No resulta fácil en este texto, que “suena” como uno de los más duros de todo el evangelio, llegar a saber lo que procede de Jesús y lo que fue una elaboración posterior de la propia comunidad.
Pero hay un indicio claro que nos induce a pensar que nos hallamos ante un relato construido por la tradición, probablemente a partir de algunos dichos sueltos de Jesús. El indicio no es otro que el papel “extraño” que se atribuye a Jesús en el juicio, una idea más propia de la primera comunidad que del Maestro de Nazaret.
Paralelamente, parece lógico pensar que fuera la naciente comunidad cristiana, en su pugna con la sinagoga, quien se viera a sí misma compuesta por los que han llegado “de oriente y occidente, del norte y del sur”, en contraposición con el pueblo judío que –según la lectura de aquella misma comunidad- ha sido “echado fuera”.
Otras expresiones resultan bien conocidas.
La “puerta estrecha” hace alusión a la puerta más pequeña que daba acceso a las ciudades amuralladas;
el “esfuerzo” o la “lucha” (agon) constituía un término frecuentemente utilizado por los filósofos de la época para referirse a la acción humana;
la idea misma de los “pocos salvados” pertenecía a la tradición judía, tal como se recoge en el libro cuarto de Esdras: “Muchos han sido creados, pero pocos se salvarán”.
En cualquier caso, y más allá del uso que de ellas hicieran las primeras comunidades, me parece claro que las palabras de Jesús no tendrían un carácter condenatorio, sino exhortativo. Y no podría ser de otro modo, porque quien “ha visto” no condena jamás; lo que hace es “advertir” de la ignorancia que nos lleva a “perdernos”.
Sea lo que fuere, en último término, de la “autoría” del texto que nos ocupa, tratemos de abrirnos a los “ecos” que despierta en nosotros.
La pregunta inicial –“¿serán pocos los que se salven?”- es la pregunta más característica del yo religioso. Tenemos claro que el yo no busca otra cosa sino su propia autoafirmación. Debido a su carácter vacío y a su incapacidad de existir en el presente, busca constantemente aferrarse a algo, en la expectativa de un futuro que le traiga la “satisfacción” ansiada.
La ironía consiste en que ese futuro es tan inexistente como el propio yo que se proyecta en él. Pero, entre tanto, el yo sueña con llegar a ser feliz algún día, identificándose con diferentes señuelos –tener, poder, placer-, sin ser consciente de que es esa misma identificación la que hace imposible la felicidad. Dicho con más rotundidad: el único obstáculo para la felicidad es la identificación con el yo.
Sin embargo, mientras no se “despierta”, esa trampa mortal no se ve. Y si el yo es “religioso”, a su futuro definitivo lo llamará “salvación”: buscará salvarse a toda costa, en una perpetuación “eterna” de la autoafirmación siempre imposible. ¿Podría imaginar una promesa mayor para su insaciable ambición?
Eso explica que la religión mítica –la religión del “yo”-, en la que todos nosotros hemos crecido, haya pivotado en torno a la cuestión de la “salvación del alma”. No existía una preocupación mayor: ¿cómo salvarme?
Frente a esa inquietud del yo, la respuesta de Jesús anima a “entrar por la puerta estrecha”. Pero el texto no nos dice en qué consiste exactamente.
Dentro de la lógica del propio “yo religioso”, no sorprende que, a lo largo de la historia, se haya entendido como “sacrificio”, “mortificación”, “sumisión” incluso… El yo –cuya religión se basaba en el esquema del mérito y la recompensa- es amante del voluntarismo perfeccionista, con el que, en no pocos casos, trataba de saldar, sin darse cuenta, antiguas culpabilidades inconscientes.
Una lectura más serena de aquellas palabras, sin embargo, nos hace ver que no se puede confundir “puerta estrecha” con “carrera de méritos” –aunque fuera en forma de obstáculos-, sino que debe referirse a algo bien distinto.
Si caemos en la cuenta de que, por su propio carácter, el yo busca “inflarse”, de un modo inevitable y compulsivo, nos resultará patente que es justamente el yo el que nunca podrá entrar por la “puerta estrecha”.
