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"Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo"
Introducción
"Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo"
Introducción
Percibimos dos incoherencias en esta fiesta de Pentecostés. La primera es el nombre. “Pentecostés” se refiere a los cincuenta día que transcurren desde la Pascua de Resurrección para celebrar esta otra Pascua. Creo que merecería un nombre más explícito que indicara la gran importancia de la fiesta y no un simple lapso de tiempo. Pascua del Espíritu Santo, por ejemplo. O Día de la Plenitud de la Pascua de Resurrección… La otra es que en ella falla el dicho popular que dice que no hay fiesta grande sin octava. Pentecostés es una de las más grandes fiestas de la Liturgia y ¡se ha quedado sin octava! El lunes siguiente entramos de nuevo en el “Tiempo ordinario”.
Salvemos la primera incoherencia subrayando que la fiesta de Pentecostés dice referencia directa a la que celebramos hace cincuenta días. Ambas fiestas se necesitan mutuamente. Pentecostés es la plenitud de la Pascua de Resurrección. Sin Pentecostés la Pascua carecería de espíritu, de vida, sería solo acontecimiento. Por otra parte sin la Resurrección la presencia del Espíritu Santo quedaría sin base humana, sin la referencia a Cristo.
La segunda la quiere salvar la Iglesia con la referencia frecuente, sobre todo en la semana anterior, a la promesa del Espíritu Santo durante el tiempo pascual. Este día se cumple la promesa que Cristo viene haciendo y que recogen los textos evangélicos de la semana anterior de enviar el Espíritu Consolador.
El Domingo de Pentecostés (cincuenta días después de la Pascua) nos muestra, con la proverbial primera lectura (Hechos 2,1-11), que las experiencias de Pascua, de la Resurrección, nos han puesto en el camino de la vida verdadera. Pero esa vida es para llevarla al mundo, para transformar la historia, para fecundar a la humanidad en una nueva experiencia de unidad (no uniformidad) de razas, lenguas, naciones y culturas. Lucas ha querido recoger aquí lo que sintieron los primeros cristianos cuando perdieron el miedo y se atrevieron a salir del «cenáculo» para anunciar el Reino de Dios que se les había encomendado.
Todo el capítulo primero de los Hechos de los Apóstoles es una preparación interna de la comunidad para poner de manifiesto lo importante que fueron estas experiencias del Espíritu para cambiar sus vidas, para profundizar en su fe, para tomar conciencia de lo que había pasado en la Pascua, no solamente con Jesús, sino con ellos mismos y para reconstruir el grupo de los Doce, al que se unieron todos los seguidores de Jesús. Por eso, el día de Pentecostés ha sido elegido por Lucas para concretar una experiencia extraordinaria, rompedora, decidida, porque era una fiesta judía que recordaba en algunos círculos judíos el don de la Ley del Sinaí, seña de identidad del pueblo de Israel y del judaísmo. Las pretensiones para que la identidad de la comunidad de Jesús resucitado se mostrara bajo la fuerza y la libertad del Espíritu es algo muy sintomático. El evangelista sabe lo que quiere decir y nosotros también, porque el Espíritu es lo propio de los profetas, de los que no están por una iglesia estática y por una religión sin vida. Por eso es el Espíritu quien marca el itinerario de la comunidad apostólica y quien la configura como comunidad profética y libre. Veamos algunos aspectos de los textos bíblicos:
Iª Lectura: (Hch 2,1-11): El Espíritu lo renueva todo
I.1. Este es un relato germinal, decisivo y programático; propio de Lucas, como en el de la presencia de Jesús en Nazaret (Lc 4,1ss). Lucas nos quiere da a entender que no se puede ser es pec tadores neutrales o marginales a la experiencia del Espíritu. Porque ésta es como un fenómeno absurdo o irracional hasta que no se entra dentro de la lógica de la acción gratuita y poderosa de Dios que transforma al hombre desde dentro y lo hace capaz de relaciones nuevas con los otros hombres. Y así, para expresar es ta realidad de la acción libre y renovadora de Dios, la tradición cristiana tenía a disposición el lenguaje y los símbolos religiosos de los relatos bíblicos donde Dios interviene en la historia hu mana. La manifestación clásica de Dios en la historia de fe de Israel, es la liberación del Éxodo, que culmina en el Sinaí con la constitución del pueblo de Dios sobre el fundamento del don de la Alianza.
