Publicado por Homilia.org
El Evangelio de hoy nos habla de San Pedro, el primer Papa, precisamente en el momento en que Jesús le anunció la función que tendría dentro de la Iglesia. Además nos informa de cómo Cristo gobernaría esa Iglesia fundada por El, a través de San Pedro y de todos los Papas que le sucedieran.
“Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”, fueron las palabras de Jesús al que antes se llamaba Simón y que ahora llama “piedra” -o más bien “roca”. El Apóstol San Pedro es, entonces, la “roca” sobre la cual Cristo funda su Iglesia.
¿Cómo fue este nombramiento? Sucedió que un día Jesús interroga sus discípulos sobre quién creía la gente que era El, pero más que todo le interesaba saber quién creían ellos que era El. Enseguida, Simón (Pedro) salta -de primero, como siempre- y sin titubeos, ni disimulos, responde con claridad: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt. 16, 13-20).
Si nos ubicamos en el momento, nos podremos percatar de la significación de esta declaración de San Pedro. Jesús había comenzado a manifestar su gran poder a través de milagros que los Apóstoles habían presenciado: agua cambiada en vino, muchas curaciones, multiplicación de panes y peces, calma de tempestades, etc. Sin embargo, en ningún momento Jesús se les había identificado. Tampoco había sucedido la Transfiguración. Y ahora les pide que sean ellos quienes lo identifiquen. De allí la importancia de la declaración de Pedro.
Por eso el Señor se apresura a decirle: “Dichoso tú, Simón, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre que está en los Cielos”. Los sabios de Israel no captaron lo que San Pedro y los Apóstoles sí pudieron captar. Ellos no eran de los sabios y racionales, sino de los sencillos y humildes, a quienes el Padre revela sus misterios. Por eso les enseña Quién es su Hijo. Es la mayor muestra de esa oración de Jesús al Padre Celestial: “Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las revelaste a los sencillos”. (Mt. 11, 25)
No bastan los esfuerzos de razonamiento. Estos más bien pueden cegar y obstaculizar el llegar a la Verdad. Hace falta la sencillez, la humildad, la niñez espiritual, para conocer los secretos de Dios y para darnos cuenta de dónde está Dios.
Una fe viva, fervorosa, perseverante, inconmovible sólo viene de Dios y sólo la reciben los que se abren a este don. Y la llave que abre nuestro corazón y nuestra mente a las cosas de Dios es la humildad.
Por eso en el Salmo 137, rezamos y recordamos que somos obra de Dios. Entonces, ¿de qué engreírnos? En efecto: Se complace el Señor en los humildes y rechaza al engreído.
Continuando con el relato, para aquel momento sonaba demasiado espectacular la frase de Jesús: “sobre esta Roca edificaré mi Iglesia”. Al lado de Jesús sólo estaban los Apóstoles y otros cuantos seguidores. Ninguno pudo medir el alcance de las palabras del Señor. Pero el Señor sí: habla de su Iglesia como cosa que El iba a construir: será una obra divina y no humana. Y promete que ninguna fuerza, ni siquiera las del Infierno, podrán destruir su obra.
Jesús le entrega a San Pedro las llaves del Reino de los Cielos. ¿Qué significa esto de las llaves? En lenguaje bíblico, las llaves indican poder.
Este significado de las llaves como símbolo de poder es evidente en la Primera Lectura del Profeta Isaías (Is. 22, 19-23). Esta nos presenta a Eleacín, mayordomo del palacio real. Allí se habla de “traspaso de poderes” en el palacio. “Pondré la llave del palacio de David sobre su hombro. Lo que él abra, nadie lo cerrará; lo que él cierre, nadie lo abrirá”. Este hecho del Antiguo Testamento es una prefiguración del traspaso de poderes de Jesús a San Pedro, el primer Papa. Por eso la Iglesia sabiamente coloca esta lectura el mismo día en que leemos cómo Jesús da las llaves de su Reino a Pedro.
Y vemos aquí el gran poder que el Señor dio al Mayordomo Eleacín. Sin embargo, el poder conferido a Pedro -y a todos los sucesores de San Pedro en el Papado- es inmensamente mayor que el poder en el palacio de David.