Por tanto, la invitación para alcanzar la “salvación” –no la que espera el yo, sino el “despertar” de la ignorancia y del sufrimiento- pasa por desidentificarse del yo. “Entrar por la puerta estrecha” es desapropiación del yo.
Ahora bien, el trabajo de desapropiación no se consigue con voluntarismo –un voluntarismo que, una vez más, no haría sino seguir alimentando al yo-, sino que es fruto de la comprensión.
No buscamos desidentificarnos del yo por ningún motivo “ascético”, sino sencillamente porque hemos empezado a comprender que ésa no es nuestra verdadera identidad. Por eso, en la medida en que crezcamos en esa comprensión, notaremos también un movimiento interior a poner en práctica los medios que nos capaciten para vivirla.
Los diferentes medios coincidirán en el hecho de que nos hacen crecer en consciencia de no ser el “yo” que nuestra mente piensa y nos hacen vivir de una manera desapropiada, sin sentirnos como “hacedores”.
Aprenderemos progresivamente a observar a nuestro yo, en cualquiera de los “disfraces” que use –eufórico o deprimido, sumiso o airado…-, y a tomar distancia de él. Y cuidaremos, por encima de todo, venir al instante presente, como medio privilegiado de experimentar la Presencia que somos.
Desde la nueva percepción de nuestra identidad, todas las cuestiones quedan redimensionadas: se ha modificado la percepción de la realidad. Si el yo andaba buscando desesperadamente su “salvación” en un futuro que imaginaba “eterno”, venimos a reconocer que la Presencia es ya la eternidad, en cuanto Plenitud atemporal.
Si era fácil identificar al insaciable yo con el chiste de Woody Allen –“¡qué feliz sería si fuese feliz!”-, desde la nueva comprensión, venimos a reconocer, con Ludwig Wittgenstein, que “para la vida en el presente, no existe la muerte”.
Como ha escrito el lúcido filósofo ateo André Comte-Sponville,
“la muerte no me robará más que el futuro y el pasado, que no tienen existencia. Pero el presente y la eternidad (el presente, luego la eternidad) están fuera de su alcance. Sólo me arrebatará el yo. Por eso me desposeerá de todo y no me desposeerá de nada. La muerte sólo me despojará de mis ilusiones”
(A. COMTE-SPONVILLE, El alma del ateísmo.
Introducción a una espiritualidad sin Dios,
Paidós, Barcelona 2006, p.194).
La “salvación” –según el texto- consiste en “sentarse a la mesa en el reino de Dios”, una imagen festiva, convivencial y comensal, con la que en la Biblia se suele designar la Plenitud divina.
Esa “mesa” coincide también con la Presencia, es decir, con la atemporalidad o eternidad. La mesa ya está puesta –siempre lo ha estado-, pero sólo podremos “saborearla” si, trascendiendo la identidad egoica que anda buscando “migajas”, en las que ha puesto sus expectativas de bienestar, venimos a la Presencia luminosa y eterna, nuestra identidad más profunda.
Al acceder a esa identidad, descubrimos que la pregunta inicial –“¿serán pocos los que se salven?”- nace únicamente de la mayor ignorancia. Porque, anclados en la Presencia que somos, descubrimos que ya estamos en el reino de Dios: la eternidad es Ahora. Y nos privamos de la felicidad, porque nos escapamos del Presente.
Comprendo bien que esto pueda sonar hiriente a quien dice estar envuelto en el sufrimiento y pueda sublevar a nuestra sensibilidad ante la constatación diaria de situaciones de injusticia.
No sé por qué el mundo es como es, ni creo que nuestra mente llegue a encontrar una respuesta a ello. Sólo sé –y no es una “creencia”, sino algo que cada uno puede experimentar- que, más allá y a un nivel más “hondo” que el de nuestro “sueño cotidiano”, en la Presencia que es nuestra identidad compartida, todo está bien.
Y que sólo creciendo en esa consciencia –que es comprensión- y desde ella, lo que brote será Vida. Porque, quizás, nuestro mayor problema es la incapacidad para reconocernos y vivirnos en la –como- Presencia.
Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com
Pero hay un indicio claro que nos induce a pensar que nos hallamos ante un relato construido por la tradición, probablemente a partir de algunos dichos sueltos de Jesús. El indicio no es otro que el papel “extraño” que se atribuye a Jesús en el juicio, una idea más propia de la primera comunidad que del Maestro de Nazaret.
Paralelamente, parece lógico pensar que fuera la naciente comunidad cristiana, en su pugna con la sinagoga, quien se viera a sí misma compuesta por los que han llegado “de oriente y occidente, del norte y del sur”, en contraposición con el pueblo judío que –según la lectura de aquella misma comunidad- ha sido “echado fuera”.
Otras expresiones resultan bien conocidas.
La “puerta estrecha” hace alusión a la puerta más pequeña que daba acceso a las ciudades amuralladas;
el “esfuerzo” o la “lucha” (agon) constituía un término frecuentemente utilizado por los filósofos de la época para referirse a la acción humana;
la idea misma de los “pocos salvados” pertenecía a la tradición judía, tal como se recoge en el libro cuarto de Esdras: “Muchos han sido creados, pero pocos se salvarán”.
En cualquier caso, y más allá del uso que de ellas hicieran las primeras comunidades, me parece claro que las palabras de Jesús no tendrían un carácter condenatorio, sino exhortativo. Y no podría ser de otro modo, porque quien “ha visto” no condena jamás; lo que hace es “advertir” de la ignorancia que nos lleva a “perdernos”.
Sea lo que fuere, en último término, de la “autoría” del texto que nos ocupa, tratemos de abrirnos a los “ecos” que despierta en nosotros.
La pregunta inicial –“¿serán pocos los que se salven?”- es la pregunta más característica del yo religioso. Tenemos claro que el yo no busca otra cosa sino su propia autoafirmación. Debido a su carácter vacío y a su incapacidad de existir en el presente, busca constantemente aferrarse a algo, en la expectativa de un futuro que le traiga la “satisfacción” ansiada.
La ironía consiste en que ese futuro es tan inexistente como el propio yo que se proyecta en él. Pero, entre tanto, el yo sueña con llegar a ser feliz algún día, identificándose con diferentes señuelos –tener, poder, placer-, sin ser consciente de que es esa misma identificación la que hace imposible la felicidad. Dicho con más rotundidad: el único obstáculo para la felicidad es la identificación con el yo.
Sin embargo, mientras no se “despierta”, esa trampa mortal no se ve. Y si el yo es “religioso”, a su futuro definitivo lo llamará “salvación”: buscará salvarse a toda costa, en una perpetuación “eterna” de la autoafirmación siempre imposible. ¿Podría imaginar una promesa mayor para su insaciable ambición?
Eso explica que la religión mítica –la religión del “yo”-, en la que todos nosotros hemos crecido, haya pivotado en torno a la cuestión de la “salvación del alma”. No existía una preocupación mayor: ¿cómo salvarme?
Frente a esa inquietud del yo, la respuesta de Jesús anima a “entrar por la puerta estrecha”. Pero el texto no nos dice en qué consiste exactamente.
Dentro de la lógica del propio “yo religioso”, no sorprende que, a lo largo de la historia, se haya entendido como “sacrificio”, “mortificación”, “sumisión” incluso… El yo –cuya religión se basaba en el esquema del mérito y la recompensa- es amante del voluntarismo perfeccionista, con el que, en no pocos casos, trataba de saldar, sin darse cuenta, antiguas culpabilidades inconscientes.
Una lectura más serena de aquellas palabras, sin embargo, nos hace ver que no se puede confundir “puerta estrecha” con “carrera de méritos” –aunque fuera en forma de obstáculos-, sino que debe referirse a algo bien distinto.
Si caemos en la cuenta de que, por su propio carácter, el yo busca “inflarse”, de un modo inevitable y compulsivo, nos resultará patente que es justamente el yo el que nunca podrá entrar por la “puerta estrecha”.
Por tanto, la invitación para alcanzar la “salvación” –no la que espera el yo, sino el “despertar” de la ignorancia y del sufrimiento- pasa por desidentificarse del yo. “Entrar por la puerta estrecha” es desapropiación del yo.
Ahora bien, el trabajo de desapropiación no se consigue con voluntarismo –un voluntarismo que, una vez más, no haría sino seguir alimentando al yo-, sino que es fruto de la comprensión.
No buscamos desidentificarnos del yo por ningún motivo “ascético”, sino sencillamente porque hemos empezado a comprender que ésa no es nuestra verdadera identidad. Por eso, en la medida en que crezcamos en esa comprensión, notaremos también un movimiento interior a poner en práctica los medios que nos capaciten para vivirla.
Los diferentes medios coincidirán en el hecho de que nos hacen crecer en consciencia de no ser el “yo” que nuestra mente piensa y nos hacen vivir de una manera desapropiada, sin sentirnos como “hacedores”.
Aprenderemos progresivamente a observar a nuestro yo, en cualquiera de los “disfraces” que use –eufórico o deprimido, sumiso o airado…-, y a tomar distancia de él. Y cuidaremos, por encima de todo, venir al instante presente, como medio privilegiado de experimentar la Presencia que somos.
Desde la nueva percepción de nuestra identidad, todas las cuestiones quedan redimensionadas: se ha modificado la percepción de la realidad. Si el yo andaba buscando desesperadamente su “salvación” en un futuro que imaginaba “eterno”, venimos a reconocer que la Presencia es ya la eternidad, en cuanto Plenitud atemporal.
Si era fácil identificar al insaciable yo con el chiste de Woody Allen –“¡qué feliz sería si fuese feliz!”-, desde la nueva comprensión, venimos a reconocer, con Ludwig Wittgenstein, que “para la vida en el presente, no existe la muerte”.
Como ha escrito el lúcido filósofo ateo André Comte-Sponville,
“la muerte no me robará más que el futuro y el pasado, que no tienen existencia. Pero el presente y la eternidad (el presente, luego la eternidad) están fuera de su alcance. Sólo me arrebatará el yo. Por eso me desposeerá de todo y no me desposeerá de nada. La muerte sólo me despojará de mis ilusiones”
(A. COMTE-SPONVILLE, El alma del ateísmo.
Introducción a una espiritualidad sin Dios,
Paidós, Barcelona 2006, p.194).
La “salvación” –según el texto- consiste en “sentarse a la mesa en el reino de Dios”, una imagen festiva, convivencial y comensal, con la que en la Biblia se suele designar la Plenitud divina.
Esa “mesa” coincide también con la Presencia, es decir, con la atemporalidad o eternidad. La mesa ya está puesta –siempre lo ha estado-, pero sólo podremos “saborearla” si, trascendiendo la identidad egoica que anda buscando “migajas”, en las que ha puesto sus expectativas de bienestar, venimos a la Presencia luminosa y eterna, nuestra identidad más profunda.
Al acceder a esa identidad, descubrimos que la pregunta inicial –“¿serán pocos los que se salven?”- nace únicamente de la mayor ignorancia. Porque, anclados en la Presencia que somos, descubrimos que ya estamos en el reino de Dios: la eternidad es Ahora. Y nos privamos de la felicidad, porque nos escapamos del Presente.
Comprendo bien que esto pueda sonar hiriente a quien dice estar envuelto en el sufrimiento y pueda sublevar a nuestra sensibilidad ante la constatación diaria de situaciones de injusticia.
No sé por qué el mundo es como es, ni creo que nuestra mente llegue a encontrar una respuesta a ello. Sólo sé –y no es una “creencia”, sino algo que cada uno puede experimentar- que, más allá y a un nivel más “hondo” que el de nuestro “sueño cotidiano”, en la Presencia que es nuestra identidad compartida, todo está bien.
Y que sólo creciendo en esa consciencia –que es comprensión- y desde ella, lo que brote será Vida. Porque, quizás, nuestro mayor problema es la incapacidad para reconocernos y vivirnos en la –como- Presencia.
Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com
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