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jueves, 17 de julio de 2008

Ser humanos

XVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A
Publicado por Servicio Católico

"No hay más Dios que tú, que cuidas de todo..." (Sab 12,13)

Los demás dioses son mentira, invención de los hombres. No hay más que verlos. Son pequeños, limitados, mezquinos. Los hombres se construyeron unos ídolos y les salió algo a la pobre medida de sus manos. Raquíticos, dioses que luchan entre sí, dioses con bajas pasiones, con miras cortas. Tiene ojos y no ven, tienen manos y no palpan, tienen oídos y no oyen, pies y no andan. Son dioses muertos, incapaces por tanto de dar vida.

Tú no, Tú eres el Dios vivo, el creador de cuanto existe, el mantenedor omnipotente de este ritmo continuo de la vida que sigue sin parar. Tú cuidas de todo. Estás al tanto de todo. Te preocupas de cada cosa con la misma solicitud que una madre buena. Sabes atender al detalle que remata la perfección de una obra, atiendes a lo pequeño y a lo grande, todo lo prevés y lo dispones para nuestro bien.

Si lo creyéramos, Señor... Si creyéramos de verdad que te cuidas de todo. Si aceptáramos la grandeza infinita de tu amor, si no nos empeñáramos en hacerte pequeñito y ridículo, un dios hecho a nuestra medida, tan estrecha y tan escasa. Si comprendiéramos, un poco al menos, tu grandeza de corazón, nada nos robaría la paz. Estaríamos siempre seguros de ti, de esa providencia solícita que piensa en todo, que no deja escapar nada de lo que nos pueda servir de provecho.



"Obrando así enseñaste que el justo debe ser humano..." (Sab 12,19)

Como Tú eres, así debemos ser cada uno de nosotros. Lo dijiste muy claro: "Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso". Y también llegaste a decir: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado". Ni más ni menos Compréndelo, Jesús. Es difícil, casi imposible. Imposible no, porque entonces serías muy cruel al pedirnos lo que no te podríamos dar. Es posible, sí; todo es posible para el que cree. Y todo lo consigue el que pide sin vacilar.

Hoy, en esta nuestra pobre oración, te pido que seamos como Tú, tan humanos como Tú. Humanos, luego no se trata de algo inalcanzable para el hombre. Incluso, pensándolo bien, ese intentar ser como Tú es precisamente lo que realiza plenamente al hombre, lo que le acerca a su máxima grandeza. Ser humanos, tener humanidad. Querer a todos, olvidarse de sí mismo, darse plenamente a los demás. Sin poner límites a nuestra generosidad, hasta entregarnos del todo... Ser humanos, amar de tal modo que comience a ser ya una realidad la gran esperanza de ser como Dios.


Santo temor de Dios

"Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan" (Ps 85,5)

Los salmos repiten con frecuencia que Dios es inmensamente bondadoso. Sobre todo en estos salmos que la Iglesia, nuestra Madre, ha escogido como cantos interleccionales. Ante este hecho podemos tener el riesgo de formarnos una imagen equivocada de Dios. Es posible que nos imaginemos al Señor incapaz de enfadarse y de castigar. Un Dios acaramelado y dulzón, un ídolo hecho de pasta flora según los moldes de nuestra blandenguería y sentimentalismo.

Hay que superar el riesgo apuntado sabiendo que, además de misericordioso, Dios es justo y fuerte, vengador implacable de desafueros y de pecados. Además de amar a Dios, hay que temerle con ese llamado, precisamente, santo temor de Dios. Es decir, hay que tomarse a Dios en serio, muy en serio; hemos de sacudir nuestra indolente actitud, nuestra continua desfachatez y descaro para tomarnos tan a la ligera las cosas de Dios, sus santos mandamientos, las exigencias que entraña el ser cristianos.

Pensemos que Dios, además de padre es justo juez. Tengamos en cuenta que después de esta vida caduca hay otra perdurable. Avivemos el recuerdo del juicio de nuestra vida y seamos más coherentes con lo que creemos y esperamos.


"Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor..." (Ps 85,9)


Nadie podrá escapar al juicio de Dios. Todos tendremos que comparecer ante el tribunal supremo, en el que no caben excusas ni mentiras. El Señor será el juez inexorable cuya sentencia no admite recurso alguno. Él conocerá todos nuestros actos, incluso aquellos que han permanecido en el secreto de nuestra propia conciencia. A los hombres es relativamente fácil engañarlos, mantenerlos en la buena opinión que puedan tener respecto de uno. Tanto es así, que es posible que quien aparece como una persona honorable, no sea más que un pobre miserable que, sagaz e hipó- critamente, sabe guardar las formas.

