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viernes, 2 de mayo de 2008

¿Es posible perdonar siempre a los enemigos?



Por Ariel Álvarez
Publicado por El Blog de X. Pikaza

Los tres perdones de los israelitas


Promediaba ya la vida pública de Jesús cuando una tarde, mientras les enseñaba a sus discípulos en Cafarnaún, Pedro le preguntó: “Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?” (Mt 18,21).
Los maestros judíos solían discutir la cantidad de veces que una persona tenía que perdonar. Y los Doctores de la Ley habían llegado a la conclusión de que un hombre debía perdonar a su hermano hasta tres veces. Porque, decían, Dios en las Escrituras perdona siempre hasta tres veces, y la cuarta vez castiga. En efecto, en el libro del profeta Amós se anuncia que Dios castigó a varios pueblos por el cuarto pecado cometido. Allí el profeta declara: “Por los tres crímenes de Damasco, y por el cuarto, no los perdonaré” (Am 1,3). “Por los tres crímenes de Gaza, y por el cuarto, no los perdonaré” (Am 1,6). “Por los tres crímenes de Tiro, y por el cuarto, no los perdonaré” (Am 1,9). Y lo mismo va diciendo de Edom, Ammón, Moab, Judá, Israel (Am 1,11.13; 2,1.4.6).
De estas palabras, los israelitas deducían que si el perdón de Dios se limitaba a tres ofensas, no había que pedirle a un hombre que fuera más misericordioso que Dios. Por eso no existía la obligación de perdonar más de tres veces.
Pedro, al proponerle a Jesús perdonar hasta siete veces, lo que hizo fue tomar los tres perdones de los israelitas, multiplicarlos por dos, y agregarle uno. Y así, muy contento y satisfecho, pensaba haber dado un gran paso de generosidad, superando en misericordia a los maestros judíos. Esperaba, pues, escuchar las felicitaciones de Jesús.

Setenta veces siete

Pero Jesús le respondió a Pedro de uno modo inesperado y sorprendente: “No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18,22).
La expresión “setenta veces siete” no significa 490 veces, como puede parecer si la tomamos literalmente (70 x 7 = 490). Incluso la versión del evangelio de Lucas, tomada textualmente, es aún más extrema: “Si tu hermano peca contra ti siete veces al día, y las siete veces te dice: «Me arrepiento», debes perdonarlo” (Lc 17,4). Siete veces al día, equivalen a ¡2.555 perdones al año!
Lo que Jesús quiso decir con esta frase simbólica es que debemos perdonar “siempre”, sin poner límites. Que el perdón no debe ser una excepción, o un favor que le hacemos a alguien, sino un modo habitual de nuestra vida.
¿Por qué usó Jesús la expresión “setenta veces siete”? Por la historia de Caín y Abel narrada en el Génesis. Allí se cuenta que Caín era tan malvado que cuando alguien le hacía un daño, él no se vengaba una vez sino siete veces (Gn 4,15). Este resentimiento se fue transmitiendo a sus descendientes de tal manera, que uno de sus nietos llamado Lámek adquirió el hábito de vengarse, por cada ofensa que le hacían, setenta veces siete (Gn 4,17-24). Y fue esa violencia creciente la que provocó la ruina de la sociedad de aquel tiempo, con el diluvio universal.
Recordando esta vieja historia, Jesús quiso enseñar que a las ansias de venganza, los cristianos debemos oponer el perdón fraterno. Únicamente con el perdón es posible salvar del desastre a la nueva sociedad de los cristianos. Y para resaltar esta contraposición, utilizó la misma expresión de la historia de Caín.

