Diego M. MOLINA, SJ*
Introducción
Introducción
No es infrecuente en estos tiempos leer noticias e informes alarmantes acerca de la progresiva desertización del planeta. Parece que amenaza, aproximadamente, a una tercera parte de la superficie terrestre, y afecta a las vidas de 850 millones de personas. Y, en alguna manera, se ha hecho familiar y próxima a los habitantes de latitudes donde tradicionalmente no se conocían los desiertos.
La desertización, el avance de los desiertos existentes, pero también la desertificación, la degradación de las tierras, los humedales y ecosistemas, que se acercan y se instalan entre nosotros calladamente, se erigen en metáfora de una experiencia espiritual antigua, sólida y fecunda: la espiritualidad, precisamente, del desierto.
En la tradición bíblica, como se puede leer en el artículo anterior de Enrique Sanz, el desierto tiene una fuerza simbólica tremenda: al desierto se sale, por el desierto se camina, a través del desierto se conquista la tierra...
Entre los cristianos de los primeros siglos, como entre los piadosos judíos de la época de los Macabeos (1 Mac 2,29), salir al desierto se convirtió en un gesto para manifestar la ruptura, la denuncia y el deseo de renovación del cristianismo.
Pero ¿qué pasa cuando la desertización y la desertificación se plantan entre nosotros? ¿Que pasa cuando, sin salir al desierto, éste avanza hacia nosotros y ocupa nuestra existencia? ¿Qué pasa cuando nuestra vida se deteriora, se degrada? ¿Qué perfiles adquiere entonces la experiencia espiritual del desierto? Porque el experto en desiertos que fue Ch. de Foucauld se atrevió a decir: «El desierto no sostiene al débil; lo aplasta. El que gusta del esfuerzo y la lucha, ése puede sobrevivir».
El desierto que fue
«Si quieres ser perfecto,
anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres...»
(Mt 19,21)
El nacimiento de la vida eremítica, de la vida separada de las ciudades, que hasta ese momento habían sido el modelo del imperio romano, se debió a diversas causas y puede ser enjuiciado de maneras diferentes1. El monacato es un fenómeno variopinto en el que intervienen muchas variables. Nació en Egipto y tiene el símbolo más preclaro en San Antonio Abad, que se retiró al desierto alrededor del año 270, cuando contaba dieciocho años de edad. La marcha al desierto nació como respuesta a un deseo de radicalidad en el seguimiento de Cristo y suponía una crítica radical a los valores urbanos, a los que se había asimilado el cristianismo de principios del siglo IV. Fue una reacción contracultural frente a los valores imperantes en la Roma del siglo IV, pero también contra las corrientes que pretendían cristianizar la cultura pagana, colocando como máxima el texto evangélico citando al comienzo de este epígrafe y concretándolo en una ascesis rigurosa en todos los aspectos de la vida. Suponía también un rechazo de las dignidades (también del sacerdocio ministerial) e independencia del poder civil y eclesiástico.
¿Qué ocurre en el desierto?
a) El desierto es el lugar donde Dios está más cerca, porque no hay nadie más. En los apotegmas de los Padres del Desierto se lee:
«Un obispo, llamado Apphy, mientras fue monje estuvo sometido a una disciplina de vida muy austera. Luego, cuando llegó a obispo, quiso, incluso en el mundo, someterse a la misma austeridad, pero sus fuerzas le habían abandonado. Entonces, prosternándose ante Dios, le dijo: “¿Es que a causa de mi episcopado tu gracia se alejará de mí?” Y obtuvo esta revelación: “No, pero antes estabas en el desierto y, ya que no había nadie, Dios acudía en tu ayuda. Ahora, en cambio, estás en el mundo, y en el mundo están los hombres”»2.
Si bien es verdad que Dios ayuda siempre, también lo es que aparece de forma más clara donde más se le necesita. Como dice Gregorio de Nisa, al que se encuentra en una situación extrema, le parecen pequeñas las ayudas que Dios les ha ido dando, y entonces tiene lugar la manifestación del Ser trascendente, «que se muestra de un modo en que pueda ser captado por quien lo recibe»3. Ningún otro lugar existe en el que las tentaciones se presenten de forma tan clara como el desierto; ninguno en el que nuestra fe se ponga a prueba de manera tan clara; y ninguno en el que los asideros posibles hayan desaparecido tan palpablemente.
b) El desierto es el lugar de la libertad total, en el que surge la tentación y la lucha.
