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miércoles, 16 de marzo de 2011

Terremoto inevitable y seísmo nuclear evitable


Por Juan Masia sj

La noticia del terremoto de Sendai me conmocionó bien lejos de Japón, durante mi estancia en la Universidad Iberoamericana de México. Antes que ir a clase, me buscan apresuradamente para ofrecerme facilidades de comunicación. Pero Tokyo no responde, ni al celular, ni al fijo, ni al mail. Al dar las primeras imágenes de la tragedia, los noticieros mejicanos se concentran obviamente, de cara al Pacífico, en prever cuándo y con qué fuerza podría alcanzar el tsunami la costa oeste del país. Lo que me llega del otro lado del Atlántico es una lluvia de correos de solidaridad que se preocupan por mí, temiendo que me encuentre entre las víctimas. Paso la mañana ante la computadora, entre intentar contactos japoneses y agradecer la preocupación española.
Mientras aguardo impaciente noticias de primera mano sobre familias amigas, rastreo por la red y el buscador me abre ventanas opuestas: convocatorias de solidaridad de un lado y justificaciones absurdas de otro. Un bloguero fundamentalista, que no citaré para no hacerle propaganda, dice que el teremoto es castigo divino. Lo dijeron también tras los de Haití, Chile o China. En el extremo opuesto, el comentario de quien pregunta dónde estaba Dios durante el terremoto. Ambas reacciones igualmente de cabeza, racionalistas y justificadoras.
Pero haciendo click de nuevo, encuentro reacciones de corazón, pies y manos. Caritas Japón y Beneficencia Budista están movilizadas y movilizando ayuda desde el primer momento. En vez de preguntar a Dios o a Buda un por qué absurdo, la interpelación es: «¿Dónde estamos nosotros al día siguiente del terremoto?». ¿Reacciona el corazón ante la desgracia sufriendo con quienes sufren y pone en marcha pies y manos para ir a ayudar?
Jesús contó la parábola del buen samaritano que se hizo prójimo. Gautama contó la del herido que se desangra: «No es el momento de preguntar quién o por qué le agredieron; lo primero y urgente es curar sus heridas».
En el caso presente, junto a la urgencia de movilizar la solidaridad, se añade la preocupación por las posibles consecuencias fatales del terremoto sobre instalaciones tan vulnerables como las centrales de energía atómica. Una de las primeras muestras de esta preocupación me llega desde la Comisión de Justicia y Paz de la Conferencia episcopal de Japón. Precisamente estos días, con ocasión de exhortar durante la cuaresma a la promoción de la justicia y el cuidado del medio ambiente, se repetía el aviso sobre los peligros de las centrales nucleares y la necesidad de promover energías alternativas.
Cuando en septiembre del 99 se produjo un accidente nuclear de escape de uranio en el reactor de la provincia de Ibaraki, el arzobispo Okada, Presidente de la Conferencia episcopal japonesa, envió una carta al Primer Ministro solicitando urgentemente la revisión del uso de dichos recursos energéticos. Desde entonces, en colaboración con otros grupos religiosos, se ha seguido impulsando la campaña para alertar sobre la amenza ecológica y los peligros vitales que conllevan los reactores nucleares.
Aunque los once reactores nucleares japoneses paralizaron su actividad tras el terremoto, ha sido preocupante que el de Fukushima plantease problemas de refrigeración tras el cierre; se evacuó precipitadamente a más de tres mil personas y, temiendo fugas de radiación, se declaró estado de emergencia de energía atómica, sin excluir la posibilidad de una explosión. Ejército nipón y fuerza aéreas estadounidenses siguen cooperando con incertidumbre ante la emergencia.
Ante semejantes situaciones, en vez de hacer especulaciones abstractas sobre el problema de las catástrofes imprevisibles, urge ante todo la prevención de los males que desencadena la mano humana: explorar alternativas para contrarrestar las amenazas desencadenadas por el arma de doble filo de las tecnologías. No podemos impedir la desgracia inevitable de un terremoto natural, pero podemos y debemos esforzarnos por impedir la tragedia de un seismo nuclear. «Que la impotencia experimentada ante la desgracia inevitable no paralice la urgencia de trabajar por la disminución de los males evitables».

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