Actualicemos la Fe en la realidad tremenda del juicio divino. No hagamos nunca nada de lo que un día podamos avergonzarnos. Recurramos por otra parte, con la frecuencia que sea necesaria, al sacramento de la Penitencia para pedir perdón de nuestras faltas y pecados. Pensemos que es mejor ser perdonados cuando aún hay tiempo de rectificar, que ser condenados cuando ese tiempo ya se pasó. Acudamos ahora a Dios que nos abre sus brazos como un padre, para que luego no tengamos que sufrir el rechazo del que entonces será nuestro juez divino.


Fuerza de nuestra debilidad


"El Espíritu viene en ayuda nuestra porque nosotros no sabe- mos..." (Rom 8,26)

Es verdad que las exigencias del cristianismo rayan a veces en lo heroico. En cierto modo, siempre son difíciles de realizar dichas exigencias. En el fondo es porque la ley principal de Cristo, la de la caridad, la del amor a los demás, está en contradicción con la ley que tenemos metida en lo más íntimo de nuestra naturaleza, la ley del amor propio.

De aquí la necesidad de la ayuda divina para que supla nuestra natural fragilidad humana. Con esa ayuda, nuestra flaqueza se reviste de vigor y se encuentra capacitada para llevar a cabo la formidable tarea de vivir a lo divino todo lo que es humano. Con esa ayuda de Dios es posible la generosidad y el espíritu de servicio, el desprendimiento y la preocupación por los demás con olvido de uno mismo.

Vamos, pues, a pedir con insistencia y confianza al Señor que nos ayude a superar nuestro natural egoísmo. Que luchemos con afán y empeño, que no desfallezcamos al vivir esas exigencias de amor y de comprensión hacia todos, también hacia los que no saben comprendernos.


"El que escudriña los corazones sabe..." (Rom 8,27)


Sí, Dios nos ayuda, pero es preciso secundar esa ayuda, poner de nuestra parte ese poquito que claramente depende de noso- tros. Sin olvidar lo que dijimos antes, y que por su importancia repito. Hay que rezar mucho, pedir con lágrimas si es preciso que el Señor venga en nuestra ayuda, que se dé prisa en socorrernos.

Y luego dejarnos llevar por la fuerza divina, por el Espí- ritu Santo, que no sólo ora en nosotros, sino que también actúa en el fondo de nuestros corazones para que seamos fieles... Si vivimos así, todo nos irá cada vez mejor. El que escudriña los corazones, el que todo lo sabe y todo lo puede, está más capacitado que nosotros mismos para conseguir lo que de veras nos conduce a nuestra felicidad. Si le hacemos caso no nos arrepentiremos jamás. En caso contrario puede ocurrir que estemos arrepintiéndonos por toda una eternidad, desesperados, sin la más mínima esperanza de ser perdonados.



Ser trigo y no cizaña

"El Reino de los cielos se parece a un hombre que sembró..." (Mt 13,24)

Las palabras de Jesucristo conservan aún su lozanía y su sencillez. Sus metáforas e imágenes son universales, válidas después de tantos siglos, tienen la misma fuerza expresiva, la misma carga doctrinal. El campo de la siembra, nos dice hoy, es el mundo. En ese terreno ancho, un campo abierto, sembró Dios siempre. Sin descanso alguno. Ya al principio su semilla cayó generosa. Sin embargo, la tierra no siempre respondió. El Señor quiso al hombre libre, capaz de optar por el bien o por el mal. Y el hombre optó por el mal. Por eso, junto al buen trigo, creció la cizaña, la mala hierba.

Dios puede escardar a fondo y limpiar del todo su sementera. Pero no quiere hacerlo, para no correr el riesgo de arrancar el trigo con la cizaña. Quiere dar ocasión a la mala hierba para que se cambie en buena. Pensó que el hombre, al ser todavía libre, podría recapacitar y convertirse de su mala vida. De hecho, mu- chos así lo hicieron y descubrieron a tiempo la desgracia que implica el vivir lejos de Dios, y se volvieron a Él, avergonzados y arrepentidos. Ahora sigue el proceso de ese crecimiento conjunto del trigo y la cizaña. Dios espera... Miremos hacia dentro y convirtamos lo malo en bueno, y lo bueno en mejor. No seamos cizaña que envenene el mundo, seamos buen trigo que sirva de alimento a los hombres y de satisfacción a Dios.

Porque al final tendrá lugar la siega. Entonces el trigo será reunido en los graneros luminosos de una eternidad feliz, mientras que la mala hierba será quemada para siempre en los tenebrosos parajes del infierno. Dios espera, hemos dicho y lo repetimos, pero no indefinidamente. Hay un plazo, cuya extensión ignoramos. Puede ser largo, o puede no serlo. En realidad siempre, al final lo entenderemos, es un plazo corto pues el tiempo, por su misma naturaleza, es fugaz y efímero.

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