Por Jesús Bastante
Soy de los pocos que le llama Ángel. Casi todos le conocen como el "pater" y, sobre todo, como "padre Ángel". Es la cara visible de una Iglesia, la de la solidaridad, la de la cercanía, la de Mensajeros de la Paz. Hoy celebra, en Oviedo, sus bodas de oro sacerdotales. Medio siglo desde que Ángel es el padre Ángel, desde que soñó que su vida debía ser un servicio a los demás, aunque molestara a veces, aunque el Vaticano tenga un dossier con todas sus declaraciones, acciones y gestos. Aunque siempre ha sido así, desde que se ordenara y comenzara a trabajar con los menores que encontraba en las estaciones de autobuses, cuando a él y al cardenal Tarancón les zarandearon los empobrecidos trabajadores portugueses. Ha sabido estar en los basurales de Tucumán, en las desolaciones de Beirut o Bagdad, en el suelo temblando de El Salvador, junto a los muertos vivientes del infierno en Haití... y en cuanto acabe las celebraciones, marchará a Japón.
Ángel se mueve como pez en el agua entre los poderosos, sean del signo que sean, se trate de políticos, banqueros, obispos, presidentes, papas, reyes.... y se mancha las manos de sangre y de barro junto a los niños abandonados, los ancianos solitarios, aquellos que han perdido la esperanza y se sienten perseguidos. Nunca dice que no a nada, aunque para ello tenga que estirar el día un par de horas más de lo necesario, y "olvide" tomar su medicación. En privado, asume que no será el cáncer el que lo mate, sino la injusticia de un mundo que sangra por todos sus poros... Y que necesita esperanza.
He tenido la inmensa fortuna de viajar junto al pater a los cinco continentes. He visto sus manos apretadas en su espalda (siempre lo hace cuando se irrita) al ver a niños obligados a peregrinar con las rodillas ensangrentadas en el santuario de Guadalupe; discutiendo a voz en grito con milicianos armados en Mosul porque no le dejaban pasar con un camión de víveres para los niños que morían a diario en la injusta guerra de Irak; abrazando a un bebé muerto por la hambruna en Tucumán; llorando de alegría al comprobar cómo el valiente Josué -el hijo del padre Ángel, el que nunca tuvo y sin embargo es más suyo que de nadie- se aferraba a la vida tras varias operaciones a vida o muerte; bailando con pequeños de una tribu en Bangassou (Benin).
Nos hemos visto reir y llorar, enfadarnos con Dios y con la jerarquía; abrazando enfermos, negándose a decir "no" ante situaciones que clamaban al cielo; prefiriendo pedir perdón antes que pedir permiso para luchar por una sociedad y una Iglesia más justa. Que incluya a todos. Una Iglesia que no condene, sino que bendiga. De eso sabemos mucho quienes le queremos.
Cincuenta años después, Ángel, el pater, el padre Ángel, continúa en pie, más firme que nunca, como si quisiera seguir robando horas, días, meses, años... al tiempo que, indiferente a lo que debería ser justo, sigue pasando. Morirá con las botas puestas, estoy seguro. Y los que le queremos estaremos allí para acompañarle. Pero no. Todavía no. Le queda mucho carrete. "Sólo ante Dios, un niño y un anciano debemos ponernos de rodillas", es una de las frases preferidas del padre Ángel. Yo, hoy, también me arrodillo ante él. Ante su testimonio de vida, ante su corbata roja desanudada, ante el llavero de la santina con el que juguetea sin cesar, ante la voz del Evangelio que se escucha tras sus pasos. Ante ese Dios que, Ángel, te bendice y te acompaña en cada momento de tu vida.
Que te quiero, pater. Y que gracias por estar en mi vida. En los momentos buenos -que han sido muchos- y en los malos -que sabes que también-.
Ángel se mueve como pez en el agua entre los poderosos, sean del signo que sean, se trate de políticos, banqueros, obispos, presidentes, papas, reyes.... y se mancha las manos de sangre y de barro junto a los niños abandonados, los ancianos solitarios, aquellos que han perdido la esperanza y se sienten perseguidos. Nunca dice que no a nada, aunque para ello tenga que estirar el día un par de horas más de lo necesario, y "olvide" tomar su medicación. En privado, asume que no será el cáncer el que lo mate, sino la injusticia de un mundo que sangra por todos sus poros... Y que necesita esperanza.
He tenido la inmensa fortuna de viajar junto al pater a los cinco continentes. He visto sus manos apretadas en su espalda (siempre lo hace cuando se irrita) al ver a niños obligados a peregrinar con las rodillas ensangrentadas en el santuario de Guadalupe; discutiendo a voz en grito con milicianos armados en Mosul porque no le dejaban pasar con un camión de víveres para los niños que morían a diario en la injusta guerra de Irak; abrazando a un bebé muerto por la hambruna en Tucumán; llorando de alegría al comprobar cómo el valiente Josué -el hijo del padre Ángel, el que nunca tuvo y sin embargo es más suyo que de nadie- se aferraba a la vida tras varias operaciones a vida o muerte; bailando con pequeños de una tribu en Bangassou (Benin).
Nos hemos visto reir y llorar, enfadarnos con Dios y con la jerarquía; abrazando enfermos, negándose a decir "no" ante situaciones que clamaban al cielo; prefiriendo pedir perdón antes que pedir permiso para luchar por una sociedad y una Iglesia más justa. Que incluya a todos. Una Iglesia que no condene, sino que bendiga. De eso sabemos mucho quienes le queremos.
Cincuenta años después, Ángel, el pater, el padre Ángel, continúa en pie, más firme que nunca, como si quisiera seguir robando horas, días, meses, años... al tiempo que, indiferente a lo que debería ser justo, sigue pasando. Morirá con las botas puestas, estoy seguro. Y los que le queremos estaremos allí para acompañarle. Pero no. Todavía no. Le queda mucho carrete. "Sólo ante Dios, un niño y un anciano debemos ponernos de rodillas", es una de las frases preferidas del padre Ángel. Yo, hoy, también me arrodillo ante él. Ante su testimonio de vida, ante su corbata roja desanudada, ante el llavero de la santina con el que juguetea sin cesar, ante la voz del Evangelio que se escucha tras sus pasos. Ante ese Dios que, Ángel, te bendice y te acompaña en cada momento de tu vida.
Que te quiero, pater. Y que gracias por estar en mi vida. En los momentos buenos -que han sido muchos- y en los malos -que sabes que también-.
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