Por Leandro Biolatto
El texto de hoy es un texto de transición geográfica en el relato de Marcos. La sección ha comenzado en la orilla occidental del mar de Galilea (cf. Mc. 4, 1), en territorio palestino, por lo tanto, territorio israelita. La perícopa de este domingo indica una proposición de Jesús: “Pasemos a la otra orilla”. Y tras este texto, en el comienzo del capítulo 5, nos encontramos en la región de los gerasenos, en la orilla oriental del mar de Galilea, dentro de una zona llamada Decápolis (porque estaba constituida por diez ciudades), habitado por paganos. Por lo tanto, Mc. 4, 35-41 es una bisagra geográfica (de territorio israelita a territorio pagano), una bisagra escénica (el mar funciona como nexo conector de ambos terrenos) y una bisagra teológica (la barca con Jesús y los discípulos se aleja de sus seguridades judaicas y se adentra en espacio gentil impuro atravesando peligros y tribulaciones). En la orilla occidental, Jesús había estado enseñando con parábolas (cf. Mc. 4, 1-34); en la orilla oriental, exorcizará un endemoniado (cf. Mc. 5, 1-20). De esta forma, la travesía en el mar queda cercada por dos acciones que son características del poder y la autoridad del Maestro: enseñar y exorcizar. Jesús enseña como quien no ha aprendido de nadie, y la gente queda maravillada por su enseñanza (cf. Mc. 1, 21; Mc. 4, 1; Mc. 6, 2). Jesús también expulsa demonios con un poder que le es propio (cf. Mc. 1, 23-26.34.39) y que interpela a los demás, sobre todo a los escribas, quienes acusan a Jesús de expulsar demonios en nombre del príncipe de los demonios (cf. Mc. 3, 22). En el final de la perícopa de hoy, los discípulos se hacen una pregunta que ayuda a completar un tríptico sobre la autoridad y el poder del Maestro, ya que es una pregunta en la misma línea que Mc. 1, 27, Mc. 2, 7 y Mc. 11, 28 (pasajes que plasman reacciones de las gentes ante la actividad de Jesús): ¿quién es éste?. En Mc. 4, 1-34 la autoridad se expresa en la palabra, en Mc. 5, 1-20 la autoridad se expresa en la expulsión de los demonios, y en el centro del tríptico, en Mc. 4, 35-41, la autoridad se expresa por calmar la tempestad, dominando la naturaleza, tarea propia de Dios, como lo canta el Sal. 107, 29 al describir acciones de Yahvé: “A silencio redujo la borrasca, las olas callaron a una”. En conclusión, Jesús tiene autoridad por la palabra novedosa que proclama y porque puede vencer al mal expulsando demonios, pero el centro de su autoridad proviene de Dios, de que Él mismo es Dios.
Ahora bien, introduciéndonos a la interna del texto, reconocemos una fuerte carga simbólica en varios elementos:
- Atardecer: en el Evangelio según Marcos, al atardecer suceden varias cosas. Al principio, la primera curación y exorcismos masivos (cf. Mc. 1, 32-33); luego los dos episodios parecidos con los discípulos en la barca (cf. Mc. 4, 35 y Mc. 6, 47); ya en el relato de la pasión, se lo menciona tras la expulsión de vendedores y cambistas del Templo (cf. Mc. 11, 19); al atardecer come la pascua con los Doce (cf. Mc. 14, 17); y finalmente, al atardecer, José de Arimatea pide permiso para descolgar el cuerpo de Jesús de la cruz y sepultarlo (cf. Mc. 15, 42-43). Parece ser el momento del día de las manifestaciones liberadoras del Maestro. Libera de los males, libera a los discípulos del miedo que impide la fe, libera el Templo de su cerrazón judía, libera la pascua de su sacrificio cruento para suplantarlo con su entrega, libera la cruz muriendo allí y siendo descolgado para ser acogido por el sepulcro que verá su resurrección. En este atardecer particular, invita a cruzar el mar, adentrarse en las aguas, y llegar a la otra orilla. Está liberando a sus discípulos del apego a la tierra israelita, y por lo tanto, el apego a la institucionalidad exclusivista judía. Pasemos a la otra orilla es vayamos a los paganos, con todo lo que eso significa, con la impureza que significa entrar en contacto con un gentil. Este atardecer liberador busca expandir el corazón de los discípulos, expandir su fe, y hacerla universalista.
