de la solidaridad, y también a colaborar con los medios legítimos en la reducción de los efectos negativos de la globalización, como son el dominio de los más fuertes sobre los más débiles, especialmente en el campo económico, y la pérdida de los valores de las culturas locales a favor de una mal entendida homogeneización".
Si el mundo no quiso escuchar sus palabras de advertencias no dejemos pasar la ocasión para labrar la otra opción: la cultura globalizada de la solidaridad.
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José Antonio González Pizarro. Profesor Titular de la Universidad Católica del Norte, Antofagasta, Chile.
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