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jueves, 26 de agosto de 2010

La humildad es todavía una virtud


XXII Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 14, 1.7-14) - Ciclo C
Por A. Pronzato

- En tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso... Dios revela sus secretos a los humildes... (Eclo 3,19-21.30-31).
- ...Vosotros os habéis acercado a la ciudad del Dios vivo... (Heb 12,18-19.22-24).
- ...Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido... (Lc 14,1.7-14).

El secreto del sabio

Sí, la humildad todavía no ha sido tachada de la lista de las virtudes. Parece que la modestia va acorde con la grandeza.

Y la simplicidad no complica las relaciones con los otros. Nos lo aseguran conjuntamente la primera y la tercera lectura.

Y se nos ofrece la confirmación en el estribillo del salmo responsorial: «Has preparado, Señor, tu casa a los pobres».

La sabiduría del Eclesiástico es clara, equilibrada, empapada de sentido común, anclada en la concreción de la vida cotidiana. Y te insufla una benéfica sensación de serenidad.

Oigámoslo. Quien hace cosas verdaderamente importantes no tiene necesidad de inflarlas y... sonorizarlas para llamar la atención y la admiración del público. Le basta la gratitud de los amigos de Dios.

El sabio no es uno que, como actividad principal, practique la enseñanza, sino la reflexión («medita los enigmas»).

Y signo de sabiduría no es la boca que jamás se cierra, sino «el oído atento».

O sea, el sabio se define por su deseo de entender y por la capacidad de escuchar.

Finalmente la limosna. Además de prestar alguna utilidad tangible a quien se encuentra en necesidad, aligera no sólo el peso de la cartera, sino también el de los pecados, con gran ventaja para un caminar más expedito.

La limosna no es un lujo. Constituye una forma elemental de pago de las deudas. En relación a Dios y al prójimo contemporáneamente. (¿Es solamente una casualidad que hoy muchos tengan superados tanto la práctica de la limosna como el sentido del pecado?).

Entendámonos: no es que uno se ponga al día y arregle las cuentas embrolladas con un poco de limosna, ganándose quizás la fama -abusiva- de generosidad. Simplemente, adquiere la conciencia clara de que haber hecho el mal no dispensa de hacer un poco de bien.

La limosna, más que para echar humo en los ojos de los otros, sirve -como defiende el experto Ben Sirá- para echar un poco de agua en el fuego y consiguientemente para hacer un poco menos insoportable la convivencia con nosotros mismos.

El infierno, en efecto, piense lo que quiera Sartre, no son los otros. El infierno, con mucha frecuencia, somos nosotros mismos.
Un excepcional observador del proceder consuetudinario
Jesús al hilvanar la parábola de los invitados que pierden los estribos corriendo hacia los primeros puestos (pisoteando no sólo las reglas de los buenos modales sino, más prosaicamente, los pies ajenos, con el resultado de perder tanto el puesto como la cara), se manifiesta observador atento y «cronista» mordaz de las debilidades de la sociedad de su tiempo (comprendida también la religiosa, en cuyo ámbito se daban aquellos espectáculos no excesivamente edificantes y se desarrollaban aquellas representaciones no precisamente sagradas).

El Maestro, con sus observaciones, no pretende enseñar un mínimo de decencia y suministrar alguna que otra regla de corrección y de buena educación -además de picardía- cuando se trata de sentarse a la mesa.

Es un discurso que, partiendo de las costumbres de aquí abajo, se hace religioso y se traslada a un plano distinto: el del Reino.

Como si dijese: practicad sí el arrivismo más desenfrenado, la vanidad más descarada, la ostentación más bochornosa. Caminad hacia adelante, a codazos, para aseguraros posiciones de privilegio. Exhibíos incluso con vuestras torpes autopromociones. Es asunto vuestro (no grato a los ojos; de todos modos cada uno tiene los espectáculos que se merece). Pero estad atentos porque para aquel Banquete todo será totalmente distinto.

Entonces será tomada en consideración la pequeñez, será apreciado el ocultamiento, la humildad representará el título más acreditado, y serán satisfechas abundantemente las no pretensiones.

Los que están acostumbrados a «pasar adelante» caiga quien caiga, y que tienen la obsesión de «dejarse notar», se verán obligados a «ceder el puesto» a aquellos que no se han considerado dignos de atención (los únicos que van a ser tomados en consideración...). Jesús parece sugerir después: si de verdad quieres tener una idea y hacer las pruebas para esa fiesta en la que los ceremoniales contemplan las... precedencias invertidas, organiza una comida o cena preocupándote de restringir las invitaciones a aquellos de quienes no tienes nada que esperar a cambio, a la gente que no cuenta, a los pobretones que no te garantizan promoción social alguna, a los no bienhechores. O sea, acostúmbrate a ofrecer sin esperar nada, sin conceder nada al interés y a la vanidad.

No se trata de descender -una vez- al nivel de los «pobres, lisiados, cojos, ciegos» (hoy podríamos decir barbudos, marginados, ancianos, desechos de la sociedad) -que puede ser todavía una manera para «honrarse» y llamar la atención- sino de vivir con ellos, privilegiar su compañía, aceptar su presencia habitual en nuestros ambientes.

La hospitalidad ofrecida a los segregados (no la visita episódica a los lazaretos o la admisión excepcional en nuestros salones), además de representar la abolición concreta de la exclusión, constituye una especie de garantía para no ser excluidos del Reino.

Sí, también esto es un poner del revés. No somos nosotros los que distribuimos las invitaciones. Son ellos, los últimos, quienes se invitan para... entrenarse a subir. Los pequeños son quienes no pueden revelar el secreto de la grandeza. Los excluidos son quienes nos otorgan el permiso de entrar. Los solitarios son quienes aseguran la comunión. Ellos no «pueden pagarte». Por el simple hecho de que tú no les has dado absolutamente nada. Por el contrario, simplemente has aprendido a recibir.
«...Dichoso tú, porque no pueden pagarte».
Si se diese la reciprocidad, perderías la bienaventuranza. Un mal negocio.

En el horizonte de lo cotidiano se asoma el rostro humano de Jesús En este contexto de inversión de las posturas y de las perspectivas, encaja también la última parte de la Carta a los hebreos (segunda lectura).

En efecto, el autor contrapone la experiencia del Sinaí (caracterizada por la manifestación clamorosa de Dios y el don de la ley, fundamento de la antigua alianza) y la experiencia cristiana que se desarrolla en la normalidad y en la cotidianidad.

Sobre el Sinaí el pueblo experimenta el poder de Dios (fuego, oscuridad, tinieblas, tormenta, sonido de la trompeta -como trueno- de las «diez palabras»), pero al mismo tiempo no se ha acercado por miedo.

La experiencia de fe del pueblo de la nueva alianza elimina tanto la distancia como el miedo, gracias a la mediación de Cristo.

El encuentro con Dios, a través del Resucitado, acontece en un clima de fiesta y de ambiente convival.

En el horizonte del creyente ya no existen los fenómenos cósmicos, grandiosos y terroríficos, sino que se asoma el rostro humano de Jesús. Y los únicos «signos» son los de nuestros nombres «escritos en los cielos».

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