Por P. Félix Jiménez Tutor, escolapio
Un hombre muy rico murió y fue al cielo. San Pedro le dijo que le iba a dar un tour para que lo conociera en su totalidad. Esta es, le dijo, la Quinta Avenida del cielo y ahí, en ese palacio, reside uno de sus criados. Siguieron paseando y el hombre rico pensaba, si uno de mis criados vive en semejante mansión cómo será la mía. Llegaron a una zona en la que la iluminación era más pobre y las casas muy pequeñitas. Al final de la calle había una casa diminuta y solitaria y San Pedro le dijo al hombre rico, ésa será su casa.
Nuestro hombre rico se enojó y protestó. No puede ser, tiene que haber un error, le dijo a San Pedro. ¿Cómo puede mi criado habitar en un palacio y yo en semejante casucha?
Y San Pedro le contestó: "Aquí construimos las casas con los materiales que cada uno envía desde la tierra."
"Y otra vez que me encontré con don Manuel, le pregunté, mirándole derechamente a los ojos:
-¿Es que hay Infierno, don Manuel?
-¿Para ti, hija? No.
-¿Y para los otros, le hay?
-¿Y a ti qué te importa, si no has de ir a él?
-Me importa por los otros. ¿Le hay?
-Cree en el cielo, en el cielo que vemos. Míralo.
Y me lo mostraba sobre la montaña y abajo, reflejado en el lago.
-Pero hay que creer en el Infierno como en el Cielo –repliqué.
-Sí, hay que creer en todo lo que enseña a creer la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica, Romana. ¡Y basta!
Leí no sé qué honda tristeza en sus ojos, azules como las aguas del lago".
(San Manuel Bueno, mártir).
Algunos dicen que somos seres para la muerte.
Otros dicen que no sólo tenemos que morir sino que nos merecemos la muerte.
Los no creyentes aceptan la muerte con naturalidad, sin aspavientos, no esperan nada y mueren sin más.
Los creyentes, los que creen en el juicio de Dios y en su suerte final, tienen más dudas y más congojas. Nunca se fían totalmente de la misericordia de Dios y nunca se sienten totalmente dignos de alcanzar la vida eterna.
En la fiesta de Todos los Santos, el Libro del Apocalipsis abre las puertas del cielo y nos invita a mirar y contemplar la multitud de gentes de toda lengua, pueblo y nación que dan gloria y alabanza al Cordero degollado por nuestra salvación, y que en su sangre blanquearon sus vestidos.
En la fiesta de los difuntos miramos a la tierra abierta, a las fosas de los seres queridos y también a la nuestra. Y sentimos un escalofrío.
Cielo y tierra, muerte y vida, mortalidad e inmortalidad, tiempo y eternidad, todo unido en el que es el TODO, en el que es el Alfa y la Omega.
La cruz gloriosa de Cristo Resucitado es la prenda y la garantía de nuestra salvación.
Jesucristo que murió por mí, me salvará a mí, a pesar de mí. Su misterio pascual es también el nuestro.
"Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día".
Muchas son las promesas que nos hace el Señor. Ninguna tan estupenda como ésta, la de la resurrección.
La oración de este día por nuestros difuntos, hilvanada con el recuerdo y el cariño, sube hasta los oídos de Dios Padre que no quiere que nadie se pierda y nos une a todos en una sola familia, una sola iglesia, un solo pueblo, el de los redimidos por la sangre del Hijo.
Yo también quiero tener mi mansión en la Quinta Avenida del Cielo. Y por la misericordia de Dios, no por mis méritos, la tendré.
"Así recompensaremos a los injustos. En el Infierno tendrán lechos, y por encima se taparán con sábanas de fuego.
Quienes hayan creído y hayan hecho obras pías –no obligamos a nadie más que según su capacidad-, ésos serán huéspedes del Paraíso: Permanecerán en él eternamente. Quitaremos el resentimiento que sus pechos alberguen. A sus pies correrán los ríos.
Dirán: "La alabanza a Dios nos ha guiado a este lugar. No nos hubiésemos sabido dirigir si Dios no nos hubiese guiado. Realmente, los enviados de nuestro Señor vinieron con la verdad". El Corán. Azora VII, 39…
Nuestro hombre rico se enojó y protestó. No puede ser, tiene que haber un error, le dijo a San Pedro. ¿Cómo puede mi criado habitar en un palacio y yo en semejante casucha?
Y San Pedro le contestó: "Aquí construimos las casas con los materiales que cada uno envía desde la tierra."
"Y otra vez que me encontré con don Manuel, le pregunté, mirándole derechamente a los ojos:
-¿Es que hay Infierno, don Manuel?
-¿Para ti, hija? No.
-¿Y para los otros, le hay?
-¿Y a ti qué te importa, si no has de ir a él?
-Me importa por los otros. ¿Le hay?
-Cree en el cielo, en el cielo que vemos. Míralo.
Y me lo mostraba sobre la montaña y abajo, reflejado en el lago.
-Pero hay que creer en el Infierno como en el Cielo –repliqué.
-Sí, hay que creer en todo lo que enseña a creer la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica, Romana. ¡Y basta!
Leí no sé qué honda tristeza en sus ojos, azules como las aguas del lago".
(San Manuel Bueno, mártir).
Algunos dicen que somos seres para la muerte.
Otros dicen que no sólo tenemos que morir sino que nos merecemos la muerte.
Los no creyentes aceptan la muerte con naturalidad, sin aspavientos, no esperan nada y mueren sin más.
Los creyentes, los que creen en el juicio de Dios y en su suerte final, tienen más dudas y más congojas. Nunca se fían totalmente de la misericordia de Dios y nunca se sienten totalmente dignos de alcanzar la vida eterna.
En la fiesta de Todos los Santos, el Libro del Apocalipsis abre las puertas del cielo y nos invita a mirar y contemplar la multitud de gentes de toda lengua, pueblo y nación que dan gloria y alabanza al Cordero degollado por nuestra salvación, y que en su sangre blanquearon sus vestidos.
En la fiesta de los difuntos miramos a la tierra abierta, a las fosas de los seres queridos y también a la nuestra. Y sentimos un escalofrío.
Cielo y tierra, muerte y vida, mortalidad e inmortalidad, tiempo y eternidad, todo unido en el que es el TODO, en el que es el Alfa y la Omega.
La cruz gloriosa de Cristo Resucitado es la prenda y la garantía de nuestra salvación.
Jesucristo que murió por mí, me salvará a mí, a pesar de mí. Su misterio pascual es también el nuestro.
"Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día".
Muchas son las promesas que nos hace el Señor. Ninguna tan estupenda como ésta, la de la resurrección.
La oración de este día por nuestros difuntos, hilvanada con el recuerdo y el cariño, sube hasta los oídos de Dios Padre que no quiere que nadie se pierda y nos une a todos en una sola familia, una sola iglesia, un solo pueblo, el de los redimidos por la sangre del Hijo.
Yo también quiero tener mi mansión en la Quinta Avenida del Cielo. Y por la misericordia de Dios, no por mis méritos, la tendré.
"Así recompensaremos a los injustos. En el Infierno tendrán lechos, y por encima se taparán con sábanas de fuego.
Quienes hayan creído y hayan hecho obras pías –no obligamos a nadie más que según su capacidad-, ésos serán huéspedes del Paraíso: Permanecerán en él eternamente. Quitaremos el resentimiento que sus pechos alberguen. A sus pies correrán los ríos.
Dirán: "La alabanza a Dios nos ha guiado a este lugar. No nos hubiésemos sabido dirigir si Dios no nos hubiese guiado. Realmente, los enviados de nuestro Señor vinieron con la verdad". El Corán. Azora VII, 39…
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