El pueblo de Israel sale de la esclavitud de Egipto y marcha al desierto. Pablo deja su antigua vida y se mete en la extensión del desierto. Jesús va a comenzar su misión, y antes va al desierto. Frente a las ataduras, internas y externas, que todo ser humano tiene, el desierto se presenta como el lugar sin fronteras en el que la libertad total puede ser experimentada.
Es ahí donde se puede vivir lo que Casaldáliga expresó en su poema «Mi soledad»4:
«Mi soledad soy yo.
No hay compañía
que me acompañe todo.
En honda gran medida
vivir es andar solo».
Esta experiencia de vida a fondo perdido pone de manifiesto también la multitud de obstáculos que tiene esta vida (la vida) para el ser humano. El lugar sin límites posibilita así la vivencia de los límites que todos tenemos para soportar tal libertad. Los Padres del desierto experimentaron fuertemente las dificultades de este camino, a través de las numerosas tentaciones que tuvieron que soportar. Las rigurosas penitencias, el control de los deseos, la tosquedad del paisaje... y la soledad en la que se encontraban eran obstáculos por los que había que pasar para experimentar la libertad y, en definitiva, a Dios5.
c) El desierto es lugar de encuentro, de intimidad... es noche estrellada.
Nadie marchó al desierto para luchar consigo mismo y con sus demonios. La meta de la fuga era el encuentro con Dios, sin que hubiera otras realidades que pertubaran al corazón. En este sentido, el desierto se transfigura en una metáfora del paraíso perdido, en un nuevo jardín del Edén, que exige nuevos ojos y un profundo proceso de liberación interior para poder ser disfrutado, pero que está ahí a la espera... En el desierto el tiempo se «ralentiza»; la prisa y la agitación dejan paso a la contemplación pausada; la multitud de imágenes se reducen a la pesadez creadora de un yermo que esconde oasis; el habla se convierte en escucha...6
El desierto que nos llega
«Alguien estaba allí, y pude ver su silueta,
aunque no el aspecto que tenía. Todo era silencio...»
(Job 4, 16)
No vivimos hoy la experiencia del desierto como los Padres antiguos. No escapamos hoy al desierto para allí encontrarnos con nuestras luchas, nuestros miedos y nuestro Dios. Hoy, más bien, el desierto viene a nosotros. De la misma manera que asistimos atónitos al avance de los desiertos, nos encontramos de pronto, en la vida, arrojados a experiencias de desierto que presentan variados matices. El desierto, el desierto puro que no tolera ni la vida, acampa cuando experimentamos el sufrimiento y dolor inocente, la enfermedad destructora, la traición nunca sospechada, la muerte escandalosa... Son experiencias, muchas veces, de fracaso, pérdida, silencio y abandono, ultrajes a la vida que desborda cada día en nuestras luchas, conquistas, disfrutes y goces.
En Cien años de soledad, cuando el gitano Melquíades regresa a Macondo, el narrador explica: «El gitano iba dispuesto a quedarse en el pueblo. Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresado porque no pudo soportar la soledad»7. Para la vida actual es muy importante volver a recuperar la conexión que hay entre fe y soledad radical, entre fe y muerte, entre la experiencia de Dios y la experiencia que se ha llamado la «noche oscura» y que tiene que ver con el desierto, ya que las explicaciones dadas durante mucho tiempo ya no satisfacen.
A lo largo de la historia, la experiencia cristiana ha querido profundizar en Dios a partir de buscarlo, comprenderlo y entenderlo.
Una de las preguntas sobre las que pensadores, filósofos y teólogos han dado vueltas es: ¿quién es Dios? Es también una de las preguntas fundamentales de los creyentes y, en definitiva, de todo ser humano desde siempre. Muchas han sido las respuestas a esta pregunta, pero al ser respondida nos encontramos continuamente con que las diferentes respuestas, o bien acaban en abstracción («Dios es aquel ser por encima del cual nadie puede ser pensado», como diría San Anselmo), o bien se refugian en las diferentes acciones que atribuimos a la divinidad (Dios es el que liberó a los israelitas de Egipto; Dios es el que me curó de tal o cual enfermedad).
Cuando la pregunta «¿quién es Dios?» no encuentra una respuesta convincente, entonces se pasa a la pregunta «¿dónde está Dios?». La dificultad para determinar la esencia de Dios anima la búsqueda de aquellos lugares donde Dios habita. Pero tampoco contamos hoy con la certeza acerca del lugar donde Dios se encuentra. Y ello, porque todos los lugares donde alguna vez pareció habitar han resultado falsos o, al menos, problemáticos:
Durante mucho tiempo, la Iglesia había sido el lugar donde Dios se encontraba; pero han sido tantas las acciones realizadas en nombre de Dios, también por la institución eclesial, que su explicación recurriendo a la cultura de la época sirve para justificar las diferentes acciones humanas, pero no para seguir manteniendo que Dios actuó en esas acciones. A los que en la actualidad quieren hacernos ver que Dios vive del lado de los victoriosos, de los poderosos de la tierra que deciden sobre política internacional, guerras preventivas... habría que recordarles que desde que Bartolomé de las Casas denunció las atrocidades cometidas durante la conquista de América, se rompió la idea de que aquellos que decían conocer al verdadero Dios actuasen también en su nombre. Galileo nos sustrajo a la ilusión de localizar a Dios por encima de la tierra, en un cielo donde habitara; desde él, la interacción entre el cosmos y lo divino se tornó problemática, y Dios volvió a quedarse sin un lugar en el que estar.
Cuando se capta que es difícil encontrar el lugar (o los lugares) donde Dios habita, se replantea la cuestión y se pregunta: ¿cuándo encontramos a Dios en nuestra historia? Se piensa que encontrar a Dios en la historia es más fácil que encontrarlo en un lugar determinado. Es así como los «signos de los tiempos» han ganado importancia en nuestra época, especialmente desde que la Gaudium et Spes tomara esta expresión como una de las ideas rectoras del documento. Esta también es una respuesta insuficiente, como las otras, porque supone que el silencio de Dios no es más que una manera de hablar y que, en el fondo, Dios sí aparece actuando a través de los diversos acontecimientos históricos, ya sean movimientos sociales, políticos... ante los que hay que estar atento para poder discernir su presencia. Sin embargo, con esto no hacemos más que subrayar la imposibilidad objetiva para determinar dónde habita Dios, en qué lugar y cuándo lo podemos encontrar.
Estos intentos han manifestado nuestra resistencia a aceptar el misterio que entraña el desierto que nos llega.
Porque los creyentes afirmamos que hay un Dios, un Dios bueno, que existe desde siempre –¿cómo podría ser de otra manera?– y que está al comienzo y al final de todo lo que existe, ofreciendo salvación desde el comienzo mismo del mundo y del ser humano. Que el mundo es algo creado y que, por tanto, no es la mera consecuencia de una casualidad maravillosa. Los cristianos narramos la historia de un Dios que ha estado siempre a la búsqueda del hombre y a la búsqueda de un pueblo. Es la historia de todas las maneras y veces en que Dios ha ido como ensayando intentos de encuentro total con la humanidad. Los cristianos afirmamos, en fin, que al comienzo y al final de la vida de todo hombre, al comienzo y al final de este mundo, se encuentra Dios, un Dios al que hemos conocido «definitivamente» en Jesús de Nazaret.
Sin embargo, la realidad es tozuda. A pesar de esta presentación del cristianismo que acabamos de realizar; a pesar de que ese Dios se ha manifestado en Jesucristo de forma definitiva, el hecho es que a lo largo de la historia, la historia del mundo y la historia propia de cada uno, Dios se ha ido escapando, Dios ha ido emigrando, conservando siempre su cualidad de misterio, de inefabilidad, de insondabilidad.
Nuestra época es una época en la que las anteriores cuestiones y respuestas se han agostado. Es por eso por lo que creemos que Dios se ha eclipsado, que la sociedad ha vuelto la espalda a Dios. El hombre sumiso de la cristiandad desapareció, y con él la importancia social de Dios; y hoy, después de que ha desaparecido también el hombre prepotente de la modernidad, nos encontramos con el hombre escéptico, que, sin embargo, sigue queriendo encontrar el sentido de su vida, y quizá es el momento oportuno para presentar con arrojo una espiritualidad del desierto.
Esta espiritualidad ha de servir tanto a nivel personal como comunitario, ya que también la comunidad cristiana está viviendo una situación de exilio, de peregrinación por el desierto, de invierno... Las causas son muchas, pero la realidad es palpable en todos los niveles8.
