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jueves, 10 de julio de 2008

XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: Se pierde la semilla

por Jesús Burgaleta
Palabra del Domingo. Homilías ciclo A. PPC. Madrid, 1983, pp. 168-171

I)

Era un chaval muy majo. Durante un largo tiempo, desde los diecisiete años, anduvo preocupado. Se metió en un grupo. Se reunió los Viernes, en una pequeña habitación, que con el tiempo resultó un cenáculo. Eran doce personas, entre chicos, chicas y adultos.
Poco a poco fueron descubriendo el evangelio. En medio de ellos brotó la idea de Jesús como un rayo. Dios se les hizo presente en el camino. La «simiente» cayó. Como en tantos otros la Palabra fue tomando cuerpo.
Y empezó a tenerlo claro. Lo veía por las noches, en las acampadas de los sábados, en el trato con sus compañeros. «En la vida lo que hay que hacer es trabajar por el hermano«, escribió en el espejo del cuarto de baño, para recordarlo cada mañana mientras se afeitaba.
Fue madurando la decisión de comenzar a trabajar en un barrio. Se comprometió con una Escuela de Adultos y allí se pasaba las noches explicando gramática, sociología y cálculo.
De la noche a la mañana se cruzó algo y le nació un extraño entusiasmo. «Me comeré el mundo», se dijo apasionado. Mientras volvía en el Metro al centro de su barrio, se hizo a una idea: transformarlo todo haciendo cosas grandes, estando al frente del cambio, llevando las banderas, siendo el jefe de todos. Se hizo protagonista, orgulloso, presuntuoso, agresivo.
Los de su grupo comentaron: «¡Cómo ha cambiado!».
Había caído la «semilla» al borde del camino y se la comieron los pájaros. «Si uno escucha la Palabra del Reino sin entender nada, viene el Maligno y roba lo sembrado en el corazón».

II)

Aquella tarde arregló el maletín y se marchó a una convivencia. Sus amigas la habían convencido. «Un fin de semana no va a ningún sitio».
El paisaje era hermoso. El otoño había pintado de oro el chopo alto junto al riachuelo.
¡Cuántas cosas y experiencias y encuentros y confidencias y sentimientos cruzaron su corazón durante aquellas horas tan fugaces!
Treinta y dos chicas, con sus guitarras y sus cantos, se abrieron a la Palabra, a la vida, a la pasión, al gozo. Todo fue maravilloso. Ardieron de entusiasmo como las llamas del fuego: como aquella hoguera del sábado por la noche, en la que confundieron las chispas con los luceros.
¡Con qué luz apareció ante sus ojos el evangelio! El amor, el servicio, la entrega, los más necesitados… Vio con claridad su vida, su entorno, la vaciedad en que estaba sumergida; los chismes, las tonterías, los escaparates, el coqueteo, los sueños locos, los trapos…
Y como un volcán generoso y virgen, se le despertó el deseo. «Lo veo, lo veo. Voy a cambiar. Todo desde ahora será nuevo», escribió en la página de su diario.
El domingo por la noche, ya cansada y ronca, entró en su domicilio. Se apoderó de ella un olor gris y turbio. El lunes comenzó como todos: la misma pereza, la misma rutina, los mismos libros, las mismas conversaciones, los mismos aperitivos.
El chopo alto del arroyo se quedó sin hojas al poco tiempo. En el corazón de aquella mujer sólo había quedado un vago recuerdo.
Había caído la «semilla» en terreno pedregoso. Y no pudo echar raíces. En cuanto salió el sol, se secó su tallo. «Lo sembrado en terreno pedregoso significa al que la escucha y la acepta en seguida con alegría; pero ni tiene raíces, es inconstante y en cuanto tiene una dificultad… sucumbe».

III)

Hasta entonces no lo habían hecho. Pero una vez casados, comenzaron a tomárselo en serio.
Creían en el amor, la comunicación y el diálogo. Se pasaban horas y horas sentados en aquellos sillones recién estrenados. Preferían hablar a ver la televisión o a leer un libro. Comentaban el día, se comunicaban los problemas, intercambiaban los sentimientos. Muchas tardes por los estrechos caminos del parque revisaban lo que habían hecho.
Era precioso. Tenían sueños comunes, utopías, valores, esperanzas, proyectos, deseos. Para ellos comenzó a ser vida servir, solidarizarse, participar, compartir, ser amigos, estar abiertos, ayudar. Estaban juntos. No les importaba mucho correr riesgos.
Iban progresando.
En aquella madrugada fría tuvieron el primer hijo. Lo habían deseado. Era su fruto.
El biberón, las preocupaciones nuevas, el cariño ciego; el procurar lo mejor para el niño, preparar su vocación, crearle un futuro… los fue metiendo insensiblemente en el «agobio».
«Ahorrar es bueno», se dijeron. «El niño no puede correr riesgos», era evidente. «Nosotros solos sería otra cosa, pero al niño no lo podemos privar de lo mejor y lo más bueno», claro.
El agobio de la vida fue creciendo, como se inundan en invierno las huertas cercanas a los ríos. Por el niño, se fueron separando. Por el niño, dejaron de tener tiempo para comunicarse el uno al otro. Por el hijo, se olvidaron de todos los demás y comenzaron a preocuparse sólo de lo suyo… Por el hijo, se engañaron y comenzaron a vivir agobiados, como todo el mundo.
Hay «semillas» que caen entre zarzas, que crecen desmesuradamente y la ahogan. «Lo sembrado entre zarzas significa el que escucha la Palabra; pero los afanes de la vida y la seducción de la riqueza le ahoga y se queda estéril».

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