- Mar: el mar ha significado siempre, para todos los pueblos, lo insondable y descomunal, la fuerza incontenible. Así es que las aguas se han vuelto para las religiones una categoría teológica, usualmente referida al poder del mal. En la mitología de Mesopotamia, por ejemplo, el mar era una bestia llamada Tiamat, la cual se enfrentaba antagónicamente a Marduk, el dios del orden. Si bien Israel, al reorganizar su cosmogonía, situó al mar subordinado a Yahvé, como parte de la creación (cf. Gen. 1, 6-10), eliminando su poderío mitológico, no desapareció la referencia a las grandes aguas como sitio del mal, como espacio habitual de los demonios, y por lo tanto, figura del mal (cf. Sal. 69, 3; Sal. 77, 17; Jon. 2, 6). En este caso, el símbolo parece ser claro. La idea de cruzar hacia el territorio pagano, hacia los gentiles, implica atravesar el mar/mal, la cuna de las tempestades, de las oposiciones, de las tribulaciones. El proyecto universalista inclusivo encuentra obstáculos, porque es un proyecto peligroso para los poderes demoníacos. No le será fácil a los discípulos alcanzar la otra orilla, alcanzar los alejados, porque el mar/mal hará lo que esté a su alcance para detenerlos. Pero Jesús, ejerciendo el poder de Dios, la autoridad divina suprema, la que separó las aguas en el Génesis y abrió el paso a los israelitas en el Éxodo, vence al mal. Las palabras de Jesús a la tormenta (calla, enmudece) son en griego siopao y fimoo; ésta última es la misma que utiliza en Mc. 1, 25 para expulsar el demonio del poseído de la sinagoga de Cafarnaún. Por lo tanto, lo que hace Jesús con el mar es exorcizarlo, es derrotar el mal.
- Barca: en el Evangelio según Marcos la barca es la herramienta de trabajo de los primeros discípulos (cf. Mc. 1, 19-20), pero en poco tiempo se transforma en algo más; en el estrado para que Jesús atienda a la gente (cf. Mc. 3, 9; Mc. 4, 1) y el medio de movilidad de la comunidad apostólica para conectar el territorio israelita con el territorio pagano (cf. Mc. 4, 36; Mc. 5, 2.2; Mc. 6, 45; Mc. 8, 10). La barca es el símbolo de la Iglesia. Desde allí Jesús enseña, sana y exorciza; tras su muerte y resurrección, la Iglesia continúa esas actividades en su nombre. Desde allí Jesús conecta a los israelitas con los paganos, los de adentro con los de afuera; tras su muerte y resurrección, la Iglesia tiene la misión de la universalidad, de hacer un solo pueblo con toda la humanidad. En esta perícopa particular, algunos estudiosos interpretan la barca como simbolismo de la Iglesia judeo-cristiana, y por lo tanto, Marcos habría compuesto el relato de tal manera que quedase en claro que los discípulos (judeo-cristianos), queriendo llevarse a Jesús en su barca para no compartirlo, terminan atacados por el mar/mal que ellos mismos han generado, por su resistencia a la inclusión de los paganos; Jesús, tras calmar la tempestad, les recriminaría no tanto su falta específica de fe como su carencia de fe abierta, fe inclusiva, fe que busca a todos, y así arribarían a la región de los gerasenos. El texto podría ser, entonces, una crítica a la actitud y teología de determinadas comunidades cristianas contemporáneas a la comunidad marquiana que continuaban manteniendo un esquema religioso demasiado judío, cerrado, con reticencia la universalidad de la salvación, exigiendo, por ejemplo, la circuncisión de los convertidos antes que el bautismo, la continua asistencia al Templo de Jerusalén, la privación de determinadas comidas, etc. Al mismo tiempo, y en paralelo a esta interpretación, podemos ver en la barca un mensaje para toda la Iglesia, no solamente la judeo-cristiana, si asociamos el relato a Mc. 6, 45-52. En ambas oportunidades, después de estar con la gente, la comunidad apostólica se sube a la barca, la navegación se hace difícil, Jesús está de alguna manera ausente al principio (dormido en la popa u orando en un monte), al ingresar a la escena soluciona la desesperación inmediata de los discípulos, los invita a no temer, pero igualmente quedan pasmados. Ese Jesús ausente (dormido o alejado) puede ser el Jesús resucitado, que ya no está físicamente entre la comunidad eclesial, la cual se ve obligada a enfrentar sola el mar/mal del mundo, pero en esa soledad, cuando clama con desesperación, la acción de Jesús se descubre, apaciguando las aguas (venciendo el mal) o caminando sobre las aguas (con pleno dominio sobre el mal), recriminando la fe que ha fallado por miedo a una soledad que no era verdadera, pues la resurrección no es ausencia del Señor, sino presencia transformada.
Ir a la otra orilla ha sido siempre una expresión característica de la misión. Cruzan a la otra orilla los valientes, los que se animan, los intrépidos, los de mente y corazón abiertos, los de fe universalista. A veces hablamos de ir a la otra orilla sin captar el significado profundo de la expresión. Para los discípulos de Jesús era un desafío gigantesco, pero más que reto físico, más que el miedo a una travesía entre los poderes del mal, era el enfrentamiento con una teología que no entraba en sus cabezas. Para un israelita, contactar con paganos era de por sí contraer impureza, pero anunciarles la salvación, hacerlos partícipes del Pueblo de Dios, era un despropósito, una herejía, una blasfemia. Para pasar a la otra orilla hacía falta una determinación mayor que la razón; hacía falta la fe activa y operante del Reino, bajo la concepción de que el Reino no excluye.
En esta barca de la Iglesia actual, es lamentable encontrarse con oposiciones a cruzar el mar que no vienen de los espíritus inmundos y malignos, sino del mismo interior de la barca. Nos asusta llegar al que está del otro lado porque creemos que no es necesario, porque lo subestimamos, porque quizás está en la categoría de la impureza, porque nos conformamos con la orilla conocida. No es una aventura cruzar el mar, sino un acto de fe. Corremos el riesgo de hacer nuestra barca/Iglesia cada vez más pequeña, con menos espacio, más frágil, y por lo tanto más expuesta a los embates que sí vienen de fuera, del mar/mal. Algunos gritan y claman al cielo pidiendo una respuesta divina, y la respuesta ya fue la resurrección, que más que respuesta es una propuesta, la del Reino. Ya hemos sido invitados a pasar a la otra orilla, con todo lo que eso implica. Hemos sido invitados a cruzar el mar de afuera y el mar de adentro, cruzar las geografías, pero sobre todo, cruzar nuestros corazones y expandirlos. ¿Quién calmará la tormenta cuando volvamos la barca tan pequeña que ya no quepa ni Jesús? ¿Quién se presentará ante Dios cuando nos reclame la utopía de su Hijo que se quedó en los papeles y los cajones? ¿Quién asumirá la voz para decir, en nombre de todos, que el miedo nos venció?
Tenemos miedo de cruzar a la otra orilla porque significa perder exclusividad, perder un cierto poder que hemos auto-generado en derredor del Cristo. Privatizamos la fe, y de tanto privatizarla, se dejó vencer por el miedo. La misión no es compañera del miedo, porque son antónimos. Mientras evangelizar es ir, moverse, salir; el miedo es parálisis, detención, encierro. Mientras la misión es vida, el miedo es muerte. El temor hace hundir la barca, y con ella se hunde la Buena Noticia que iba a la otra orilla; la fe calma la tormenta, y entonces Dios, que tiene dominio sobre la naturaleza porque todo lo ha creado, se abre paso entre los hombres y mujeres para instalarse en su corazón.
