Publicado por Servicio Católico
Cristo ha sido glorificado y sigue presente y operante en el mundo por el Espiritu Santo. Los dones del Espiritu superan lenguas y razas, diferencias y divisiones. Sus dones que ayudan a crear actitudes de comunidad, de plegaria y de servicio. "En cada uno se manifiesta el espiritu para el bien común".
El cristiano es un enviado, "como el Padre me ha enviado así también os envio yo". ¿Y a qué nos envia?:
1. A vivir y a contagiar la paz. Es un don precioso y ausente muchas veces en el mundo. Cristo y su Espíritu son fuentes de paz para que el mundo crea.
2. A experimentar el perdón y la misericordia. Todo tiene remedio y el mal puede ser vencido. El perdón y la misericordia son las actitudes de la Iglesia ante el mundo.
3.A ser constructores de la comunidad. El Espiritu de Dios se ha derramado en cada uno para lograr la unidad de todos en el amor.
Pentecostés Fuerzas nuevas
"Así dice el Señor Dios: Derramaré mi espíritu sobre toda carne: profetizarán vuestros hijos e hijas..." (Joel 2,28)
El profeta vislumbra los acontecimientos que habían de ocu- rrir en los tiempos mesiánicos, aquellos días en los que las promesas dejarían de serlo para convertirse en gozosa realidad. El Espíritu de Dios se derramará sobre toda carne, llegará hasta los hombres infundiéndoles el hálito vital que les transformará, inyectando en ellos una fuerza nueva que les haga ver plenamente la maravilla de ser hijos de Dios, un impulso interno que les empuje a cumplir la divina ley del amor.
Envía de nuevo, Señor, tu Espíritu para que renueve la faz de la tierra. Necesitamos que nos siga sosteniendo su fuerza, que nos siga encendiendo el fuego de su amor, a fin de ser brasas encendidas que iluminen y caldeen a este nuestro viejo mundo, tan frío y tan oscuro, tan muerto. Haz que cada uno de los que hemos sido bautizados seamos testigos del Evangelio, profetas que anuncian con su vida, más que con palabras, ese mensaje de fuego con el que Cristo quiso incendiar al mundo.
"Cuantos invoquen el nombre del Señor se salvarán..." (Joel 2,32)
Salvación. Estar metidos en el peligro, viendo que todo se hunde a nuestro alrededor, temiendo que llegue el momento en que todo se acabe, sintiendo un miedo indefinible a todo eso que está más allá, tan desconocido, tan cierto, tan tremendo, tan defini- tivo.
Salvación, liberación. Vivir con una profunda sensación de libertad, seguros, siempre optimistas, persuadidos de que ningún mal ocurrirá, sin miedo a nada ni a nadie. Tranquilos también en los momentos difíciles, en las horas de lucha e incertidumbre. Salvados, alegres, contentos, felices.
Y esto, todo esto, lo lograremos invocando el nombre del Señor. Invocarlo, no sólo pronunciarlo, no sólo decir Señor Je- sús. Se trata de algo más, de algo que sólo se puede conseguir bajo la moción del Espíritu Santo. Por eso te pedimos, Señor, que venga y llene los corazones de tus fieles con el fuego de tu amor, que nos ayude hasta conseguir ese invocar a Jesús que es creer en Él, amarle sobre todas las cosas, esperar con toda confianza en su poderosa ayuda. Invocando el nombre del Señor, sólo así seremos salvados, en la vida y en la muerte.
Ven, oh Santo Espíritu, ven
"¡Dios mío, qué grande eres! Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llenaÉ" (Ps 103,1)
Una vez más se barrunta la presencia del Espíritu en el alma; de nuevo se presiente el temblar de su fuerza, el empuje de su amor, el nunca agotado bullir de sus palabras. En este día, nuestra oración, nuestra mente y nuestro corazón, ha de volverse hacia el Dulce Huésped del alma, al Padre de los pobres, al Dador de todo bien, a la Luz de nuestros corazones, al Consolador óptimo, al Alivio de nuestro llanto.
Oh Luz beatísima, llénanos la vida con tus fulgores. Jesús nos dijo, como un mandato, que fuéramos como Él, luz del mundo. Y Pablo repetía que habíamos de ser como luminarias en medio de las gentes. Y, sin embargo, a veces estamos apagados, o lo que es peor, somos focos de sombras con nuestra conducta torcida. Por eso es preciso que te llegues de nuevo hasta nosotros y nos enciendas en profundidad.
Sin tu aliento no hay nada en el hombre. Cuando la creación del hombre, fue el hálito divino el que dio vida al rostro de Adán. Emite de nuevo tu aliento sobre nuestros rostros de barro y haz que recobremos, y aumentemos, la vida que el pecado nos arrebató.
"Les retiras el aliento y expiran, y vuelven a ser polvo..." (Ps 103,29)
Jesucristo, el Verbo creador y redentor del género humano, volvió a espirar el hálito divino sobre la faz del hombre. Entonces confirió a sus enviados el poder máximo que jamás nadie pudo imaginar, el poder de perdonar los pecados. Se puso de manifiesto algo inefable, mucho más admirable que su poder creador: su misericordia infinita, su perdón divino que llegó, y sigue llegando, hasta el pobre pecador que siempre es el hombre.