Qué no es el perdón

Varias veces enseñó Jesús a sus discípulos que debían perdonar. Y para que no olvidaran esta obligación la dejó inmortalizada en el Padrenuestro, cuando enseñó a pedirle a Dios: “Perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Lc 11,4). “Porque si ustedes perdonan a los hombres sus ofensas, también el Padre celestial los perdonará a ustedes; pero si no perdonan a los hombres, tampoco el Padre perdonará las ofensas de ustedes” (Mt 6,14-15).
Sin embargo, y a pesar del énfasis que Jesús puso en este mandato, pocas cosas hay que le cuesten tanto a los cristianos como perdonar. Y eso se debe a que tienen una idea equivocada sobre el perdón.
El primer error consiste en creer que cuando uno perdona le hace un favor a su enemigo. En realidad cuando uno perdona se hace un favor a sí mismo. La misma experiencia nos enseña que cuando guardamos rencor a alguien, o tenemos un resentimiento hacia otra persona, somos nosotros los únicos perjudicados, los únicos que sufrimos, los únicos lastimados; y nos causamos daño, pasando noches sin dormir, masticando odios, envenenando nuestra mente y atormentándonos con ideas de venganzas. Mientras tanto, nuestro enemigo está en paz y no se entera de nada.
Es llamativo cómo la medicina moderna, cada vez más, reconoce que los sentimientos negativos o de odio hacia otra persona producen enfermedades físicas y psíquicas, provocan infartos, disfunciones coronarias, afecciones cardíacas, problemas en los huesos, en la piel y el sistema inmunológico. Incluso muchas de nuestras dolencias - explica la ciencia médica - son en el fondo producto de nuestros rencores ocultos. Es indudable que nuestro enemigo estaría feliz si se enterara del daño que su recuerdo provoca en nosotros.

Para tener más vida

Equivocadamente, pues, solemos creer que el que perdona pierde. En realidad el que perdona gana. Porque perdonar es quitarse uno mismo una espina dolorosa e infectada, capaz de envenenar toda una vida.
El odio causa mayor daño a quien lo tiene que a quien lo recibe. Y el que se niega a perdonar sufre mucho más que aquél a quien se le niega el perdón. Porque cuando uno odia a su enemigo, pasa a depender de él. Aunque no quiera, se ata a él. Queda sujeto a la tortura de su recuerdo, y al suplicio de su presencia. Le otorga poder para perturbar su sueño, su digestión, su salud entera, y convertir toda su vida en un infierno. En cambio cuando logra perdonar, rompe los lazos que lo ataban a él, se libera, y deja de padecer.
Por eso cuando Jesús pidió que perdonemos a los demás, no lo dijo pensando en los demás. Lo dijo pensando en nosotros. Porque dentro del proyecto de Jesús está que sus seguidores sean gente sana, y que puedan vivir la vida en plenitud. Él mismo lo afirmó: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).

¿Perdonar es justificar?

La segunda idea errónea que los cristianos tienen sobre el perdón, es creer que perdonar significa justificar. Que si uno perdona, de algún modo es porque “comprende” la actitud del otro, la minimiza. Que perdonar es, en el fondo, una manera de decir “aquí no ha pasado nada”.
Y no es así. A veces es mucho y muy serio lo que ha pasado. Pero si a pesar de ello uno perdona, no es porque cierra los ojos ante la evidencia de los hechos, ni porque le resulta indiferente el mal que se ha producido. Cuando a Jesús le presentaron una mujer sorprendida en pleno adulterio, Jesús la perdonó. Pero no justificó su mala conducta, ni le dijo que estaba bien lo que había hecho. Al contrario. La despidió aconsejándole: “Vete, y de ahora en adelante no peques más” (Jn 8,3-11). Con lo cual el Señor reconoció la gravedad del pecado cometido por la mujer.
Cuando uno perdona, pues, reconoce que el otro ha obrado mal, que ha cometido un hecho más o menos grave; pero aun así, y a pesar de todo, decide perdonarlo para preservar su propia salud y su bienestar interior.
Perdonar, entonces, no es “disculpar”. No es liberarlo de la culpa al otro. No. Aun cuando el otro sea culpable de una mala acción, uno debe buscar perdonarlo, porque de esa manera se está librando de un sentimiento de frustración y tristeza que puede intoxicarlo. Perdonar siempre las ofensas, los agravios y los insultos no es minimizar la diferencia entre el bien y el mal, ni convertirse en cómplice del injusto, sino asumir una higiénica actitud de vida, que produce, a la larga, efectos benéficos y saludables.

