En la película “City Slickers” (“Cowboys de Ciudad” -en versión española-) hay una escena que emite luz sobre la importancia de la integridad personal. Tres hombres neoyorquinos, amigos íntimos, fueron juntos de vacación en verano para ayudar en un torneo de ganado, con la esperanza de que esta experiencia les ayudara a revisar y chequear sus respectivas crisis de los cuarenta.
En un momento dado, cabalgando por el sendero, van discutiendo sobre la moralidad de las aventuras sexuales y sus peligros inherentes. Al comienzo, su conversación se centra principalmente en el miedo a ser sorprendido, y dos de ellos están de acuerdo en que una aventura no merece el riesgo. Pero su amigo les cuestiona de nuevo, esta vez preguntándoles si tendrían una aventura en el caso de estar totalmente seguros de que no les descubrirían: “Imagínate”, dice, “que aterriza una nave espacial. Una mujer despampanante emerge de la nave. Haces el amor, y ella regresa a Marte. No hay consecuencias. No es posible que nadie se entere. ¿Lo harías?”
Billy Cristal, el protagonista, contesta que tiene duda que eso sea posible alguna vez. “Tú siempre eres descubierto”, accede, “la gente huele tu deshonestidad”. - “Pero”, replica su amigo, “y si fuera realmente posible tener una aventura amorosa y no ser sorprendido… ¿Lo harías? ¿Y si nadie supiera eso jamás?” Y Billy Cristal responde. “¡Pero yo lo sabría, y me odiaría a mí mismo por ello!”.
Su respuesta hace resaltar una verdad importante. Lo que hacemos en privado, en secreto, tiene consecuencias que no dependen de si nuestro secreto se filtra o no. El daño es el mismo. Lo que hacemos en secreto nos ayuda a moldear nuestras personas e influencia la forma cómo nos relacionamos con otros de modo mucho más profundo de lo que sospechamos. No existe semejante cosa: un acto secreto. La persona más crítica de todas siempre lo sabe. Nosotros lo sabemos. Y nos odiamos a nosotros mismos por ello, nos odiamos por tener que mentir, y esto influye en general en nuestras relaciones.
Lo que hacemos en secreto configura en el fondo a la persona que mostramos en público. La deshonestidad cambia el modo mismo cómo aparecemos, ya que cambia quiénes somos. Por eso con demasiada frecuencia los que nos rodean intuirán la verdad sobre nosotros, olerán la mentira, aun cuando no tengan ninguna evidencia clara por la que sospechar de nosotros.
El hacer en secreto algo que no podemos admitirlo en público es la definición auténtica de hipocresía y la hipocresía nos obliga a mentir. Y mentir, entre otros pecados, es quizás el más peligroso. ¿Por qué? Porque nos odiamos a nosotros mismos por ello y dejamos de respetarnos a nosotros mismos. Cuando dejemos de respetarnos nos percataremos, demasiado pronto, que otras personas dejan también de respetarnos. Ese es el ámbito especial en que nos “olemos” nuestras mentiras unos a otros.
Además, el mentir nos fuerza a endurecernos a nosotros mismos, de forma que podamos convivir con nuestra mentira. El pecado no siempre nos hace humildes y arrepentidos. Tenemos la imagen demasiado facilona, popular, del pecador honesto, alguien como la mujer arrepentida que unge los pies de Jesús. Así sucede a veces, especialmente a algunos pecadores que aceptan a Cristo con mayor facilidad que muchos cristianos practicantes, muy “morales” ellos.
Pero no siempre es así. La imagen bíblica del pecador honesto que vuelve humildemente hacia Dios se refiere precisamente a la honestidad, al pecador que no oculta ni miente con respecto a su pecado. Cuando no admitimos con honestidad nuestro pecado marchamos en la dirección contraria, a saber, hacia la racionalización, endurecimiento de actitud y cinismo. Más todavía, es el mentir, y no la debilidad original, el que se convierte entonces en el cáncer real y constituye el mayor peligro. Cuando ocultamos un pecado, nos vemos forzados a mentir, y con esa mentira inmediatamente comenzamos a endurecer y a remodelar nuestras almas. Puedes hacer lo que quieras, mientras no tengas que mentir sobre ello. Y eso es muy diferente a decir que puedes hacer lo que quieras mientras nadie se entere de ello.
La calidad de nuestras personas depende de la calidad de nuestra integridad privada. Estamos tan enfermos como nuestro secreto más enfermo, y estamos tan sanos como nuestra virtud más secreta. No podemos estar haciendo una cosa en privado e irradiar y profesar algo diferente en público, prescindiendo de si otros conocen nuestros secretos o no. Nosotros los conocemos, y cuando esos secretos son enfermizos nos odiamos a nosotros mismos por ellos y nuestros corazones se endurecen, pues convivimos con una mentira.
No habríamos de engañarnos a nosotros mismos pensando que lo que hacemos en privado, incluyendo pequeñas acciones de infidelidad, de indulgencia consigo mismo, de intolerancia, de envidia, o de difamación, no tienen importancia, ya que nadie las conoce. Dentro del misterio de nuestra interconexión, como familia humana y como familia de fe y confianza, hasta nuestras acciones más privadas y secretas, buenas o malas, afectan al todo, como bacterias invisibles que circulan por el torrente sanguíneo. Todo llega a conocerse, sentirse, de una forma u otra.
Otros nos conocen, aun cuando no saben todo exactamente sobre nosotros. Ellos, por una parte, huelen nuestros vicios fétidos; por otra, sienten el aroma de nuestras virtudes.
En un momento dado, cabalgando por el sendero, van discutiendo sobre la moralidad de las aventuras sexuales y sus peligros inherentes. Al comienzo, su conversación se centra principalmente en el miedo a ser sorprendido, y dos de ellos están de acuerdo en que una aventura no merece el riesgo. Pero su amigo les cuestiona de nuevo, esta vez preguntándoles si tendrían una aventura en el caso de estar totalmente seguros de que no les descubrirían: “Imagínate”, dice, “que aterriza una nave espacial. Una mujer despampanante emerge de la nave. Haces el amor, y ella regresa a Marte. No hay consecuencias. No es posible que nadie se entere. ¿Lo harías?”
Billy Cristal, el protagonista, contesta que tiene duda que eso sea posible alguna vez. “Tú siempre eres descubierto”, accede, “la gente huele tu deshonestidad”. - “Pero”, replica su amigo, “y si fuera realmente posible tener una aventura amorosa y no ser sorprendido… ¿Lo harías? ¿Y si nadie supiera eso jamás?” Y Billy Cristal responde. “¡Pero yo lo sabría, y me odiaría a mí mismo por ello!”.
Su respuesta hace resaltar una verdad importante. Lo que hacemos en privado, en secreto, tiene consecuencias que no dependen de si nuestro secreto se filtra o no. El daño es el mismo. Lo que hacemos en secreto nos ayuda a moldear nuestras personas e influencia la forma cómo nos relacionamos con otros de modo mucho más profundo de lo que sospechamos. No existe semejante cosa: un acto secreto. La persona más crítica de todas siempre lo sabe. Nosotros lo sabemos. Y nos odiamos a nosotros mismos por ello, nos odiamos por tener que mentir, y esto influye en general en nuestras relaciones.
Lo que hacemos en secreto configura en el fondo a la persona que mostramos en público. La deshonestidad cambia el modo mismo cómo aparecemos, ya que cambia quiénes somos. Por eso con demasiada frecuencia los que nos rodean intuirán la verdad sobre nosotros, olerán la mentira, aun cuando no tengan ninguna evidencia clara por la que sospechar de nosotros.
El hacer en secreto algo que no podemos admitirlo en público es la definición auténtica de hipocresía y la hipocresía nos obliga a mentir. Y mentir, entre otros pecados, es quizás el más peligroso. ¿Por qué? Porque nos odiamos a nosotros mismos por ello y dejamos de respetarnos a nosotros mismos. Cuando dejemos de respetarnos nos percataremos, demasiado pronto, que otras personas dejan también de respetarnos. Ese es el ámbito especial en que nos “olemos” nuestras mentiras unos a otros.
Además, el mentir nos fuerza a endurecernos a nosotros mismos, de forma que podamos convivir con nuestra mentira. El pecado no siempre nos hace humildes y arrepentidos. Tenemos la imagen demasiado facilona, popular, del pecador honesto, alguien como la mujer arrepentida que unge los pies de Jesús. Así sucede a veces, especialmente a algunos pecadores que aceptan a Cristo con mayor facilidad que muchos cristianos practicantes, muy “morales” ellos.
Pero no siempre es así. La imagen bíblica del pecador honesto que vuelve humildemente hacia Dios se refiere precisamente a la honestidad, al pecador que no oculta ni miente con respecto a su pecado. Cuando no admitimos con honestidad nuestro pecado marchamos en la dirección contraria, a saber, hacia la racionalización, endurecimiento de actitud y cinismo. Más todavía, es el mentir, y no la debilidad original, el que se convierte entonces en el cáncer real y constituye el mayor peligro. Cuando ocultamos un pecado, nos vemos forzados a mentir, y con esa mentira inmediatamente comenzamos a endurecer y a remodelar nuestras almas. Puedes hacer lo que quieras, mientras no tengas que mentir sobre ello. Y eso es muy diferente a decir que puedes hacer lo que quieras mientras nadie se entere de ello.
La calidad de nuestras personas depende de la calidad de nuestra integridad privada. Estamos tan enfermos como nuestro secreto más enfermo, y estamos tan sanos como nuestra virtud más secreta. No podemos estar haciendo una cosa en privado e irradiar y profesar algo diferente en público, prescindiendo de si otros conocen nuestros secretos o no. Nosotros los conocemos, y cuando esos secretos son enfermizos nos odiamos a nosotros mismos por ellos y nuestros corazones se endurecen, pues convivimos con una mentira.
No habríamos de engañarnos a nosotros mismos pensando que lo que hacemos en privado, incluyendo pequeñas acciones de infidelidad, de indulgencia consigo mismo, de intolerancia, de envidia, o de difamación, no tienen importancia, ya que nadie las conoce. Dentro del misterio de nuestra interconexión, como familia humana y como familia de fe y confianza, hasta nuestras acciones más privadas y secretas, buenas o malas, afectan al todo, como bacterias invisibles que circulan por el torrente sanguíneo. Todo llega a conocerse, sentirse, de una forma u otra.
Otros nos conocen, aun cuando no saben todo exactamente sobre nosotros. Ellos, por una parte, huelen nuestros vicios fétidos; por otra, sienten el aroma de nuestras virtudes.
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