La espiritualidad para afrontar el desierto
«Porque para entrar en esta riqueza de sabiduría
la puerta es la cruz, que es angosta»
(San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual,
Canción XXXVI, Declaración)
En nuestra vida de fe
El desierto es una oportunidad, que exige hacer un proceso no siempre fácil. Es necesaria una pedagogía para vivir nuestra fe en tiempos en los que a Dios no se le entiende ni se le encuentra ni se le comprende con facilidad.
Hay algo en la metáfora del desierto que hoy es vital recuperar: el abandono en Dios aun en momentos de dificultad, de no ver... Tenemos que recuperar la importancia y la bondad de las crisis, de las noches oscuras (pequeñas o grandes), de las luchas espirituales para poder encontrarnos con Dios. Tenemos que desarrollar ojos nuevos para comprender que el desierto no es una losa que imposibilita toda salida, sino un camino que lleva a la tierra de promisión.
Frente a la idea de que la vida de Jesús fue un camino triunfal hacia una meta que ya era conocida por él desde el principio, creo que es bueno subrayar que toda la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su muerte, fue una entrega hasta el final desde un amar a fondo perdido; y lo hizo basándose únicamente en una fe pura en la fuerza y en la verdad del amor como lo que da el sentido a la propia vida y, sobre todo, basándose en la fe pura en el Amor que tiene (que es) su Padre.
En la vida de Jesús van a aparecer dos elementos que siempre están indisolublemente unidos y que se muestran más claramente cuando la experiencia de la noche oscura se hace más densa en su vida, algo que ocurre durante su pasión y su muerte:
– Por una parte, la experiencia del silencio y de la «lejanía» de Dios: el Dios callado ante el fracaso de la predicación de Jesús y, por ello, ante el fracaso del propio plan divino; el Dios ausente ante la traición de aquellos que lo habían dejado todo para seguirle; el Dios invisible durante la gran prueba de la cruz que vivió Jesús.
– Por otra parte, el que el Padre, el que Dios sigue siendo aquel a quien el Hijo se entrega en confianza filial.
Decir «fe pura» supone, por eso, decir confianza sin límite, y supone también decir ausencia de apoyos sin límite; y estas dos realidades al mismo tiempo. Jesús vive y muere sintiendo muchas veces el abandono y el silencio de Dios, pero también entregándose totalmente a ese Padre, que se ha eclipsado por entero en ciertos momentos.
Para Jesús, en definitiva, como para nosotros, la experiencia de Dios significó en gran medida un precipitarse en la nada, un perder todo apoyo sobre el que fundar su propio existir, hasta perder incluso el apoyo del Padre, y desde ese abismo abandonarse confiadamente en manos de Dios, «por ser Dios quien es».
Y ante este misterio, que es la manera como Dios se presenta ante nosotros y como lo experimentamos de forma aguda en los momentos de desierto, lo que nos queda es la adoración, porque Dios siempre va a ocultar su rostro cuando intentemos desvelar quién es o qué es; siempre va a escapar cuando queramos determinar dónde vive; y siempre va a huir cuando lo queramos utilizar para explicar el sufrimiento o queramos hacer componendas fáciles sobre temas difíciles (como son el dolor, su lejanía o la muerte).
El desierto nos invita, más que a explicar, a testimoniar, a ser testigos de Dios, algo que exige pasar inevitablemente por una etapa de desierto9. Si somos capaces, en medio del yermo que muchas veces es hoy nuestra experiencia de fe, de confiar, como Jesús, hasta el final, de esperar contra toda esperanza, entonces estará empezando a surgir en nosotros una nueva relación con Dios. En el fondo, no se trata de creer apoyados en nuestra experiencia, de tener fe por lo que hemos sentido, sino de dejar que Dios sea Dios en nosotros. Se trata de sentir hasta los huesos un «vacío posibilitador», a fuerza de silencio y de escondimiento de Dios, para dar lugar a que nuestra fe no se apoye tanto en las imágenes de Dios que ya tenemos y se apoye un poco más en Dios mismo.