Ahora bien, introduciéndonos a la interna del texto, reconocemos una fuerte carga simbólica en varios elementos:
- Atardecer: en el Evangelio según Marcos, al atardecer suceden varias cosas. Al principio, la primera curación y exorcismos masivos (cf. Mc. 1, 32-33); luego los dos episodios parecidos con los discípulos en la barca (cf. Mc. 4, 35 y Mc. 6, 47); ya en el relato de la pasión, se lo menciona tras la expulsión de vendedores y cambistas del Templo (cf. Mc. 11, 19); al atardecer come la pascua con los Doce (cf. Mc. 14, 17); y finalmente, al atardecer, José de Arimatea pide permiso para descolgar el cuerpo de Jesús de la cruz y sepultarlo (cf. Mc. 15, 42-43). Parece ser el momento del día de las manifestaciones liberadoras del Maestro. Libera de los males, libera a los discípulos del miedo que impide la fe, libera el Templo de su cerrazón judía, libera la pascua de su sacrificio cruento para suplantarlo con su entrega, libera la cruz muriendo allí y siendo descolgado para ser acogido por el sepulcro que verá su resurrección. En este atardecer particular, invita a cruzar el mar, adentrarse en las aguas, y llegar a la otra orilla. Está liberando a sus discípulos del apego a la tierra israelita, y por lo tanto, el apego a la institucionalidad exclusivista judía. Pasemos a la otra orilla es vayamos a los paganos, con todo lo que eso significa, con la impureza que significa entrar en contacto con un gentil. Este atardecer liberador busca expandir el corazón de los discípulos, expandir su fe, y hacerla universalista.
- Mar: el mar ha significado siempre, para todos los pueblos, lo insondable y descomunal, la fuerza incontenible. Así es que las aguas se han vuelto para las religiones una categoría teológica, usualmente referida al poder del mal. En la mitología de Mesopotamia, por ejemplo, el mar era una bestia llamada Tiamat, la cual se enfrentaba antagónicamente a Marduk, el dios del orden. Si bien Israel, al reorganizar su cosmogonía, situó al mar subordinado a Yahvé, como parte de la creación (cf. Gen. 1, 6-10), eliminando su poderío mitológico, no desapareció la referencia a las grandes aguas como sitio del mal, como espacio habitual de los demonios, y por lo tanto, figura del mal (cf. Sal. 69, 3; Sal. 77, 17; Jon. 2, 6). En este caso, el símbolo parece ser claro. La idea de cruzar hacia el territorio pagano, hacia los gentiles, implica atravesar el mar/mal, la cuna de las tempestades, de las oposiciones, de las tribulaciones. El proyecto universalista inclusivo encuentra obstáculos, porque es un proyecto peligroso para los poderes demoníacos. No le será fácil a los discípulos alcanzar la otra orilla, alcanzar los alejados, porque el mar/mal hará lo que esté a su alcance para detenerlos. Pero Jesús, ejerciendo el poder de Dios, la autoridad divina suprema, la que separó las aguas en el Génesis y abrió el paso a los israelitas en el Éxodo, vence al mal. Las palabras de Jesús a la tormenta (calla, enmudece) son en griego siopao y fimoo; ésta última es la misma que utiliza en Mc. 1, 25 para expulsar el demonio del poseído de la sinagoga de Cafarnaún. Por lo tanto, lo que hace Jesús con el mar es exorcizarlo, es derrotar el mal.
- Barca: en el Evangelio según Marcos la barca es la herramienta de trabajo de los primeros discípulos (cf. Mc. 1, 19-20), pero en poco tiempo se transforma en algo más; en el estrado para que Jesús atienda a la gente (cf. Mc. 3, 9; Mc. 4, 1) y el medio de movilidad de la comunidad apostólica para conectar el territorio israelita con el territorio pagano (cf. Mc. 4, 36; Mc. 5, 2.2; Mc. 6, 45; Mc. 8, 10). La barca es el símbolo de la Iglesia. Desde allí Jesús enseña, sana y exorciza; tras su muerte y resurrección, la Iglesia continúa esas actividades en su nombre. Desde allí Jesús conecta a los israelitas con los paganos, los de adentro con los de afuera; tras su muerte y resurrección, la Iglesia tiene la misión de la universalidad, de hacer un solo pueblo con toda la humanidad. En esta perícopa particular, algunos estudiosos interpretan la barca como simbolismo de la Iglesia judeo-cristiana, y por lo tanto, Marcos habría compuesto el relato de tal manera que quedase en claro que los discípulos (judeo-cristianos), queriendo llevarse a Jesús en su barca para no compartirlo, terminan atacados por el mar/mal que ellos mismos han generado, por su resistencia a la inclusión de los paganos; Jesús, tras calmar la tempestad, les recriminaría no tanto su falta específica de fe como su carencia de fe abierta, fe