Espíritu Santo que habita en nuestros corazones haciendo de nuestros cuerpos algo tan sagrado como un templo. Espíritu que nos sostiene en la entrega, que nos mueve a llamar a Dios con el nombre entrañable de Padre. Espíritu que ora en nosotros con acentos inenarrables. Ojalá que no pongamos resistencia a su acción maravillosa en nosotros. Porque esto es lo tremendo, que nosotros, miserables criaturas, podemos poner barricadas insalvables a la fuerza de Dios con nuestra falta de correspondencia. Repite, Señor, los prodigios de Pentecostés en tu Iglesia, en cada cristiano en particular. Que tu fuego vuelva a descender sobre nosotros, que tu viento arrollador abra las puertas y ventanas de nuestro miedo. Ven, oh Santo Espíritu, ven.
Renueva la faz de la tierra
"Sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto" (Rom 8,22)
Ya desde el principio el pecado del hombre repercute en la tierra, que se hace dura y pródiga en espinas y abrojos. San Pablo nos hace ver cómo esa repercusión maligna sigue siendo una realidad. Y podemos decir que casi notamos ese dolor agudo de nuestras tierras y de nuestros mares, de nuestro cielo tan sucio a veces. Hay una erosión lenta y continua que va socavando los cimientos de nuestro viejo mundo.
Una de las invocaciones que la Iglesia dirige al Espíritu Santo es que venga para renovar la faz de la tierra, para que se realice una nueva creación que todo lo haga nuevo y limpio. Pero para eso es preciso que se dé antes la renovación interior de los hombres. Y lo mismo que su pecado hirió a la tierra, así su retorno definitivo a Dios hará posible el comienzo de los cielos nuevos y de la tierra nueva.
Vamos, pues, a invocar con toda el alma al Espíritu Santo para que venga otra vez, para que siga viniendo sobre nosotros, los hombres de la era atómica. Estemos persuadidos de que sólo si el Espíritu Santo habita en nuestros corazones por la gracia santificante, sólo si somos dóciles a sus mociones internas nos acercaremos a la renovación personal y cósmica.
"También nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior" (Rom 8,23)
Sí, nos duele nuestra pesadez para levantar el vuelo hacia las cosas del espíritu, nos hace sufrir nuestra lentitud y torpeza para escalar las cimas de la perfección. Quisiéramos que fuera de otro modo, y sólo difícilmente vamos consiguiendo mantenernos en una cierta mediocridad.
Sí, gemimos en nuestro interior, aguardando la hora de ser hijos de Dios de un modo definitivo y pleno, esperando la redención de nuestro cuerpo... Pero no olvidemos que el Espíritu Santo viene en nuestra ayuda, y también Él gime con gemidos inenarra- bles, intercediendo por nosotros, logrando que a pesar de nuestra naturaleza de barro podamos servir todavía para algo hermoso.
Y junto a esos lamentos, el gozo indescriptible de una firme esperanza que supera la pequeña o grande dificultad de cada momento... Invoquemos con frecuencia, insistentes, al Espíritu Santo, el Dulce Huésped del alma, el Consolador de los pobres. Vamos a ser más dúctiles y manejables en sus manos, sencillos como niños que se dejan llevar confiados, sin ofrecer la menor resistencia.
El agua y el Espíritu
"Decía esto refiriéndose al Espíritu..." (Jn 7,39)
Como en otras ocasiones, san Juan nos habla de una fiesta. En ese marco festivo nos recuerda, una vez más, las palabras del Señor. Es un detalle que se repite, hasta el punto de que hay autores que dividen el texto evangélico de san Juan basándose en las diferentes fiestas judías que se van enumerando. Es como si el Discípulo amado quisiera recordarnos que toda la vida de Cristo fue, lo mismo que la nuestra debe ser, una gran fiesta. Sobre todo se fija en la fiesta de Pascua, hablando de ella por tres veces al menos, mientras que los Sinópticos sólo hablan de una fiesta pascual. La fiesta que se recoge en este pasaje es la de los Tabernáculos, caracterizada especialmente por los ritos del agua y las plegarias para pedirla a Dios.
El último día, el más solemne, Jesús exclama con fuerza: "El que tenga sed que venga a mí y beba...". Su clamor vuelve a resonar hoy por medio de la liturgia. Dios sabe cuánta sed padecemos con frecuencia, cuánta insatisfacción nos devora por dentro, cuánta frustración sentimos al vernos tan miserables. Jesús, lo mismo que la Sabiduría del Antiguo Testamento, nos invita a llegarnos hasta Él, a creer en Él. Si lo hacemos, el agua brotará a borbotones, un agua viva y clara que saciará nuestra sed permanente, y que calmará esas hondas ansias que tanto nos atormentan.
Jesús al hablar de esa agua que brotará del pecho de quien viniera a Él y le creyera, se refería al Espíritu Santo que habrían de recibir después de su muerte y resurrección. Ya el profeta Ezequiel hablaba del agua y del Espíritu. Y también Jesús se refería a esto en el diálogo con Nicodemo, cuando le dijo que era preciso renacer del Espíritu y del agua.
En esta fiesta de Pentecostés que hoy celebra la Iglesia vuelve a correr el agua que lava y purifica, que fecunda e impulsa, que sostiene y da vida. Sólo es preciso abrir el alma, creer en Jesucristo y dejar que el Espíritu Santo inunde nuestros corazones.
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