El Evangelio de este domingo lo podemos leer de forma “tenebrosa”: como el anuncio de un fin catastrófico del mundo, o lo podemos leer de forma luminosa: como el anuncio de la llegada de un nuevo mundo.
Si Dios decidió “jugarse” por el hombre, haciéndose uno de nosotros, aceptando la muerte en cruz… sin duda es porque tiene una visión luminosa del futuro y quiere abrir a los hombres un futuro de esperanza.
San Pablo dirá que Jesús vino entre nosotros para derribar la muralla del odio que nos separaba a los hombres y formar un nuevo pueblo. Desde esa perspectiva hemos de entender las lecturas de hoy.
El lunes pasado se celebraban 20 años de la caída del muro de Berlín. Pero siguen siendo muchos los muros que deben caer.
Una vieja historia
“Un peregrino recorría su camino cuando cierto día pasó ante un hombre que parecía ser monje y que estaba sentado en el campo. Cerca de allí, otros hombres trabajaban en un edificio de piedra.
“Parece un monje “, dijo el peregrino.
“Lo soy” respondió el monje.
¿Quiénes son esos que están trabajando en la abadía?
“Mis monjes” contestó, “yo soy el abad”.
“Es magnífico “, comentó el peregrino. “Es estupendo ver levantar un monasterio. ”
“Lo estamos derribando” dijo el abad
“¿Derribándolo?” Exclamó el peregrino. “¿Por qué?”
“Para poder ver salir el sol todas las mañanas “, respondió el abad. (Joan Chittister)
Destruir para poder ver el sol cada mañana
Las grandes abadías suelen ser muy solemnes en sus estructuras y en sus muros. Pero tanta piedra, con frecuencia, impide que el sol penetre dentro. E impiden a los de dentro verlo amanecer cada mañana.
En la vida todos solemos construir grandes muros, a veces incluso muy bellos, pero que nos están dificultando ver el sol.
Tenemos demasiados muros que nos impiden ver a los demás. Incluso ponemos muros que dieran la impresión de ser transparentes, pero que no dejan ver ni a aquellos que están a nuestro lado.
El muro de “yo soy así”, y que nos impide ver y aceptar a los demás como ellos son.
El muro de “yo pienso que las cosas tienen que ser así”, y nos impide respetar el modo cómo las ven los demás. Como si fuésemos los únicos que tenemos ojos para ver, y gusto para discernir.
El muro de “a mí no me cambia nadie”, y que nos impide ver la luz de la verdad que los demás quieren irradiar sobre nosotros. Y no nos sentimos afectados por las señales que cada día Dios nos envía a través de los acontecimientos de la vida.
El muro de “yo soy el jefe, la cabeza”, y no nos deja ver que los demás también piensan, y que los demás también tienen cabeza.
El muro de “las cosas que tengo y he conseguido en la vida” y que nos cierran a la luz que Dios nos envía a través de las necesidades de los demás.
El muro de “mi carácter es así” y nos cierran el paso a la luz que nos invita a ser de otra manera y la llamada que nos llega desde los demás.
El muro de “mis tristezas y preocupaciones”, que nos cierra sobre nosotros mismos y no somos capaces de abrirnos a la alegría de la vida.
El muro de “yo hice tal cosa y ya estoy marcado para siempre”, y nos impide el gozo y la alegría de saber que el pasado ya no existe y que lo existe es el presente y el futuro que está amaneciendo.
En la vida no siempre es cuestión de construir. También a veces es preciso destruir.
La misma historia milenaria de la Iglesia ha ido creando demasiados muros que le impiden ver el caminar de la historia y del mundo.
La esperanza siempre viva
Nada hay más bello que despertarse y poder contemplar el sol.
Nada más bello que despertarse cada día y poder ver la luz que irradian aquellos que viven a nuestro lado.
Nada más bello que despertarse cada mañana y sentir la alegría de un nuevo día, un nuevo amanecer, un nuevo mundo.
Se necesitan profetas que vayan derrumbando nuestros muros de resistencia a la novedad del Espíritu y a los nuevos problemas de los hombres que esperan nuevas buenas noticias.
Puede que la vida se encargue de derrumbar muchos de esos muros que nos impiden ver con claridad.
Cuando todo lo veamos oscuro, pensemos si no habrá algún muro que nos impide la claridad.
Nunca digamos: esto ya es el final. El final de las paredes de un viejo Monasterio, puede ser el comienzo de nuevos amaneceres.
Además no nos toca a nosotros decidir el último capítulo, cuando la vida nos está preparando otro más bello. Esa es la razón de la esperanza, que no entiende de finales.
La esperanza es capaz de ver lo nuevo a través de las ruinas de lo viejo.
Si Dios decidió “jugarse” por el hombre, haciéndose uno de nosotros, aceptando la muerte en cruz… sin duda es porque tiene una visión luminosa del futuro y quiere abrir a los hombres un futuro de esperanza.
San Pablo dirá que Jesús vino entre nosotros para derribar la muralla del odio que nos separaba a los hombres y formar un nuevo pueblo. Desde esa perspectiva hemos de entender las lecturas de hoy.
El lunes pasado se celebraban 20 años de la caída del muro de Berlín. Pero siguen siendo muchos los muros que deben caer.
Una vieja historia
“Un peregrino recorría su camino cuando cierto día pasó ante un hombre que parecía ser monje y que estaba sentado en el campo. Cerca de allí, otros hombres trabajaban en un edificio de piedra.
“Parece un monje “, dijo el peregrino.
“Lo soy” respondió el monje.
¿Quiénes son esos que están trabajando en la abadía?
“Mis monjes” contestó, “yo soy el abad”.
“Es magnífico “, comentó el peregrino. “Es estupendo ver levantar un monasterio. ”
“Lo estamos derribando” dijo el abad
“¿Derribándolo?” Exclamó el peregrino. “¿Por qué?”
“Para poder ver salir el sol todas las mañanas “, respondió el abad. (Joan Chittister)
Destruir para poder ver el sol cada mañana
Las grandes abadías suelen ser muy solemnes en sus estructuras y en sus muros. Pero tanta piedra, con frecuencia, impide que el sol penetre dentro. E impiden a los de dentro verlo amanecer cada mañana.
En la vida todos solemos construir grandes muros, a veces incluso muy bellos, pero que nos están dificultando ver el sol.
Tenemos demasiados muros que nos impiden ver a los demás. Incluso ponemos muros que dieran la impresión de ser transparentes, pero que no dejan ver ni a aquellos que están a nuestro lado.
El muro de “yo soy así”, y que nos impide ver y aceptar a los demás como ellos son.
El muro de “yo pienso que las cosas tienen que ser así”, y nos impide respetar el modo cómo las ven los demás. Como si fuésemos los únicos que tenemos ojos para ver, y gusto para discernir.
El muro de “a mí no me cambia nadie”, y que nos impide ver la luz de la verdad que los demás quieren irradiar sobre nosotros. Y no nos sentimos afectados por las señales que cada día Dios nos envía a través de los acontecimientos de la vida.
El muro de “yo soy el jefe, la cabeza”, y no nos deja ver que los demás también piensan, y que los demás también tienen cabeza.
El muro de “las cosas que tengo y he conseguido en la vida” y que nos cierran a la luz que Dios nos envía a través de las necesidades de los demás.
El muro de “mi carácter es así” y nos cierran el paso a la luz que nos invita a ser de otra manera y la llamada que nos llega desde los demás.
El muro de “mis tristezas y preocupaciones”, que nos cierra sobre nosotros mismos y no somos capaces de abrirnos a la alegría de la vida.
El muro de “yo hice tal cosa y ya estoy marcado para siempre”, y nos impide el gozo y la alegría de saber que el pasado ya no existe y que lo existe es el presente y el futuro que está amaneciendo.
En la vida no siempre es cuestión de construir. También a veces es preciso destruir.
La misma historia milenaria de la Iglesia ha ido creando demasiados muros que le impiden ver el caminar de la historia y del mundo.
La esperanza siempre viva
Nada hay más bello que despertarse y poder contemplar el sol.
Nada más bello que despertarse cada día y poder ver la luz que irradian aquellos que viven a nuestro lado.
Nada más bello que despertarse cada mañana y sentir la alegría de un nuevo día, un nuevo amanecer, un nuevo mundo.
Se necesitan profetas que vayan derrumbando nuestros muros de resistencia a la novedad del Espíritu y a los nuevos problemas de los hombres que esperan nuevas buenas noticias.
Puede que la vida se encargue de derrumbar muchos de esos muros que nos impiden ver con claridad.
Cuando todo lo veamos oscuro, pensemos si no habrá algún muro que nos impide la claridad.
Nunca digamos: esto ya es el final. El final de las paredes de un viejo Monasterio, puede ser el comienzo de nuevos amaneceres.
Además no nos toca a nosotros decidir el último capítulo, cuando la vida nos está preparando otro más bello. Esa es la razón de la esperanza, que no entiende de finales.
La esperanza es capaz de ver lo nuevo a través de las ruinas de lo viejo.
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