inclusiva, fe que busca a todos, y así arribarían a la región de los gerasenos. El texto podría ser, entonces, una crítica a la actitud y teología de determinadas comunidades cristianas contemporáneas a la comunidad marquiana que continuaban manteniendo un esquema religioso demasiado judío, cerrado, con reticencia la universalidad de la salvación, exigiendo, por ejemplo, la circuncisión de los convertidos antes que el bautismo, la continua asistencia al Templo de Jerusalén, la privación de determinadas comidas, etc. Al mismo tiempo, y en paralelo a esta interpretación, podemos ver en la barca un mensaje para toda la Iglesia, no solamente la judeo-cristiana, si asociamos el relato a Mc. 6, 45-52. En ambas oportunidades, después de estar con la gente, la comunidad apostólica se sube a la barca, la navegación se hace difícil, Jesús está de alguna manera ausente al principio (dormido en la popa u orando en un monte), al ingresar a la escena soluciona la desesperación inmediata de los discípulos, los invita a no temer, pero igualmente quedan pasmados. Ese Jesús ausente (dormido o alejado) puede ser el Jesús resucitado, que ya no está físicamente entre la comunidad eclesial, la cual se ve obligada a enfrentar sola el mar/mal del mundo, pero en esa soledad, cuando clama con desesperación, la acción de Jesús se descubre, apaciguando las aguas (venciendo el mal) o caminando sobre las aguas (con pleno dominio sobre el mal), recriminando la fe que ha fallado por miedo a una soledad que no era verdadera, pues la resurrección no es ausencia del Señor, sino presencia transformada.
Ir a la otra orilla ha sido siempre una expresión característica de la misión. Cruzan a la otra orilla los valientes, los que se animan, los intrépidos, los de mente y corazón abiertos, los de fe universalista. A veces hablamos de ir a la otra orilla sin captar el significado profundo de la expresión. Para los discípulos de Jesús era un desafío gigantesco, pero más que reto físico, más que el miedo a una travesía entre los poderes del mal, era el enfrentamiento con una teología que no entraba en sus cabezas. Para un israelita, contactar con paganos era de por sí contraer impureza, pero anunciarles la salvación, hacerlos partícipes del Pueblo de Dios, era un despropósito, una herejía, una blasfemia. Para pasar a la otra orilla hacía falta una determinación mayor que la razón; hacía falta la fe activa y operante del Reino, bajo la concepción de que el Reino no excluye.
En esta barca de la Iglesia actual, es lamentable encontrarse con oposiciones a cruzar el mar que no vienen de los espíritus inmundos y malignos, sino del mismo interior de la barca. Nos asusta llegar al que está del otro lado porque creemos que no es necesario, porque lo subestimamos, porque quizás está en la categoría de la impureza, porque nos conformamos con la orilla conocida. No es una aventura cruzar el mar, sino un acto de fe. Corremos el riesgo de hacer nuestra barca/Iglesia cada vez más pequeña, con menos espacio, más frágil, y por lo tanto más expuesta a los embates que sí vienen de fuera, del mar/mal. Algunos gritan y claman al cielo pidiendo una respuesta divina, y la respuesta ya fue la resurrección, que más que respuesta es una propuesta, la del Reino. Ya hemos sido invitados a pasar a la otra orilla, con todo lo que eso implica. Hemos sido invitados a cruzar el mar de afuera y el mar de adentro, cruzar las geografías, pero sobre todo, cruzar nuestros corazones y expandirlos. ¿Quién calmará la tormenta cuando volvamos la barca tan pequeña que ya no quepa ni Jesús? ¿Quién se presentará ante Dios cuando nos reclame la utopía de su Hijo que se quedó en los papeles y los cajones? ¿Quién asumirá la voz para decir, en nombre de todos, que el miedo nos venció?
Tenemos miedo de cruzar a la otra orilla porque significa perder exclusividad, perder un cierto poder que hemos auto-generado en derredor del Cristo. Privatizamos la fe, y de tanto privatizarla, se dejó vencer por el miedo. La misión no es compañera del miedo, porque son antónimos. Mientras evangelizar es ir, moverse, salir; el miedo es parálisis, detención, encierro. Mientras la misión es vida, el miedo es muerte. El temor hace hundir la barca, y con ella se hunde la Buena Noticia que iba a la otra orilla; la fe calma la tormenta, y entonces Dios, que tiene dominio sobre la naturaleza porque todo lo ha creado, se abre paso entre los hombres y mujeres para instalarse en su corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario