Por Pedro Miguel Lamet sj
Uno, cuando se para en serio ante el portal de Belén, se hace siempre la misma pregunta: ¿Qué tiene la Navidad para que se repita y subsista cada año? ¿Fiesta? Hay cien fiestas que celebramos y que carecen de ese sello entrañable e irrepetible. ¿Ternurismo? Ciertamente nacer en un descampado, sin casa, ni dinero, ni abrigo, evocaría más bien otra realidad, la de la marginación. Se parece más al nacimiento de un emigrante marroquí que ha arrojado anteayer una patera que a un montaje de turrones y grandes almacenes. ¿Poder, organización, marketing, influjo? Nada de eso aparece en el nacimiento que, de barro, madera o plástico seguimos, a través de los tiempos, montando en nuestras casas.
Por mucho que se discuta y ponga en solfa la Navidad y su historicidad o mito, algo tiene de auténtico y profundo para que siga removiendo raíces de una verdad íntima en nosotros. ¿Cuál es el contenido cristiano de la Navidad, que subyace detrás de las burbujas de champagne, el espumillón y el regalo consumista?
Para el creyente la Navidad dice mucho más. Si los Evangelios fueron escritos por las primitivas comunidades cristianas, parece que deseaban con ellos transmitir un determinado mensaje. Este no casa en absoluto con la Navidad actual tal como está montada, pues aquella fue de debilidad, pobreza, soledad, misterio, carencia de seguridad y confort y está impregnada de alegría interna y espiritual, palabras de paz y buena voluntad.
En primer lugar lo que vemos allí es un niño desnudo en brazos de una madre joven. Es nacimiento y es maternidad. Es intemperie y silencio. Es un canto de alegría que brota de dentro y pura gratuidad. La Navidad es un poema dedicado a nuestra propia humanidad en lo que de más auténtico tiene. Para el que goza de fe es la creencia maravillosa de que el hombre vale tanto en su indefensión que puede llegar a ser Dios. Esta es la razón profunda de la fiesta: Que ni la mayor desgracia externa puede hacer mella ante este misterio de la fiesta del tú, de la cercanía de lo inefable.
En segundo lugar contemplamos la noche, a un padre trabajador, a unos animales de establo y unos pastores incultos, que nos vendrían a decir que la felicidad no se compra ni se vende, porque es un patrimonio del espíritu, y que lo mejor de la vida es el amor.
Las estrellas de estaño, la nieve azulada, y las bolas de cristal no son para guardarlas en una caja el ocho de enero y olvidarse de una felicidad tan frágil como esos abalorios. La felicidad no tiene plazo fijo, es una tarea para todo el año y hay que ir creándola desde dentro, visualizándola, conquistándola a golpe de reloj, día a día. La felicidad no está fuera, en un escaparate, en un vestido de noche o una cena opípara. Maestros espirituales y psicólogos de todos los tiempos coinciden en que es un estado profundo del yo que está por encima de los condicionamientos externos. Cuando uno ha alcanzado la comunicación habitual con “lo profundo”, un hondón que estaría en contacto con nuestra auténtica naturaleza, ni el festejo provocado ni la soledad real podrían morder tal bienestar estable.
El problema que plantea la Navidad, como tantas cosas, es el “despertar” interior. El que despierta corre el riesgo de enfrentarse con su verdad y descubrir que estaba dormido, instalado en la mentira. Por eso Khalil Gibran escribe: “Si ves a un esclavo durmiendo, no lo despiertes a menos que esté soñando con la libertad”. Si se sueña con la libertad, ni la Navidad comercial ni otras muchas programaciones de la sociedad actual pueden hacernos mella. El “fuera” no llega a inmutar la libertad de dentro.
Se puede atrapar lo bueno de estos días, su faceta de descanso, de vacación o de encuentro humano y espiritual. Lo demás se toma o se deja. Porque entonces ya no hay problema; entonces es nochebuena en el corazón. Quizás por eso Jesús a lo largo de su vida nos dijo que lo mejor era volver al niño y habló de bienaventuranzas o”felicidades” que parecen antieslóganes en nuestra sociedad actual; y se pronunció a favor de los pequeños; dijo que los últimos serían primeros. En todo ello hay una extraordinaria coherencia entre el paisaje de nuestro belén doméstico y el resto del Evangelio. Otra cosa es que la gente sea capaz de sentarse delante del nacimiento, meditar un poco, y prepararse a vivir de otra manera este vértigo en que hemos convertido la Navidad.