I.2. Pentecostés era una fiesta judía, en realidad la “Fiesta de las Semanas” o “Hag Shabu’ot” o de las primicias de la recolección. El nombre de Pentecostés se traduce por “quincuagésimo,” (cf Hch 2,1; 20,16; 1Cor 16,8). La fiesta se describe en Ex 23,16 como “la fiesta de la cosecha,” y en Ex 34,22 como “el día de las primicias o los primeros frutos” (Num 28,26). Son siete semanas completas desde la pascua; es decir, cuarenta y nueve días y en el quincuagésimo, el día es la fiesta (Hag Shabu´ot). La manera en que ésta se guarda se describe en Lev 23,15-19; Num 28,27-29. Además de los sacrificios prescritos para la ocasión, en cada uno está el traerle al Señor el “tributo de su libre ofrenda” (Dt 16,9-11). Es verdad que no existe unanimidad entre los investigadores sobre el sentido propio de la fiesta, al menos en el tiempo en que se redacta este capítulo. Las antiguas versiones litúrgicas, los «targumin» y los comentarios rabínicos señalaban estos aspectos teológicos en el sentido de poner de manifiesto la acogida del don de la Ley en el Sinaí, como condición de vida para la comunidad renovada y santa. Y después del año 70 d. C., prevaleció en la liturgia el cómputo farisaico que fijaba la celebración de Pentecostés 50 días después de la Pascua. En ese caso, una tradición anterior a Lucas, muy probablemente, habría cristianizado el calendario litúrgico judío.
I.3. Pero ese es el trasfondo solamente, de la misma manera que lo es, también sin duda, el episodio de la Torre de Babel, en el relato de Gn 11,1-9. Y sin duda, tiene una im por tan cia sustancial, ya que Lucas no se queda solamente en los episodios exclusivamente israelitas. Algo muy parecido podemos ver en la Genealogía de Lc 3,1ss en que se remonta hasta Adán, más allá de Abrahán y Moisés, para mostrar que si bien la Iglesia es el nuevo Israel, es mucho más que eso; es el comienzo escatológico a partir del cuál la humanidad entera encontrará finalmente toda posibilidad de salvación. De hecho, tiene muchas posibilidades teológicas el reclamo y el trasfondo a Gn 11,1-9 sobre la torre de babel. Porque Babel, Babilonia, ha sido para el pueblo bíblico el prototipo de la idolatría, del poder contaminante y tirano, opuesto a Dios. Podemos ver una contraposición entre la “globalización” de Babel y cómo ahora viene el Espíritu a la comunidad en Jerusalén. Ahora, ya no para conquistar a los pueblos, sino para mostrar como Dios se incultura en todas las razas y lenguas por medio de su Espíritu. Cada uno lo “entiende” en su propia cultura, en su propio ser, incluso en su propia religión, podíamos decir.
I.4. Por eso mismo, no es una Ley nueva lo que se recibe en el día de Pentecostés, sino el don del Espíritu de Dios o del Espíritu del Señor. Es un cambio sustancial y decisivo y un don incomparable. El nuevo Israel y la nueva humanidad, pues, serán conducidos, no por una Ley que ya ha mostrado todas sus limitaciones en el viejo Israel, sino por el mismo Espíritu de Dios. Es el Espíritu el único que hace posible que todos los hombres, no sólo los israelitas, entren a formar parte del nuevo pueblo. Por eso, en el caso de la familia de Cornelio (Hch 10) -que se ha considerado como un segundo Pentecostés entre los paganos-, veremos al Espíritu adelantarse a la misma decisión de Pedro y de los que le acompañan, quien todavía no habían podido liberarse de sus concepciones judías y nacionalistas
I.5. Lo que Lucas quiere subrayar, pues, es la universalidad que caracteriza el tiempo del Espíritu y la habilitación profética del nuevo pueblo de Dios. Así se explica la intencionalidad -sin duda del redactor-, de transformar el relato primitivo de un milagro de «glosolalia» (hablar lenguas casi celestiales, ¡para entendernos!), en un milagro de profecía, en cuanto todos los oyentes, de toda la humanidad representada en Jerusalén, entienden hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua. El don del Espíritu, en Pentecostés, es un fenómeno profético por el que todos es cu chan cómo se interpreta al alcance de todos la “acción salvífica de Dios”; no es un fenómeno de idiomas, sino que esto acontece en el corazón de los hombres.
I.6. El relato de Pentecostés que hoy leemos en la primera lectura es un conjunto que abarca muchas experiencias a la vez, no solamente de un día. Esta fiesta de la Iglesia, que nace en las Pascua de su Señor, es como su bautismo de fuego. Porque ¿de qué vale ser bautizado si no se confiesa ante el mundo en nombre de quién hemos sido bautizados y el sentido de nuestra vida? Por eso, el día de la fiesta del Pentecostés, en que se conmemora el don de la ley en el Sinaí como garantía de la Alianza de Dios con su pueblo, se nos describe que en el seno de la comunidad de los discípulos del Señor se operó un cambio definitivo por medio del Espíritu.
I.7. De esa manera se quiere significar que desde ahora Dios conducirá a su pueblo, un pueblo nuevo, la Iglesia, por medio del Espíritu y ya no por la ley. Desde esa perspectiva se le quiere dar una nueva iden tidad profética a ese pueblo, que dejará de ser nacionalista, cerrado, exclusivista. La Iglesia debe estar abierta a todos los hombres, a todas las razas y culturas, porque nadie puede estar excluido de la salvación de Dios. De ahí que se quiera significar todo ello con el don de lenguas, o mejor, con que todos los hombres entiendan ese proyecto salvífico de Dios en su propia lengua y en su propia cultura. Esto es lo que pone fin al episodio desconcertante de la torre de Babel en que cada hombre y cada grupo se fue por su camino para “independizarse de Dios”. Eso es lo que lleva a cabo el Espíritu Santo: la unificación armoniosa de la humanidad en un mismo proyecto salvífico divino.
IIª Lectura: Iª Corintios (12,3-7.12-13): La comunión en el Espíritu
II.1. Pablo presenta a la comunidad de Corinto la unidad de la misma por medio del Espíritu. En realidad esta sección responde a un problema surgido en las comunidades de Corinto, en las que algunos que recibían dones o carismas extraordinarios, competían entre ellos sobre cuáles era los más importantes. Pablo va a dedicarle una reflexión prolongada (cc. 12-14), pero poniendo todo bajo el criterio de la caridad (c. 13). Con toda probabilidad, la misma comunidad le ha pedido un pronunciamiento ante ciertos excesos de cosas extraordinarias que rompían la armonía espiritual
II.2. La diversidad (diairesis, en griego) de gracias y dones comunitarios no deben romper la unidad de la comunidad, porque todos necesitamos tener algo fundamental, sin la cual no se es nada: el Espíritu del Señor Jesús para confesar nuestra fe; sin el Espíritu no somos cristianos, aunque creamos tener gracias extraordinarias y hablemos lenguas que nadie entiende. La diversidad, pues, recibe su identidad propia en el Espíritu primeramente. Así es como se construye la primera parte del texto hablando sobre la diairesis, de dones extraordinarios, de ministerios y funciones, pero un mismo Espíritu, un mismo Señor y un mismo Dios. No se trata de una construcción estética de Pablo, aunque, con razón, algunos han hablado de la “catedral” comunitaria; es la polifonía teológica de todo lo que hace que la comunidad cristiana tenga vida e identidad.
II.3. Los dones espirituales, los carismas, no son algo solamente estético, pero bien es verdad que si no se viven con la fuerza y el calor del Espíritu no llevarán a la comunión. Y una comunidad sin unidad de comunión, es una comunidad sin el Espíritu del Señor. Así se hace el “cuerpo” del Señor, desde la unidad en la pluralidad. Eso es lo que sucede en nuestro propio cuerpo: pluralidad en la unidad ¿Quién garantiza esa unidad? ¡Desde luego, el Espíritu!
Evangelio Juan (20,19-23): La paz y el gozo, frutos del Espíritu
III.1. El evangelio de hoy, Juan (20,19-23), nos viene a decir que desde el mismo día en que Jesús resucitó de entre los muertos su comunicación con los discípulos se realizó por medio del Espíritu. El Espíritu que «insufló» en ellos les otorgaba discernimiento, alegría y poder para perdonar los pecados a todos los hombres.
III.2. Pentecostés es como la representación decisiva y programática de cómo la Iglesia, nacida de la Pascua, tiene que abrirse a todos los hombres. Esta es una afirmación que debemos sopesarla con el mismo cuidado con el que San Juan nos presenta la vida de Jesús de una forma original y distinta. Pero las afirmaciones teológicas no están desprovistas de realidad y no son menos radicales. La verdad es que el Espíritu del Señor estuvo presente en toda la Pascua y fue el auténtico artífice de la iglesia primitiva desde el primer día en que Jesús ya no estaba históricamente con ellos. Pero si estaba con ellos, por medio del Espíritu que como Resucitado les había dado.
Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo. El Verbo, la segunda persona de la Trinidad “se hizo carne”, como dice san Juan; el Espíritu Santo, la tercera persona, se hace espíritu. Qué sea hacerse espíritu está significado en los símbolos, que en la primera lectura manifiestan su presencia: lengua de fuego y viento. El Espíritu Santo es una “lengua de fuego”. Cristo era la Palabra. Esa palabra necesita lengua de fuego, encendida de valor y amor, para que sea proclamada. Es lo que sucede en Pentecostés. Pero no acontece de manera imprevista, se necesita preparación. Bajo la guía de María los primeros seguidores de Jesús, en unos días de “retiro” reflexionaron sobre cuál era su misión tras la Ascensión. En la escucha de María se dejaron llenar del Espíritu Santo.
La mayoría de edad apostólica de los Doce
La Pascua de Pentecostés celebra la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles. Es el momento en que el Espíritu Santo les hace tomar plena conciencia de cuál es su misión, y asumir el compromiso de llevarla a cabo. Pentecostés es el momento de la madurez de la fe de los discípulos. Que es fe en la resurrección de Cristo, a la que, con la venida del Espíritu Santo se une la decisión de proclamarla. Vivirán para eso. La primera consecuencia de ello fue salir del lugar del “retiro” y lanzarse, ya sin miedo a los judíos, como viento fuerte, -segundo símbolo del Espíritu-, a proclamar lo que el Espíritu les había revelado. Fue su decisión, su energía, la valentía y el ardor con que proclamaban la Palabra lo que llegó a la mente y al corazón de los oyentes y suscitó las conversiones. No eran ellos los que hablaban, sino el Espíritu de Jesús: ellos ponían la lengua y la decisión, pero la Palabra venía de lo alto.
Nuestro Pentecostés
¿Cuál ha de ser nuestro Pentecostés? Necesitamos, como los apóstoles, dedicar tiempo a la reflexión, a la oración en silencio, como paso previo para sentirnos iluminados y animados por el Espíritu Santo, y acomodar nuestra vida a la Palabra de Dios. Y proclamar, también sin miedos, con entusiasmo esa Palabra cuando las circunstancias lo exigen.
Todo es necesario para movernos de acuerdo con el Espíritu Santo, que es el espíritu de Jesús, el espíritu del Evangelio. No basta el entusiasmo y la decisión de quien se cree “iluminado” por el Espíritu. El Espíritu no ilumina si no se dedica tiempo a la reflexión, a la escucha de la Palabra de Dios, a ver qué dice el evangelio. Sólo así podemos pasar a hablar. Eso sí, con decisión “no se nos ha dado un espíritu de cobardía, ni de esclavos, sino de amor de Dios y de hijos”, como dice san Pablo. Saber del Espíritu es buscar la luz y no quedarnos en las tinieblas, y es salirse de nuestros lugares de refugio, nuestros nidos, y afrontar con decisión nuestro testimonio cristiano. Quizás no se nos entienda bien, pero al menos quienes nos oigan se sentirán interpelados por la convicción de nuestra fe y por el ardor con la que la exponemos. Siempre habrá alguien que juzgue que estamos locos o borrachos – como juzgaron a los apóstoles este día de Pentecostés -, o anticuados, o que somos ilusos; pero otros muchos serán removidos en su interior y se abrirán a la fuerza del evangelio que se proclama con nuestra palabra y nuestra vida.
Pentecostés despide el tiempo –litúrgico- de Pascua y lo continúa en la vida
Esta fiesta de Pentecostés, con la que despedimos el tiempo pascual, quiere dejarnos ese mensaje: nada puede suceder en la vida que nos aparte de la confianza en que el Espíritu del Señor está en nosotros haciéndonos hijos de Dios, iluminando nuestras mentes, llenando nuestro corazón de amor y comprometiéndonos con ardor en la causa del evangelio. Esta causa es la lucha por construir una sociedad realmente humana, sin esclavitudes, sin la inhumana miseria de tantos, sin la opresión de unos pocos sobre la mayoría; una sociedad donde se respire el viento de la libertad, de la justicia, de la paz. La Iglesia, que nace bajo la llegada del Espíritu Santo en Pentecostés, tiene esa responsabilidad. Que es responsabilidad de cada uno los fieles, de cada uno de nosotros.
Salvemos la primera incoherencia subrayando que la fiesta de Pentecostés dice referencia directa a la que celebramos hace cincuenta días. Ambas fiestas se necesitan mutuamente. Pentecostés es la plenitud de la Pascua de Resurrección. Sin Pentecostés la Pascua carecería de espíritu, de vida, sería solo acontecimiento. Por otra parte sin la Resurrección la presencia del Espíritu Santo quedaría sin base humana, sin la referencia a Cristo.
La segunda la quiere salvar la Iglesia con la referencia frecuente, sobre todo en la semana anterior, a la promesa del Espíritu Santo durante el tiempo pascual. Este día se cumple la promesa que Cristo viene haciendo y que recogen los textos evangélicos de la semana anterior de enviar el Espíritu Consolador.
Comentario bíblico
El Domingo de Pentecostés (cincuenta días después de la Pascua) nos muestra, con la proverbial primera lectura (Hechos 2,1-11), que las experiencias de Pascua, de la Resurrección, nos han puesto en el camino de la vida verdadera. Pero esa vida es para llevarla al mundo, para transformar la historia, para fecundar a la humanidad en una nueva experiencia de unidad (no uniformidad) de razas, lenguas, naciones y culturas. Lucas ha querido recoger aquí lo que sintieron los primeros cristianos cuando perdieron el miedo y se atrevieron a salir del «cenáculo» para anunciar el Reino de Dios que se les había encomendado.
Todo el capítulo primero de los Hechos de los Apóstoles es una preparación interna de la comunidad para poner de manifiesto lo importante que fueron estas experiencias del Espíritu para cambiar sus vidas, para profundizar en su fe, para tomar conciencia de lo que había pasado en la Pascua, no solamente con Jesús, sino con ellos mismos y para reconstruir el grupo de los Doce, al que se unieron todos los seguidores de Jesús. Por eso, el día de Pentecostés ha sido elegido por Lucas para concretar una experiencia extraordinaria, rompedora, decidida, porque era una fiesta judía que recordaba en algunos círculos judíos el don de la Ley del Sinaí, seña de identidad del pueblo de Israel y del judaísmo. Las pretensiones para que la identidad de la comunidad de Jesús resucitado se mostrara bajo la fuerza y la libertad del Espíritu es algo muy sintomático. El evangelista sabe lo que quiere decir y nosotros también, porque el Espíritu es lo propio de los profetas, de los que no están por una iglesia estática y por una religión sin vida. Por eso es el Espíritu quien marca el itinerario de la comunidad apostólica y quien la configura como comunidad profética y libre. Veamos algunos aspectos de los textos bíblicos:
Iª Lectura: (Hch 2,1-11): El Espíritu lo renueva todo
I.1. Este es un relato germinal, decisivo y programático; propio de Lucas, como en el de la presencia de Jesús en Nazaret (Lc 4,1ss). Lucas nos quiere da a entender que no se puede ser es pec tadores neutrales o marginales a la experiencia del Espíritu. Porque ésta es como un fenómeno absurdo o irracional hasta que no se entra dentro de la lógica de la acción gratuita y poderosa de Dios que transforma al hombre desde dentro y lo hace capaz de relaciones nuevas con los otros hombres. Y así, para expresar es ta realidad de la acción libre y renovadora de Dios, la tradición cristiana tenía a disposición el lenguaje y los símbolos religiosos de los relatos bíblicos donde Dios interviene en la historia hu mana. La manifestación clásica de Dios en la historia de fe de Israel, es la liberación del Éxodo, que culmina en el Sinaí con la constitución del pueblo de Dios sobre el fundamento del don de la Alianza.
I.2. Pentecostés era una fiesta judía, en realidad la “Fiesta de las Semanas” o “Hag Shabu’ot” o de las primicias de la recolección. El nombre de Pentecostés se traduce por “quincuagésimo,” (cf Hch 2,1; 20,16; 1Cor 16,8). La fiesta se describe en Ex 23,16 como “la fiesta de la cosecha,” y en Ex 34,22 como “el día de las primicias o los primeros frutos” (Num 28,26). Son siete semanas completas desde la pascua; es decir, cuarenta y nueve días y en el quincuagésimo, el día es la fiesta (Hag Shabu´ot). La manera en que ésta se guarda se describe en Lev 23,15-19; Num 28,27-29. Además de los sacrificios prescritos para la ocasión, en cada uno está el traerle al Señor el “tributo de su libre ofrenda” (Dt 16,9-11). Es verdad que no existe unanimidad entre los investigadores sobre el sentido propio de la fiesta, al menos en el tiempo en que se redacta este capítulo. Las antiguas versiones litúrgicas, los «targumin» y los comentarios rabínicos señalaban estos aspectos teológicos en el sentido de poner de manifiesto la acogida del don de la Ley en el Sinaí, como condición de vida para la comunidad renovada y santa. Y después del año 70 d. C., prevaleció en la liturgia el cómputo farisaico que fijaba la celebración de Pentecostés 50 días después de la Pascua. En ese caso, una tradición anterior a Lucas, muy probablemente, habría cristianizado el calendario litúrgico judío.
I.3. Pero ese es el trasfondo solamente, de la misma manera que lo es, también sin duda, el episodio de la Torre de Babel, en el relato de Gn 11,1-9. Y sin duda, tiene una im por tan cia sustancial, ya que Lucas no se queda solamente en los episodios exclusivamente israelitas. Algo muy parecido podemos ver en la Genealogía de Lc 3,1ss en que se remonta hasta Adán, más allá de Abrahán y Moisés, para mostrar que si bien la Iglesia es el nuevo Israel, es mucho más que eso; es el comienzo escatológico a partir del cuál la humanidad entera encontrará finalmente toda posibilidad de salvación. De hecho, tiene muchas posibilidades teológicas el reclamo y el trasfondo a Gn 11,1-9 sobre la torre de babel. Porque Babel, Babilonia, ha sido para el pueblo bíblico el prototipo de la idolatría, del poder contaminante y tirano, opuesto a Dios. Podemos ver una contraposición entre la “globalización” de Babel y cómo ahora viene el Espíritu a la comunidad en Jerusalén. Ahora, ya no para conquistar a los pueblos, sino para mostrar como Dios se incultura en todas las razas y lenguas por medio de su Espíritu. Cada uno lo “entiende” en su propia cultura, en su propio ser, incluso en su propia religión, podíamos decir.
I.4. Por eso mismo, no es una Ley nueva lo que se recibe en el día de Pentecostés, sino el don del Espíritu de Dios o del Espíritu del Señor. Es un cambio sustancial y decisivo y un don incomparable. El nuevo Israel y la nueva humanidad, pues, serán conducidos, no por una Ley que ya ha mostrado todas sus limitaciones en el viejo Israel, sino por el mismo Espíritu de Dios. Es el Espíritu el único que hace posible que todos los hombres, no sólo los israelitas, entren a formar parte del nuevo pueblo. Por eso, en el caso de la familia de Cornelio (Hch 10) -que se ha considerado como un segundo Pentecostés entre los paganos-, veremos al Espíritu adelantarse a la misma decisión de Pedro y de los que le acompañan, quien todavía no habían podido liberarse de sus concepciones judías y nacionalistas
I.5. Lo que Lucas quiere subrayar, pues, es la universalidad que caracteriza el tiempo del Espíritu y la habilitación profética del nuevo pueblo de Dios. Así se explica la intencionalidad -sin duda del redactor-, de transformar el relato primitivo de un milagro de «glosolalia» (hablar lenguas casi celestiales, ¡para entendernos!), en un milagro de profecía, en cuanto todos los oyentes, de toda la humanidad representada en Jerusalén, entienden hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua. El don del Espíritu, en Pentecostés, es un fenómeno profético por el que todos es cu chan cómo se interpreta al alcance de todos la “acción salvífica de Dios”; no es un fenómeno de idiomas, sino que esto acontece en el corazón de los hombres.
I.6. El relato de Pentecostés que hoy leemos en la primera lectura es un conjunto que abarca muchas experiencias a la vez, no solamente de un día. Esta fiesta de la Iglesia, que nace en las Pascua de su Señor, es como su bautismo de fuego. Porque ¿de qué vale ser bautizado si no se confiesa ante el mundo en nombre de quién hemos sido bautizados y el sentido de nuestra vida? Por eso, el día de la fiesta del Pentecostés, en que se conmemora el don de la ley en el Sinaí como garantía de la Alianza de Dios con su pueblo, se nos describe que en el seno de la comunidad de los discípulos del Señor se operó un cambio definitivo por medio del Espíritu.
I.7. De esa manera se quiere significar que desde ahora Dios conducirá a su pueblo, un pueblo nuevo, la Iglesia, por medio del Espíritu y ya no por la ley. Desde esa perspectiva se le quiere dar una nueva iden tidad profética a ese pueblo, que dejará de ser nacionalista, cerrado, exclusivista. La Iglesia debe estar abierta a todos los hombres, a todas las razas y culturas, porque nadie puede estar excluido de la salvación de Dios. De ahí que se quiera significar todo ello con el don de lenguas, o mejor, con que todos los hombres entiendan ese proyecto salvífico de Dios en su propia lengua y en su propia cultura. Esto es lo que pone fin al episodio desconcertante de la torre de Babel en que cada hombre y cada grupo se fue por su camino para “independizarse de Dios”. Eso es lo que lleva a cabo el Espíritu Santo: la unificación armoniosa de la humanidad en un mismo proyecto salvífico divino.
IIª Lectura: Iª Corintios (12,3-7.12-13): La comunión en el Espíritu
II.1. Pablo presenta a la comunidad de Corinto la unidad de la misma por medio del Espíritu. En realidad esta sección responde a un problema surgido en las comunidades de Corinto, en las que algunos que recibían dones o carismas extraordinarios, competían entre ellos sobre cuáles era los más importantes. Pablo va a dedicarle una reflexión prolongada (cc. 12-14), pero poniendo todo bajo el criterio de la caridad (c. 13). Con toda probabilidad, la misma comunidad le ha pedido un pronunciamiento ante ciertos excesos de cosas extraordinarias que rompían la armonía espiritual
II.2. La diversidad (diairesis, en griego) de gracias y dones comunitarios no deben romper la unidad de la comunidad, porque todos necesitamos tener algo fundamental, sin la cual no se es nada: el Espíritu del Señor Jesús para confesar nuestra fe; sin el Espíritu no somos cristianos, aunque creamos tener gracias extraordinarias y hablemos lenguas que nadie entiende. La diversidad, pues, recibe su identidad propia en el Espíritu primeramente. Así es como se construye la primera parte del texto hablando sobre la diairesis, de dones extraordinarios, de ministerios y funciones, pero un mismo Espíritu, un mismo Señor y un mismo Dios. No se trata de una construcción estética de Pablo, aunque, con razón, algunos han hablado de la “catedral” comunitaria; es la polifonía teológica de todo lo que hace que la comunidad cristiana tenga vida e identidad.
II.3. Los dones espirituales, los carismas, no son algo solamente estético, pero bien es verdad que si no se viven con la fuerza y el calor del Espíritu no llevarán a la comunión. Y una comunidad sin unidad de comunión, es una comunidad sin el Espíritu del Señor. Así se hace el “cuerpo” del Señor, desde la unidad en la pluralidad. Eso es lo que sucede en nuestro propio cuerpo: pluralidad en la unidad ¿Quién garantiza esa unidad? ¡Desde luego, el Espíritu!
Evangelio Juan (20,19-23): La paz y el gozo, frutos del Espíritu
III.1. El evangelio de hoy, Juan (20,19-23), nos viene a decir que desde el mismo día en que Jesús resucitó de entre los muertos su comunicación con los discípulos se realizó por medio del Espíritu. El Espíritu que «insufló» en ellos les otorgaba discernimiento, alegría y poder para perdonar los pecados a todos los hombres.
III.2. Pentecostés es como la representación decisiva y programática de cómo la Iglesia, nacida de la Pascua, tiene que abrirse a todos los hombres. Esta es una afirmación que debemos sopesarla con el mismo cuidado con el que San Juan nos presenta la vida de Jesús de una forma original y distinta. Pero las afirmaciones teológicas no están desprovistas de realidad y no son menos radicales. La verdad es que el Espíritu del Señor estuvo presente en toda la Pascua y fue el auténtico artífice de la iglesia primitiva desde el primer día en que Jesús ya no estaba históricamente con ellos. Pero si estaba con ellos, por medio del Espíritu que como Resucitado les había dado.
Fray Miguel de Burgos Núñez
Lector y Doctor en Teología. Licenciado en Sagrada Escritura
Lector y Doctor en Teología. Licenciado en Sagrada Escritura
Pautas para la homilía
El Espíritu Santo
El Espíritu Santo
Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo. El Verbo, la segunda persona de la Trinidad “se hizo carne”, como dice san Juan; el Espíritu Santo, la tercera persona, se hace espíritu. Qué sea hacerse espíritu está significado en los símbolos, que en la primera lectura manifiestan su presencia: lengua de fuego y viento. El Espíritu Santo es una “lengua de fuego”. Cristo era la Palabra. Esa palabra necesita lengua de fuego, encendida de valor y amor, para que sea proclamada. Es lo que sucede en Pentecostés. Pero no acontece de manera imprevista, se necesita preparación. Bajo la guía de María los primeros seguidores de Jesús, en unos días de “retiro” reflexionaron sobre cuál era su misión tras la Ascensión. En la escucha de María se dejaron llenar del Espíritu Santo.
La mayoría de edad apostólica de los Doce
La Pascua de Pentecostés celebra la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles. Es el momento en que el Espíritu Santo les hace tomar plena conciencia de cuál es su misión, y asumir el compromiso de llevarla a cabo. Pentecostés es el momento de la madurez de la fe de los discípulos. Que es fe en la resurrección de Cristo, a la que, con la venida del Espíritu Santo se une la decisión de proclamarla. Vivirán para eso. La primera consecuencia de ello fue salir del lugar del “retiro” y lanzarse, ya sin miedo a los judíos, como viento fuerte, -segundo símbolo del Espíritu-, a proclamar lo que el Espíritu les había revelado. Fue su decisión, su energía, la valentía y el ardor con que proclamaban la Palabra lo que llegó a la mente y al corazón de los oyentes y suscitó las conversiones. No eran ellos los que hablaban, sino el Espíritu de Jesús: ellos ponían la lengua y la decisión, pero la Palabra venía de lo alto.
Nuestro Pentecostés
¿Cuál ha de ser nuestro Pentecostés? Necesitamos, como los apóstoles, dedicar tiempo a la reflexión, a la oración en silencio, como paso previo para sentirnos iluminados y animados por el Espíritu Santo, y acomodar nuestra vida a la Palabra de Dios. Y proclamar, también sin miedos, con entusiasmo esa Palabra cuando las circunstancias lo exigen.
Todo es necesario para movernos de acuerdo con el Espíritu Santo, que es el espíritu de Jesús, el espíritu del Evangelio. No basta el entusiasmo y la decisión de quien se cree “iluminado” por el Espíritu. El Espíritu no ilumina si no se dedica tiempo a la reflexión, a la escucha de la Palabra de Dios, a ver qué dice el evangelio. Sólo así podemos pasar a hablar. Eso sí, con decisión “no se nos ha dado un espíritu de cobardía, ni de esclavos, sino de amor de Dios y de hijos”, como dice san Pablo. Saber del Espíritu es buscar la luz y no quedarnos en las tinieblas, y es salirse de nuestros lugares de refugio, nuestros nidos, y afrontar con decisión nuestro testimonio cristiano. Quizás no se nos entienda bien, pero al menos quienes nos oigan se sentirán interpelados por la convicción de nuestra fe y por el ardor con la que la exponemos. Siempre habrá alguien que juzgue que estamos locos o borrachos – como juzgaron a los apóstoles este día de Pentecostés -, o anticuados, o que somos ilusos; pero otros muchos serán removidos en su interior y se abrirán a la fuerza del evangelio que se proclama con nuestra palabra y nuestra vida.
Pentecostés despide el tiempo –litúrgico- de Pascua y lo continúa en la vida
Esta fiesta de Pentecostés, con la que despedimos el tiempo pascual, quiere dejarnos ese mensaje: nada puede suceder en la vida que nos aparte de la confianza en que el Espíritu del Señor está en nosotros haciéndonos hijos de Dios, iluminando nuestras mentes, llenando nuestro corazón de amor y comprometiéndonos con ardor en la causa del evangelio. Esta causa es la lucha por construir una sociedad realmente humana, sin esclavitudes, sin la inhumana miseria de tantos, sin la opresión de unos pocos sobre la mayoría; una sociedad donde se respire el viento de la libertad, de la justicia, de la paz. La Iglesia, que nace bajo la llegada del Espíritu Santo en Pentecostés, tiene esa responsabilidad. Que es responsabilidad de cada uno los fieles, de cada uno de nosotros.
Fray Juan José de León Lastra
Licenciado en Teología
Licenciado en Teología
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