Dicen algunos que vivimos un momento de grave crisis en la Iglesia. Las divisiones internas que no cesan. El escándalo de los abusos sexuales y su encubrimiento durante años por miembros de la jerarquía, que ha llegado a afectar a las más altas instancias eclesiales. El abandono de la Iglesia por parte de las poblaciones de los países más tradicionalmente católicos. Y muchas más cosas que se podían decir.
Me parece que los que dicen esas cosas a) conocen muy poco la historia de la Iglesia y b) tienen muy poca confianza en el Espíritu de Dios. Basta echar la mirada atrás, a nuestra propia historia para darnos cuenta que ha sido una aventura donde se ha entretejido la mano de Dios con la mano del hombre. La Iglesia es humana y bien humana. Sus dirigentes, sacerdotes, obispos, cardenales, papas, han sido también humanos. Las más diversas motivaciones les han animado. A veces ni tan puras ni tan santas como nos haría creer su cargo. Hemos –porque no hay ninguna razón para sentirnos de los “buenos” y con capacidad para juzgar a los otros– metido muchas veces la pata. Hemos cometido muchos errores. Hemos obrado mal en demasiadas ocasiones.
Pero llevamos 2.000 años de historia y la Iglesia sigue adelante. Sigue habiendo personas que en el seno de comunidades cristianas normales permiten que la Palabra de Dios les llegue al corazón y que convierta sus vidas en testimonio del amor de Dios en medio de nuestro mundo. No puede haber más respuesta que decir que el Espíritu de Dios sigue vivo entre nosotros. Él es el que anima está perpetua fiesta de la fraternidad redescubierta que es la Iglesia. Él es el que hace que el perdón, la misericordia, la reconciliación sigan siendo la bandera que señala la presencia de Dios en el mundo. Nuestros campanarios no son el recuerdo de la condena ni del juicio ni de la ley. El tañir de las campanas recordaba, sigue recordando, que el Dios de la misericordia puso su tienda entre nosotros “para iluminar a los que viven en tinieblas, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Benedictus).
La fiesta del Espíritu comenzó aquel Pentecostés posterior a la muerte de Jesús. Cuando los discípulos se sentían abandonados y sin fuerzas. Cuando necesitaban encerrarse en una casa –¡hasta las ventanas tenían cerradas!– para sentirse seguros. Entonces llegó el Espíritu. Cayó sobre todos como el fuego que calienta y da vida, como llamarada que alumbra en la oscuridad.Y todo se convirtió en luz. Los que estaban encerrados en la oscuridad no pudieron menos que salir a la luz y entregar aquel fuego a todos los hombres y mujeres del mundo. No tenían miedo. Ni lo iban a tener en adelante. Porque su fuerza no venía de ellos mismos sino del Espíritu de Dios.
La fiesta del Espíritu no se terminó aquel día en Jerusalén. Se ha alargado hasta nuestros días. En toda la historia –en esa historia poblada de errores, de equivocaciones, de pecado, que es la historia de la Iglesia– el Espíritu no nos ha abandonado nunca. Ha suscitado siempre hombres y mujeres que han llevado la buena nueva del Evangelio por todos los rincones de la tierra, que han renovado la vida de las comunidades eclesiales, que se han comprometido con la justicia y con la dignidad de los hijos e hijas de Dios.
El Espíritu no nos ha abandonado nunca ni nos abandonará. Sólo que algunos se ponen gafas oscuras y no ven más que oscuridad y penumbra y tinieblas y terror. El Espíritu es fuente de confianza y esperanza. El Espíritu nos abre a la vida. Nos hace salir de los cuartos oscuros de la desesperación y mirar nuestro presente y nuestro futuro con gozo y con esperanza. El Espíritu nos hará superar las dificultades presentes como nos ha hecho superar otras en el pasado. Abrirá nuevos caminos. Nos sorprenderá con su creatividad, siempre marcada por la misericordia, por la compasión, por la vida.
Es tiempo de confiar. Es tiempo de dejarnos invadir por la alegría de saber que el Espíritu sigue presente en medio de nosotros, que la buena nueva de Jesús no se va a olvidar nunca, que seguirá tocando los corazones de muchos hombres y mujeres, que seguirá trayendo la paz a nuestros corazones. Porque la Iglesia no es la suma de los que la formamos. Es algo más. La Iglesia es la fuerza del Espíritu en marcha. Por eso, hoy celebramos, una vez más, la fiesta del Espíritu.
Me parece que los que dicen esas cosas a) conocen muy poco la historia de la Iglesia y b) tienen muy poca confianza en el Espíritu de Dios. Basta echar la mirada atrás, a nuestra propia historia para darnos cuenta que ha sido una aventura donde se ha entretejido la mano de Dios con la mano del hombre. La Iglesia es humana y bien humana. Sus dirigentes, sacerdotes, obispos, cardenales, papas, han sido también humanos. Las más diversas motivaciones les han animado. A veces ni tan puras ni tan santas como nos haría creer su cargo. Hemos –porque no hay ninguna razón para sentirnos de los “buenos” y con capacidad para juzgar a los otros– metido muchas veces la pata. Hemos cometido muchos errores. Hemos obrado mal en demasiadas ocasiones.
El Espíritu sigue vivo
Pero llevamos 2.000 años de historia y la Iglesia sigue adelante. Sigue habiendo personas que en el seno de comunidades cristianas normales permiten que la Palabra de Dios les llegue al corazón y que convierta sus vidas en testimonio del amor de Dios en medio de nuestro mundo. No puede haber más respuesta que decir que el Espíritu de Dios sigue vivo entre nosotros. Él es el que anima está perpetua fiesta de la fraternidad redescubierta que es la Iglesia. Él es el que hace que el perdón, la misericordia, la reconciliación sigan siendo la bandera que señala la presencia de Dios en el mundo. Nuestros campanarios no son el recuerdo de la condena ni del juicio ni de la ley. El tañir de las campanas recordaba, sigue recordando, que el Dios de la misericordia puso su tienda entre nosotros “para iluminar a los que viven en tinieblas, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Benedictus).
La fiesta del Espíritu comenzó aquel Pentecostés posterior a la muerte de Jesús. Cuando los discípulos se sentían abandonados y sin fuerzas. Cuando necesitaban encerrarse en una casa –¡hasta las ventanas tenían cerradas!– para sentirse seguros. Entonces llegó el Espíritu. Cayó sobre todos como el fuego que calienta y da vida, como llamarada que alumbra en la oscuridad.Y todo se convirtió en luz. Los que estaban encerrados en la oscuridad no pudieron menos que salir a la luz y entregar aquel fuego a todos los hombres y mujeres del mundo. No tenían miedo. Ni lo iban a tener en adelante. Porque su fuerza no venía de ellos mismos sino del Espíritu de Dios.
Sentir la fuerza del Espíritu
La fiesta del Espíritu no se terminó aquel día en Jerusalén. Se ha alargado hasta nuestros días. En toda la historia –en esa historia poblada de errores, de equivocaciones, de pecado, que es la historia de la Iglesia– el Espíritu no nos ha abandonado nunca. Ha suscitado siempre hombres y mujeres que han llevado la buena nueva del Evangelio por todos los rincones de la tierra, que han renovado la vida de las comunidades eclesiales, que se han comprometido con la justicia y con la dignidad de los hijos e hijas de Dios.
El Espíritu no nos ha abandonado nunca ni nos abandonará. Sólo que algunos se ponen gafas oscuras y no ven más que oscuridad y penumbra y tinieblas y terror. El Espíritu es fuente de confianza y esperanza. El Espíritu nos abre a la vida. Nos hace salir de los cuartos oscuros de la desesperación y mirar nuestro presente y nuestro futuro con gozo y con esperanza. El Espíritu nos hará superar las dificultades presentes como nos ha hecho superar otras en el pasado. Abrirá nuevos caminos. Nos sorprenderá con su creatividad, siempre marcada por la misericordia, por la compasión, por la vida.
Es tiempo de confiar. Es tiempo de dejarnos invadir por la alegría de saber que el Espíritu sigue presente en medio de nosotros, que la buena nueva de Jesús no se va a olvidar nunca, que seguirá tocando los corazones de muchos hombres y mujeres, que seguirá trayendo la paz a nuestros corazones. Porque la Iglesia no es la suma de los que la formamos. Es algo más. La Iglesia es la fuerza del Espíritu en marcha. Por eso, hoy celebramos, una vez más, la fiesta del Espíritu.
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