Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 11, 27-28
Jesús estaba hablando y una mujer levantó la voz en medio de la multitud y le dijo: «¡Feliz el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron!»
Jesús le respondió: «Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican».
Nos cuesta creernos algunas cosas. Nos termina resultando más fácil rezar muchos rosarios o hacer muchos sacrificios o ir muchas veces a misa que tomarnos en serio en nuestras vidas el mensaje que hoy se repite en la primera lectura y en el evangelio.
El mensaje se repite prácticamente aunque use diferentes términos. Para Pablo en la primera lectura es claro que la salvación viene de la fe y no del cumplimiento de una ley que pertenecía a una tradición cultural concreta. Esa salvación es para todos los hombres y mujeres porque en Cristo se ha manifestado el amor de Dios para todos sin excepción. A partir de esa afirmación Pablo concreta que ya no hay distinción entre “judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres.” Todos somos uno en Cristo, todos somos herederos de la promesa.
Lo mismo se puede concluir del evangelio. La mujer que grita a Jesús quiere subrayar la importancia de los lazos de sangre. Pero Jesús está en otra onda, está en la línea del reino. Y el reino es para todos los hijos e hijas de Dios. El reino nos descubre otra realidad más verdadera y más profunda que cualquier otra: la relación de familia con Dios es la verdadera relación que fundamenta la comunidad humana. En definitiva, lo mismo que decía san Pablo. Jesús, y Pablo con él, rompe todas fronteras, supera todas las divisiones. Hoy podríamos decir que no hay ni gitanos ni payos, ni nacionalistas ni no-nacionalistas, ni izquierdas ni derechas porque cuando reconocemos a Cristo como el centro de nuestra vida, todos nos sabemos pertenecientes a la misma familia.
Claro que una cosa es decirlo y otra hacerlo. Nos da miedo a veces tender la mano al que es diferente. Nos sentimos más cómodos en nuestra casa. Lo otro se nos presenta como una amenaza. A la hora de rezar el Padrenuestro damos sin problema la mano a la esposa/esposo/hija/hijo/padre/madre... que está a nuestro lado. Pero nos cuesta dar tender la mano al desconocido y mucho más al mendigo que se ha refugiado en la iglesia durante la misa porque es el único lugar donde puede estar caliente. Vamos a tener que cambiar nuestra forma de relacionarnos para hacer verdad las palabras de la Palabra.
Jesús le respondió: «Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican».
Compartiendo la Palabra
Por Fernando Torres Pérez cmf
Por Fernando Torres Pérez cmf
Nos cuesta creernos algunas cosas. Nos termina resultando más fácil rezar muchos rosarios o hacer muchos sacrificios o ir muchas veces a misa que tomarnos en serio en nuestras vidas el mensaje que hoy se repite en la primera lectura y en el evangelio.
El mensaje se repite prácticamente aunque use diferentes términos. Para Pablo en la primera lectura es claro que la salvación viene de la fe y no del cumplimiento de una ley que pertenecía a una tradición cultural concreta. Esa salvación es para todos los hombres y mujeres porque en Cristo se ha manifestado el amor de Dios para todos sin excepción. A partir de esa afirmación Pablo concreta que ya no hay distinción entre “judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres.” Todos somos uno en Cristo, todos somos herederos de la promesa.
Lo mismo se puede concluir del evangelio. La mujer que grita a Jesús quiere subrayar la importancia de los lazos de sangre. Pero Jesús está en otra onda, está en la línea del reino. Y el reino es para todos los hijos e hijas de Dios. El reino nos descubre otra realidad más verdadera y más profunda que cualquier otra: la relación de familia con Dios es la verdadera relación que fundamenta la comunidad humana. En definitiva, lo mismo que decía san Pablo. Jesús, y Pablo con él, rompe todas fronteras, supera todas las divisiones. Hoy podríamos decir que no hay ni gitanos ni payos, ni nacionalistas ni no-nacionalistas, ni izquierdas ni derechas porque cuando reconocemos a Cristo como el centro de nuestra vida, todos nos sabemos pertenecientes a la misma familia.
Claro que una cosa es decirlo y otra hacerlo. Nos da miedo a veces tender la mano al que es diferente. Nos sentimos más cómodos en nuestra casa. Lo otro se nos presenta como una amenaza. A la hora de rezar el Padrenuestro damos sin problema la mano a la esposa/esposo/hija/hijo/padre/madre... que está a nuestro lado. Pero nos cuesta dar tender la mano al desconocido y mucho más al mendigo que se ha refugiado en la iglesia durante la misa porque es el único lugar donde puede estar caliente. Vamos a tener que cambiar nuestra forma de relacionarnos para hacer verdad las palabras de la Palabra.
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