El desierto de nuestras vidas nos dice que la ausencia de Dios es, por una parte, apariencia, ya que Dios habla aun a través de ese silencio, y, por otra parte, es totalmente real, ya que Dios no se deja atrapar por nuestras explicaciones, ni siquiera por nuestras experiencias. Dios aparece y está presente siempre al ser humano como silencio y como escondimiento; es el silencio y el escondimiento de un Dios que deja que la creación siga su curso y que el mundo se convierta en hogar de tanta masacre y destrucción, pero que se implica en un diálogo con el ser humano que muchas veces nos resulta incomprensible, pero que es el camino para entrar en la auténtica revelación de quién es el Insondable.
La vida y la muerte de Jesús, nuestra vida y nuestra muerte, nos invitan a comprender que Dios no es manipulable; nos obligan a aceptar que Dios es como es y que no puede ser hecho a medida humana; y nos fuerzan a contemplar el misterio de Dios, no para entenderlo, sino para dejarnos embargar por él, para que podamos decir a ese Dios: creo aunque no te entiendo; creo aunque no te veo; creo aunque no te encuentro. La experiencia profunda de fe, entonces, puede abrirse a los oasis que están presentes en toda nuestra vida, aunque aparezcan escondidos.
Ante la situación de la Iglesia
Ante el hoy de la comunidad cristiana podemos tomar varias posturas: desde la catastrofista hasta la ilusoria. Cuando las estadísticas presentan datos nada halagüeños, cuando nuestras iglesias se van quedando vacías, cuando las fuerzas más activas de la comunidad eclesial se van reduciendo... podemos retirarnos a los cuarteles de invierno y esperar allí pasivamente el tan deseado vuelco de la situación, o podemos vivir esta experiencia como una etapa de crecimiento tanto de la propia comunidad eclesial como de nuestra relación con la Iglesia. Ante esta situación, descrita con profusión en multitud de libros y artículos, deberíamos desarrollar una serie de actitudes que posibilitasen vivir el desierto como momento de purificación eclesial y de encuentro con Dios:
– Espiritualidad del empequeñecimiento10: como en los primeros siglos de la Iglesia, la situación espiritual de la comunidad cristiana en general rebosa acomodación con los valores del mundo en el que vive. La conversión de la Iglesia en una empresa de servicios, a la que la sociedad ha asignado un papel determinado en el mundo, y la pérdida del papel social de la Iglesia, que ya no determina los valores del mundo occidental, no es una derrota en la misión de la Iglesia, sino una llamada a ser aquello que siempre quiso ser: signo y profecía, comunidad contracultural frente a las pretensiones de todas las ofertas de salvación que no van más allá de los límites intramundanos. La Iglesia se está empequeñeciendo en número, en poder, en influencia..., cuestiones todas que no conforman el centro de su mensaje. Triste sería que este empequeñecimiento llevara a tomar derroteros que redujesen el mensaje, para seguir manteniendo el estatus anterior; más triste aún que confudiésemos empequeñecimiento con inutilidad del mensaje evangélico. La comunidad cristiana debe re-conocer al Dios que renunció al poder y que se situó como «uno de tantos» en medio de la historia, y debe poner en práctica lo que ya proclamó en el Vaticano II: es compañera de camino de todos los hombres y mujeres que trabajan por que este mundo sea más el mundo de Dios. La comunidad cristiana debe potenciar los lugares en los que se comparte y se vive la fe, en los que se comparten los bienes y se practica la hospitalidad... Muchas comunidades así ya han surgido y son los oasis que, en medio del yermo, nos recuerdan que el desierto es un lugar donde la vida sigue11.
– Esperar contra toda esperanza: los problemas intraeclesiales son numerosos y deben ser resueltos. Con todo, la Iglesia sigue siendo un instrumento querido por Dios para que la salvación siga actuando en esta historia. La pertenencia a la Iglesia tiene también su grado de cruz, de incomprensión ante la manera como Dios decidió seguir presente entre nosotros. Aun cuando no hay que justificarlas, no habría que escandalizarse tanto por las dinámicas poco evangélicas que a veces se encuentran en la institución eclesial, ni habría que extrañarse por la falta de coherencia de aquellos que tienen (o tenemos) la misión de entregar la vida por todos. Son muchos los ejemplos de grandes cristianos en el siglo XX que han vivido períodos de su pertenencia eclesial como una noche oscura y han seguido esperando, contra toda esperanza, que Dios cumpla con la Iglesia lo que dijo por boca del profeta Oseas: «La llevaré al desierto y hablaré a su corazón» (2,16).
Algunos aprendizajes sobre el desierto
Como ya hemos dicho, no vivimos tiempos en los que salir al desierto sea para nosotros una urgencia, un deseo, una necesidad para ahondar y mejorar la vida que vivimos. Salir al desierto es, en todo caso, un turismo de aventura, un reto...12 Quizá deberíamos recuperar el gusto por adentrarnos en todo lo que el desierto como metáfora sugiere: abrir espacios de soledad y silencio; ejercitar una sana sobriedad; afrontar retos; lidiar con nuestros instintos más básicos...
Podría ser bueno también que discerniéramos, como lo hacemos en lo que al cambio climático se refiere, el por qué de los desiertos que nos llegan. En las reglas de discernimiento de la primera semana de los Ejercicios Espirituales, San Ignacio de Loyola plantea al ejercitante las «tres causas principales porque nos hallamos desolados» [EE 322], y le provoca para que rastree en su vida las conductas, actitudes o inercias que han podido favorecer la experiencia de desolación. Porque, si bien es cierto que Dios calla, no es menos cierto que, en muchas ocasiones, somos nosotros los que le condenamos al silencio.
Conviene recordar también que el desierto es un espacio sin fronteras que, en su infinitud aparente, provoca, en primera instancia, una experiencia de radical libertad que nos enfrenta con discursos aprendidos, frases estereotipadas13.
Esa radical libertad de tanta palabra repetida es, además, una invitación a una búsqueda de Dios menos pretenciosa. El Dios que se comunica en silencio reclama de nosotros renunciar a la gratificación inmediata, a la fidelidad condicionada, al seguimiento con éxito garantizado... El desierto es, entonces, una oportunidad para la «fe pura». Como dice Santa Teresa:
«Vienen tiempos en el alma, que no hay memoria deste huerto, todo parece está seco y que no ha de haber agua para sustentarle, ni parece hubo jamás en el alma cosa de virtud. Pásase mucho trabajo, porque quiere el Señor que le parezca al pobre hortelano que todo el que ha tenido en sustentarle, y regalarle, va perdido. Entonces es el verdadero escardar, y quitar de raíz las yerbecillas, aunque sean pequeñas, que han quedado malas, con conocer no hay diligencia que baste, si el agua de la gracia nos quita Dios: y tener en poco nuestro nada, y aun menos que nada. Gánase aquí mucha humildad, tornan de nuevo a crecer las flores»14.
Por último, el desierto entraña un peligro muy particular: el espejismo, esa particular ilusión óptica que quiere esconder y rechazar los peligros. No por hablar de las bondades del desierto, de su particular espiritualidad, de sus oportunidades, debemos olvidar las palabras de Ch. de Foucauld que citábamos al principio de este artículo: «El desierto no sostiene al débil; lo aplasta. El que gusta del esfuerzo y la lucha, ése puede sobrevivir». Atenuar las dificultades, ignorar la necesidad de un guía y olvidar los pertrechos no son signo de mayor osadía y valentía, sino todo lo contrario: de una escasa valoración de lo que el desierto significa, de sus oportunidades y riesgos, de la necesidad de prepararse para cuando llega.
* Miembro del Consejo de Redacción de Sal Terrae. Profesor de Teología en la Facultad de Teología de Granada..
1. Interesante es el artículo de J.A. MARÍN, «Rutilio y San Jerónimo de frente al monasticismo»: Teología y Vida 39 (1998) 353-363.
2. Apotegmas de los padres del desierto, Sígueme, Salamanca 1986, 43.
3. Cf. GREGORIO DE NISA, Sobre la vida de Moisés, Ciudad Nueva, Madrid 1993, 149-152; aquí, 151.
4. P. CASALDÁLIGA, El tiempo y la espera, Sal Terrae, Santander 1986, 67.
5. Cf. la carta de San Jerónimo a Eustoquia (Carta 22,7), en la que el santo describe todas sus tribulaciones. Cf. F. MORENO, San Jéronimo. La espiritualidad del desierto, BAC, Madrid 2007, sobre todo, 17-31.
6. Desde otra perspectiva, a partir de las leyendas que hay sobre las madres del desierto, cf. M. FORMAN, OSB, Orar con las Madres del desierto, Mensajero, Bilbao 2007, 59-71.