Fijémonos que Jesús le da “las llaves del Reino de los Cielos”. ¿Podemos imaginarnos lo que es esto? La siguiente promesa del Señor nos da un indicio: “Lo que ates en la tierra, quedará atado en el Cielo”, que equivale a decir: lo que decidas en la tierra, será decidido así en el Cielo. Las decisiones que tomes, serán ratificadas por Mí.
A San Pedro y a todos los Papas que han venido después de él se les dan las llaves, no de un reino terreno, sino del Reino de los Cielos, que es el Reino que Jesús ha venido a establecer con su Iglesia. Y en ésta Pedro tiene el poder de decidir aquí lo que Dios ratificará allá.
Aprobación previa de parte de Dios en el Cielo a lo que decidan los Papas en la tierra sobre la Iglesia de Cristo.
¡Qué estilo de gerencia es la gerencia divina! No podía ser de otra manera: tal peso sobre Pedro y sobre todos los Papas después de él, tenía que contar con una asistencia especial.
Así ha querido Jesús edificar su Iglesia: con la presencia constante hasta el final de su Espíritu Santo, y dándole a Pedro -y a todos sus sucesores, los Papas- el inmenso poder de decidir aquí en la tierra lo que Dios decidirá en el Cielo.
En un mundo tan racional como el nuestro, esto puede parecer bien difícil de comprender y de aceptar. Pero así es. Cristo fundó su Iglesia y la puso a funcionar de esa manera. Y prometió estar con ella hasta el final. “Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este mundo” (Mt. 28, 20).
Así son los designios de Dios: misteriosos, incomprensibles para los que no nos vemos en nuestra verdadera dimensión: que nada somos ante Dios. Pero ... si todo nos viene de El ¿qué podemos nosotros reclamar o proponer? ¿de qué nos atrevemos a dudar?
De allí que San Pablo exclame en la Segunda Lectura: “¡Qué impenetrables son los designios de Dios y qué incomprensibles sus caminos!” Pero ... ¿quién ha podido darle algo a Dios que Dios no le haya dado antes? En efecto, continúa San Pablo: “Todo proviene de Dios, todo ha sido hecho por El y todo está orientado hacia El” (Rom. 11, 33-36).
La Iglesia Católica es la única Iglesia fundada por Dios mismo, pues viene de Jesucristo hasta nuestros días: viene directamente desde San Pedro, como el primer Papa, hasta nuestro Papa actual. Y para dirigirla, Dios estableció este estilo de gerencia: lo que decidas en la tierra, será decidido en el Cielo.
“Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”, fueron las palabras de Jesús al que antes se llamaba Simón y que ahora llama “piedra” -o más bien “roca”. El Apóstol San Pedro es, entonces, la “roca” sobre la cual Cristo funda su Iglesia.
¿Cómo fue este nombramiento? Sucedió que un día Jesús interroga sus discípulos sobre quién creía la gente que era El, pero más que todo le interesaba saber quién creían ellos que era El. Enseguida, Simón (Pedro) salta -de primero, como siempre- y sin titubeos, ni disimulos, responde con claridad: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt. 16, 13-20).
Si nos ubicamos en el momento, nos podremos percatar de la significación de esta declaración de San Pedro. Jesús había comenzado a manifestar su gran poder a través de milagros que los Apóstoles habían presenciado: agua cambiada en vino, muchas curaciones, multiplicación de panes y peces, calma de tempestades, etc. Sin embargo, en ningún momento Jesús se les había identificado. Tampoco había sucedido la Transfiguración. Y ahora les pide que sean ellos quienes lo identifiquen. De allí la importancia de la declaración de Pedro.
Por eso el Señor se apresura a decirle: “Dichoso tú, Simón, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre que está en los Cielos”. Los sabios de Israel no captaron lo que San Pedro y los Apóstoles sí pudieron captar. Ellos no eran de los sabios y racionales, sino de los sencillos y humildes, a quienes el Padre revela sus misterios. Por eso les enseña Quién es su Hijo. Es la mayor muestra de esa oración de Jesús al Padre Celestial: “Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las revelaste a los sencillos”. (Mt. 11, 25)
No bastan los esfuerzos de razonamiento. Estos más bien pueden cegar y obstaculizar el llegar a la Verdad. Hace falta la sencillez, la humildad, la niñez espiritual, para conocer los secretos de Dios y para darnos cuenta de dónde está Dios.
Una fe viva, fervorosa, perseverante, inconmovible sólo viene de Dios y sólo la reciben los que se abren a este don. Y la llave que abre nuestro corazón y nuestra mente a las cosas de Dios es la humildad.
Por eso en el Salmo 137, rezamos y recordamos que somos obra de Dios. Entonces, ¿de qué engreírnos? En efecto: Se complace el Señor en los humildes y rechaza al engreído.
Continuando con el relato, para aquel momento sonaba demasiado espectacular la frase de Jesús: “sobre esta Roca edificaré mi Iglesia”. Al lado de Jesús sólo estaban los Apóstoles y otros cuantos seguidores. Ninguno pudo medir el alcance de las palabras del Señor. Pero el Señor sí: habla de su Iglesia como cosa que El iba a construir: será una obra divina y no humana. Y promete que ninguna fuerza, ni siquiera las del Infierno, podrán destruir su obra.
Jesús le entrega a San Pedro las llaves del Reino de los Cielos. ¿Qué significa esto de las llaves? En lenguaje bíblico, las llaves indican poder.
Este significado de las llaves como símbolo de poder es evidente en la Primera Lectura del Profeta Isaías (Is. 22, 19-23). Esta nos presenta a Eleacín, mayordomo del palacio real. Allí se habla de “traspaso de poderes” en el palacio. “Pondré la llave del palacio de David sobre su hombro. Lo que él abra, nadie lo cerrará; lo que él cierre, nadie lo abrirá”. Este hecho del Antiguo Testamento es una prefiguración del traspaso de poderes de Jesús a San Pedro, el primer Papa. Por eso la Iglesia sabiamente coloca esta lectura el mismo día en que leemos cómo Jesús da las llaves de su Reino a Pedro.
Y vemos aquí el gran poder que el Señor dio al Mayordomo Eleacín. Sin embargo, el poder conferido a Pedro -y a todos los sucesores de San Pedro en el Papado- es inmensamente mayor que el poder en el palacio de David.
Fijémonos que Jesús le da “las llaves del Reino de los Cielos”. ¿Podemos imaginarnos lo que es esto? La siguiente promesa del Señor nos da un indicio: “Lo que ates en la tierra, quedará atado en el Cielo”, que equivale a decir: lo que decidas en la tierra, será decidido así en el Cielo. Las decisiones que tomes, serán ratificadas por Mí.
A San Pedro y a todos los Papas que han venido después de él se les dan las llaves, no de un reino terreno, sino del Reino de los Cielos, que es el Reino que Jesús ha venido a establecer con su Iglesia. Y en ésta Pedro tiene el poder de decidir aquí lo que Dios ratificará allá.
Aprobación previa de parte de Dios en el Cielo a lo que decidan los Papas en la tierra sobre la Iglesia de Cristo.
¡Qué estilo de gerencia es la gerencia divina! No podía ser de otra manera: tal peso sobre Pedro y sobre todos los Papas después de él, tenía que contar con una asistencia especial.
Así ha querido Jesús edificar su Iglesia: con la presencia constante hasta el final de su Espíritu Santo, y dándole a Pedro -y a todos sus sucesores, los Papas- el inmenso poder de decidir aquí en la tierra lo que Dios decidirá en el Cielo.
En un mundo tan racional como el nuestro, esto puede parecer bien difícil de comprender y de aceptar. Pero así es. Cristo fundó su Iglesia y la puso a funcionar de esa manera. Y prometió estar con ella hasta el final. “Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este mundo” (Mt. 28, 20).
Así son los designios de Dios: misteriosos, incomprensibles para los que no nos vemos en nuestra verdadera dimensión: que nada somos ante Dios. Pero ... si todo nos viene de El ¿qué podemos nosotros reclamar o proponer? ¿de qué nos atrevemos a dudar?
De allí que San Pablo exclame en la Segunda Lectura: “¡Qué impenetrables son los designios de Dios y qué incomprensibles sus caminos!” Pero ... ¿quién ha podido darle algo a Dios que Dios no le haya dado antes? En efecto, continúa San Pablo: “Todo proviene de Dios, todo ha sido hecho por El y todo está orientado hacia El” (Rom. 11, 33-36).
La Iglesia Católica es la única Iglesia fundada por Dios mismo, pues viene de Jesucristo hasta nuestros días: viene directamente desde San Pedro, como el primer Papa, hasta nuestro Papa actual. Y para dirigirla, Dios estableció este estilo de gerencia: lo que decidas en la tierra, será decidido en el Cielo.
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