Por mucho que se discuta y ponga en solfa la Navidad y su historicidad o mito, algo tiene de auténtico y profundo para que siga removiendo raíces de una verdad íntima en nosotros. ¿Cuál es el contenido cristiano de la Navidad, que subyace detrás de las burbujas de champagne, el espumillón y el regalo consumista?
Para el creyente la Navidad dice mucho más. Si los Evangelios fueron escritos por las primitivas comunidades cristianas, parece que deseaban con ellos transmitir un determinado mensaje. Este no casa en absoluto con la Navidad actual tal como está montada, pues aquella fue de debilidad, pobreza, soledad, misterio, carencia de seguridad y confort y está impregnada de alegría interna y espiritual, palabras de paz y buena voluntad.
En primer lugar lo que vemos allí es un niño desnudo en brazos de una madre joven. Es nacimiento y es maternidad. Es intemperie y silencio. Es un canto de alegría que brota de dentro y pura gratuidad. La Navidad es un poema dedicado a nuestra propia humanidad en lo que de más auténtico tiene. Para el que goza de fe es la creencia maravillosa de que el hombre vale tanto en su indefensión que puede llegar a ser Dios. Esta es la razón profunda de la fiesta: Que ni la mayor desgracia externa puede hacer mella ante este misterio de la fiesta del tú, de la cercanía de lo inefable.
En segundo lugar contemplamos la noche, a un padre trabajador, a unos animales de establo y unos pastores incultos, que nos vendrían a decir que la felicidad no se compra ni se vende, porque es un patrimonio del espíritu, y que lo mejor de la vida es el amor.
Las estrellas de estaño, la nieve azulada, y las bolas de cristal no son para guardarlas en una caja el ocho de enero y olvidarse de una felicidad tan frágil como esos abalorios. La felicidad no tiene plazo fijo, es una tarea para todo el año y hay que ir creándola desde dentro, visualizándola, conquistándola a golpe de reloj, día a día. La felicidad no está fuera, en un escaparate, en un vestido de noche o una cena opípara. Maestros espirituales y psicólogos de todos los tiempos coinciden en que es un estado profundo del yo que está por encima de los condicionamientos externos. Cuando uno ha alcanzado la comunicación habitual con “lo profundo”, un hondón que estaría en contacto con nuestra auténtica naturaleza, ni el festejo provocado ni la soledad real podrían morder tal bienestar estable.
El problema que plantea la Navidad, como tantas cosas, es el “despertar” interior. El que despierta corre el riesgo de enfrentarse con su verdad y descubrir que estaba dormido, instalado en la mentira. Por eso Khalil Gibran escribe: “Si ves a un esclavo durmiendo, no lo despiertes a menos que esté soñando con la libertad”. Si se sueña con la libertad, ni la Navidad comercial ni otras muchas programaciones de la sociedad actual pueden hacernos mella. El “fuera” no llega a inmutar la libertad de dentro.
Se puede atrapar lo bueno de estos días, su faceta de descanso, de vacación o de encuentro humano y espiritual. Lo demás se toma o se deja. Porque entonces ya no hay problema; entonces es nochebuena en el corazón. Quizás por eso Jesús a lo largo de su vida nos dijo que lo mejor era volver al niño y habló de bienaventuranzas o”felicidades” que parecen antieslóganes en nuestra sociedad actual; y se pronunció a favor de los pequeños; dijo que los últimos serían primeros. En todo ello hay una extraordinaria coherencia entre el paisaje de nuestro belén doméstico y el resto del Evangelio. Otra cosa es que la gente sea capaz de sentarse delante del nacimiento, meditar un poco, y prepararse a vivir de otra manera este vértigo en que hemos convertido la Navidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario