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martes, 7 de diciembre de 2010

Inmaculada: el comienzo de una humanidad nueva


Evangelio: Lc 1, 26-38
Por Juan Jaúregui

En este día celebramos a la Virgen María como una mujer limpia de todo pecado y llena de gracia. Es como abrir nuestros ojos a una humanidad nueva. Porque el Señor hacía maravillas en ella, todas las generaciones la proclamarían dichosa. Allí estaba esa mujer asombrosa. Pero de esa mujer pobre y sencilla arrancaría un tiempo nuevo para la historia del mundo. Ella era la llave de ese tiempo nuevo. Cuando Dios se lo anuncia, ella contesta: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. No se trataba de que aparecería un caudillo o un general o un imperio poderoso. Ese tiempo nuevo comenzaría con el nacimiento de sus entrañas de un Niño pobre. Pero ese Niño pobre estaba llamado a cambiar los caminos de los hombres.


Sabemos que Jesús recorrió pueblos y ciudades de Israel enseñando a los hombres un mensaje nuevo y hermoso: nos enseñó a sentirnos hijos de Dios, a ser hermanos, a perdonarnos, a compartir nuestras cosas con alegría, a ser sencillos, serviciales, personas de buen corazón. Pero estas cosas tan bonitas, ya entonces, no fueron bien aceptadas por todos. Hubo gente que prefirió su vida vieja y siguieron practicando el egoísmo, la insolidaridad, la violencia, la rapiña. Jesús, el fruto bendito de una mujer maravillosa, cayó víctima de los que no quisieron cambios ni valores hermosos para su vida.

Pero aquella enseñanza de algo nuevo cayó sobre el mundo como una semilla. Es verdad que mucha semilla se perdió, pero otra sigue produciendo sus frutos hermosos. Por eso nos podemos encontrar con que, mientras unas personas trabajan por la paz, por los pobres, por hacer un mundo más humano y más justo, otros siguen con sus planes de hombres viejos. Al echar una mirada al milenio que terminó, podemos encontrarnos con cosas hermosas, pero también podemos encontrarnos con guerras, injusticias, violencia, hambre, racismo, dictaduras y un cúmulo inmenso de despropósitos que han amargado la vida a muchos millones de seres humanos. Es el mundo viejo y sucio que ha salido de nuestras manos.

Cada uno de nosotros estamos en alguno de estos bandos. Para bien o para mal, todos hemos puesto nuestro grano de arena. Podemos llevar en el corazón egoísmo, envidia, odio, rencores. Con estas cosas estamos ensuciando el mundo. Pero también podemos poner respeto, cariño, solidaridad, servicio y valores evangélicos que harán más bonita la vida de todos.

Cuando nos acercamos a la Navidad podemos recordar a la Virgen María como la mujer llena de gracia, preparándose para dar la Luz nueva para el mundo en su Hijo Jesús. Podemos imaginar cuántas esperanzas pondría en su Hijo, cuántas ilusiones se haría sobre las cosas que su Hijo habría de arreglar en aquel mundo viejo. Se abría para los seres humanos un horizonte nuevo y hermoso.

A esa mujer que fue bendita de Dios, los cristianos le tenemos un cariño especial y la hemos proclamado nuestra madre. En ella encontramos ánimos para ser sencillos y humildes, personas de buen corazón, capaces de ponernos dócilmente en las manos de Dios para lo que Él nos pida. En ella encontramos la llamada de Dios a vivir nuestra fe con alegría, a fiarnos de Dios y a disfrutar del amor de Dios, que nunca nos deja solos.


La alegría posible

La primera palabra de parte de Dios a los hombres, cuando el Salvador se acerca al mundo, es una invitación a la alegría. Es lo que escucha María: Alégrate.

J. Moltmann, el gran teólogo de la esperanza, lo ha expresado así: «La palabra última y primera de la gran liberación que viene de Dios no es odio, sino alegría; no condena, sino absolución. Cristo nace de la alegría de Dios y muere y resucita para traer su alegría a este mundo contradictorio y absurdo».

Sin embargo, la alegría no es fácil. A nadie se le puede obligar a que esté alegre ni se le puede imponer la alegría por la fuerza. La verdadera alegría debe nacer y crecer en lo más profundo de nosotros mismos.

De lo contrario; será risa exterior, carcajada vacía, euforia creada quizás en una «sala de fiestas», pero la alegría se quedará fuera, a la puerta de nuestro corazón.

La alegría es un don hermoso, pero también muy vulnerable. Un don que hay que saber cultivar con humildad y generosidad en el fondo del alma. H. Hesse explica los rostros atormentados, nerviosos y tristes de tantos hombres, de esta manera tan simple: «Es porque la felicidad sólo puede sentirla el alma, no la razón, ni el vientre, ni la cabeza, ni la bolsa».

Pero hay algo más. ¿Cómo se puede ser feliz cuando hay tantos sufrimientos sobre la tierra? ¿Cómo se puede reír, cuando aún no están secas todas las lágrimas, sino que brotan diariamente otras nuevas? ¿Cómo gozar cuando dos terceras partes de la humanidad se encuentran hundidas en el hambre, la miseria o la guerra?

La alegría de María es el gozo de una mujer creyente que se alegra en Dios salvador, el que levanta a los humillados y dispersa a los soberbios, el que colma de bienes a los hambrientos y despide a los ricos vacíos.

La alegría verdadera sólo es posible en el corazón del hombre que anhela y busca justicia; libertad y fraternidad entre los hombres.

María se alegra en Dios, porque viene a consumar la esperanza de los abandonados.

Sólo se puede ser alegre en comunión con los que sufren y en solidaridad con los que lloran.

Sólo tiene derecho a la alegría quien lucha por hacerla posible entre los humillados.

Sólo puede ser feliz quien se esfuerza por hacer felices a otros.

Sólo puede celebrar la Navidad quien busca sinceramente el nacimiento de un hombre nuevo entre nosotros.

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