¿Perdonar es olvidar?

La tercera idea errónea que los cristianos tienen sobre el perdón, es creer que perdonar implica el olvidar.
Y no es así. Jesús nunca pidió a los cristianos que olvidaran las ofensas recibidas. Y esto por una razón muy simple: porque el olvidar o no algo depende de la memoria que uno tenga. Y la memoria es una facultad que no depende de nuestra voluntad. La misma experiencia nos muestra que muchas veces uno quisiera recordar algo y no puede; y otras veces desearía olvidar ciertas cosas y no lo logra.
Por lo tanto si alguien tiene buena memoria, aunque no quiera, recordará durante mucho tiempo las cosas que le pasaron. Especialmente si fueron desagradables, pues el recuerdo de un hecho depende de su carga afectiva; y los sucesos desagradables tienen una gran carga de emotividad, por lo que se fijan mucho más en el recuerdo.
No es posible, pues, imponer el olvido a voluntad. Sería ciertamente mucho más fácil perdonar si hubiera olvido (como sería mucho más fácil la bondad humana si no hubiera tentaciones). Pero el hecho de que uno no olvide, no significa que no perdone. Porque uno puede recordar espontáneamente los recuerdos más dolorosos y dañinos, y no por eso sufrir el desgaste interior propio de quien guarda un doloroso rencor.

¿Perdonar es restaurar?

La cuarta idea errónea que los cristianos tienen sobre el perdón, es creer que perdonar significa volver necesariamente las cosas a como estaban antes del enojo. Que si uno perdonó a un amigo, debe devolverle la amistad; que si uno perdonó a un empleado infiel, debe devolverle la confianza; que si uno perdonó a alguien con quien convivía, debe aceptarlo nuevamente con él; que si uno perdonó a un ser querido, debe volver a sentir cariño por él.
Pero eso no es así. No siempre se puede devolver toda la confianza a quien nos defraudó, aun cuando se lo perdone. No siempre se puede volver a sentir aprecio o estima por quien nos ha ofendido, ni reanudar la amistad con quien nos ha agraviado. Más aún: a veces resulta una imprudencia restituir la confianza a quien nos ha engañado una vez. No obstante ello, lo puedo perdonar.
El perdón, pues, no implica reponer sentimientos ni afectos; eso nunca lo ordenó Jesús. Tampoco el perdón me impide que yo reclame la restitución de los derechos violados por el ofensor, o la reparación de la injusticia que él cometió, o el digno castigo que él se merece, siempre que yo no busque en ello la venganza personal, sino la justicia.

¿Perdonar es aceptar disculpas?

Un quinto y último error acerca del perdón consiste en creer que, para perdonar a alguien, tengo que esperar a que él se arrepienta y me pida perdón.
Pero no es así. Si así fuera, nuestra posibilidad de perdonar (y por ende de sanarnos interiormente) estaría condicionada por nuestro enemigo. Dependería de que él quiera darnos la oportunidad de que lo perdonemos, viniendo a pedirnos perdón; y en caso de no hacerlo, nuestro perdón se vería frustrado.
Pero el perdón, según Jesús, no está condicionado a nada. Por eso cuando Pedro le preguntó “¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga?”, no añadió “siempre y cuando él me pida perdón”, ni “siempre y cuando él se muestre arrepentido”. Se perdona y basta.
¿Pero acaso para que Dios perdone no hace falta estar arrepentidos de lo que hicimos? ¿No enseña eso la parábola del hijo pródigo? Sí, pero porque el perdón que da Dios y el perdón que dan los hombres son diferentes. Cuando Dios perdona, no lo hace para sanarse Él, sino para sanarnos a nosotros del pecado y devolvernos su amistad; por eso hace falta que estemos arrepentidos y le pidamos disculpas. Pero cuando el hombre perdona, lo hace para sanarse él mismo, y librarse él mismo de las secuelas que le dejó la violencia vivida. Y para eso no hace falta que el otro se arrepienta. Basta con que uno quiera perdonar.

Qué es el perdón

Si perdonar no es favorecer al enemigo, ni justificar su conducta, ni olvidar su agravio, ni restaurar su amistad, ni esperar sus disculpas, ¿en qué consiste entonces el perdón?
El perdón es, ante todo, una decisión. Cada uno la puede tomar o no, según su parecer. Es algo independiente del sentimiento; se puede perdonar aun cuando uno no lo “sienta”. Es algo independiente incluso de lo que haga el otro; aun cuando el ofensor no pida disculpas, ni se arrepienta de lo que hizo, se puede igualmente perdonar. El perdón, pues, no está subordinado a nada, ni depende de que el otro cumpla ciertos requisitos. Uno perdona simplemente porque quiere hacerlo.

En segundo lugar, es una decisión personal. Para ello no es necesario hablar con quien me ofendió. Porque podría ocurrir que éste no quiera escucharme, o que se encuentre lejos, o que haya fallecido, y entonces mi perdón se vería frustrado. El perdón es algo que cada uno lo realiza en su interior, mediante un diálogo con Dios. El evangelio de Marcos cuenta que Jesús, hablando un día de la oración, dijo: “Cuando se pongan de pie para rezar, perdonen si tienen algo contra alguno” (Mc 11,12). O sea que si en el momento de orar en la sinagoga alguien recordaba que tenía un enojo con otro, allí mismo ante los ojos de Dios podía perdonar al agresor y liberarse del odio que conservaba.

El perdón se concede silenciosamente en el corazón, mediante una plegaria que uno realiza (las veces que sea necesario) perdonando al ofensor.

¿Y cómo puede uno saber que ya ha perdonado? Siguiendo ciertos consejos del Nuevo Testamento podemos descubrir algunas pautas. Primero, cuando ya no se le desea el mal al otro, según las palabras de Jesús: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a quienes los odien, bendigan a quienes los maldicen” (Lc 6,27-28). Segundo, cuando se ha renunciado a la venganza, tal como lo enseña san Pablo: “No devuelvan a nadie el mal por mal; no se venguen de nadie” (Rm 12,17.19). Y tercero, cuando uno es capaz de ayudar a su ofensor si lo ve pasar necesidad; es lo que dice san Pablo: “Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber; haciendo esto amontonarás carbones encendidos sobre su cabeza” (Rm 12,20). Pueden ser tres señales de que uno ha perdonado.

Perdonar para sanar

En cierta oportunidad, un joven de un pueblo debió viajar hasta la capital. Mientras iba en colectivo, y sin que él se diera cuenta, alguien le sustrajo lo más precioso que tenía: un reloj que su padre le había regalado con mucho sacrificio antes de morir. Cuando cayó en la cuenta, su corazón se llenó de una gran amargura y sintió un profundo odio hacia el desconocido que le había quitado su valioso tesoro. Y desde ese momento sus pensamientos se centraron en el anónimo ladrón. Pensaba en él día y noche, lo odiaba con todo su corazón, y su rencor crecía cada vez que debía mirar la hora en el otro reloj más pequeño que ahora usaba. Había noches en que no dormía de rabia e impotencia. Se volvió irritable e iracundo con su propia familia. Hasta que un día, agobiado por tanto resentimiento, hizo esta oración: “Señor, ya no puedo seguir así. Por eso quiero perdonar a ese ladrón que se llevó mi reloj. Más aún: quiero regalarle mi reloj. De manera tal que cuando ese ladrón muera, Tú no lo juzgues por este robo, porque no hubo ningún robo. Yo ya le regalé mi reloj”. A partir de ese día, el joven fue feliz. Recuperó la alegría que durante meses había perdido, porque ya no trajo más a su memoria aquel hecho torturante. Y desde entonces pudo vivir en paz.
Perdonar es soltar de la mano una brasa encendida, que asimos tontamente en algún momento de la vida, y que nos lacera y nos quita las ganas de vivir. En cambio la falta de perdón es capaz de enfermarnos, envenenarnos, y volvernos malos.
Por eso es muy acertado el consejo de san Agustín: “Si un hombre malo te ofende, perdónalo, para que no haya dos hombres malos”.

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