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domingo, 6 de febrero de 2011

Domingo V del tiempo ordinario: Vivir a todo color


Publicado por Entra y Verás

La sal, la luz nos sirven para apreciar la variedad, para romper la monotonía de lo insípido y monocromático. Este magnífico escenario, que Dios nos ha regalado; esta vida llena de sorpresas, retos y oportunidades, que cada día se nos ofrece, tenemos que vivirla con ganas, con ilusión y verdad. Teñir de color, de variedad no es más que salar e iluminar el mundo

Somos sal y somos luz. ¿Y eso qué es? o mejor dicho ¿Cómo podemos serlo? Recordemos el evangelio del domingo pasado. Las bienaventuranzas nos invitaban a embarcarnos en el proceso de transformación del mundo para que pueda lograrse la felicidad de aquellos que sufren. Si lo miramos desde ese prisma y pensamos un poco en la sal en sus propiedades que sirven para realzar los sabores, para conservar o incluso para evitar que resbalemos; y en las de la luz ya sea solar o artificial… Sal y luz podemos verlas como provocadoras de alegría, de vida, pues a un plato insípido, la sal le da vida, sabor o a una habitación oscura la luz le da vida. Nosotros estamos llamados a esto, a ser sembradores de vida de alegría que manifieste que hemos hecho vida la espiritualidad de la alegría.

A primera vista, hablar de “espiritualidad de la alegría” puede parecer una frivolidad. ¿No suena eso casi a falta de respeto? ¿No es eso, por lo menos, rebajar las exigencias de la vida cristiana hasta convertirla en una forma de “contentar la conciencia”, para terminar haciendo lo que nos resulta más cómodo? Voy a decirlo con toda claridad: la “espiritualidad de la alegría” es una de las formas más exigentes y difíciles que podemos presentar en esta vida, tal como normalmente funcionamos los seres humanos. Porque, cuando hablamos de este asunto, no se trata de que uno programe su vida para vivir siempre alegre y en continua diversión. Se trata, más bien, de que uno organice su vida de manera que, en el ambiente en el que viva y entre las personas con quienes conviva, haga todo lo que esté a su alcance para que los demás se sientan bien, vivan en paz, convivan a gusto y, sobre todo, sean personas tan felices que la alegría se transparente a todas horas en sus rostros. Más aún, se trata, además, de que uno afronte, en serio y con todas sus consecuencias, el abrumador problema del sufrimiento en el mundo, el problema del dolor, la angustia y la tristeza inmensa en que se ven hundidos tantos seres humanos.

Vivir para hacer felices a los demás es mucho más duro y exigente que ser observante y cumplidor. Es también más duro y exigente que ser mortificado o incluso tener una vida intensa de piedad y oración. Vivir para conseguir que los demás se sientan más felices de haber nacido es lo mismo que renunciar a ser uno el centro. Porque es anteponer la alegría compartida a mi alegría particular. Y eso, se puede hacer alguna que otra vez. Asumir eso como proyecto de vida, he ahí lo que supone y exige la espiritualidad de la que aquí estoy hablando. Y es que, en el fondo, todo esto supone un cambio de mentalidad tan fuerte, que a muchos ni les cabe en la cabeza. La religión se suele asociar al deber cumplido, pero no a la necesidad de los demás. Cuando lo que está en juego es hacer felices a los demás, las cosas cambian. Y cambian tanto, que nos da miedo echar por ese camino. No cabe duda que la religión y la espiritualidad ocultan, a veces, formas de egoísmo de un refinamiento insoportable. Por el contrario, la espiritualidad de la alegría es seguramente la expresión más clara y más fuerte de lo que significa la “humanización de Dios”, y dotar de manos y píes el mensaje evangélico que nos permite permanecer impasibles, es decir, sosos y tenues. Os invito a que en estos días penséis como sentís vuestro ser sal y luz para los demás, para el mundo.

Roberto Sayalero Sanz, agustino recoleto. Colegio San Agustín (Valladolid, España)

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