7. G. GARCÍA MÁRQUEZ, Cien años de soledad, Cátedra, Madrid 200717, 142.
8. Cf., entre la numerosa bibliografía que hay sobre este punto, el número «Iglesia y cristianismo en Europa» de esta revista: Sal Terrae, enero-febrero 2006.
9. De difícil y provechosa lectura es el libro de M. REYES MATE, Memoria de Auschwitz. Actualidad moral y política, Trotta, Madrid 2003, especialmente las páginas dedicadas a la autoridad del testigo (167-216).
10. Tomo esta idea de J. CHITTISTER, El fuego en estas cenizas. Espiritualidad de la vida religiosa hoy, Sal Terrae, Santander 1998, 99. La autora lo aplica a la Vida Religiosa, pero es fácilmente trasladable a la vida cristiana en general.
11. Pienso en comunidades del tipo de San Egidio y en los numerosos grupos de cristianos que viven su cristianismo de forma más anónima en la multitud de pequeñas comunidades en parroquias, movimientos apostólicos, colegios...
12. Podemos recordar la denuncia, y en alguna manera profecía, del escritor A. VÁZQUEZ FIGUEROA en Los ojos del tuareg, Plaza & Janés, Barcelona 2003, 44: «La auténtica locura estriba en correr como posesos a través de los pedregales y las dunas, sin respetar la propia vida ni la de cuantos encuentran en su camino. Locura es robar y envenenar un agua sin la que estamos condenados a morir, o amenazar con un arma a quien te ha recibido con los brazos abiertos. Y si ha aceptado tomar parte en semejante estupidez, debe aceptar que en un momento determinado su estupidez le arrastre».
13. P. CASALDÁLIGA, El tiempo y la espera, Sal Terrae, Santander 1986, 14: «Cuanto menos Te encuentro, más Te hallo, / libres los dos de nombre y de medida. / Dueño del miedo que Te doy vasallo, / vivo de la esperanza de Tú vida».
14. SANTA TERESA DE JESÚS, Vida, Cap. XIV, 6.
La desertización, el avance de los desiertos existentes, pero también la desertificación, la degradación de las tierras, los humedales y ecosistemas, que se acercan y se instalan entre nosotros calladamente, se erigen en metáfora de una experiencia espiritual antigua, sólida y fecunda: la espiritualidad, precisamente, del desierto.
En la tradición bíblica, como se puede leer en el artículo anterior de Enrique Sanz, el desierto tiene una fuerza simbólica tremenda: al desierto se sale, por el desierto se camina, a través del desierto se conquista la tierra...
Entre los cristianos de los primeros siglos, como entre los piadosos judíos de la época de los Macabeos (1 Mac 2,29), salir al desierto se convirtió en un gesto para manifestar la ruptura, la denuncia y el deseo de renovación del cristianismo.
Pero ¿qué pasa cuando la desertización y la desertificación se plantan entre nosotros? ¿Que pasa cuando, sin salir al desierto, éste avanza hacia nosotros y ocupa nuestra existencia? ¿Qué pasa cuando nuestra vida se deteriora, se degrada? ¿Qué perfiles adquiere entonces la experiencia espiritual del desierto? Porque el experto en desiertos que fue Ch. de Foucauld se atrevió a decir: «El desierto no sostiene al débil; lo aplasta. El que gusta del esfuerzo y la lucha, ése puede sobrevivir».
El desierto que fue
«Si quieres ser perfecto,
anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres...»
(Mt 19,21)
El nacimiento de la vida eremítica, de la vida separada de las ciudades, que hasta ese momento habían sido el modelo del imperio romano, se debió a diversas causas y puede ser enjuiciado de maneras diferentes1. El monacato es un fenómeno variopinto en el que intervienen muchas variables. Nació en Egipto y tiene el símbolo más preclaro en San Antonio Abad, que se retiró al desierto alrededor del año 270, cuando contaba dieciocho años de edad. La marcha al desierto nació como respuesta a un deseo de radicalidad en el seguimiento de Cristo y suponía una crítica radical a los valores urbanos, a los que se había asimilado el cristianismo de principios del siglo IV. Fue una reacción contracultural frente a los valores imperantes en la Roma del siglo IV, pero también contra las corrientes que pretendían cristianizar la cultura pagana, colocando como máxima el texto evangélico citando al comienzo de este epígrafe y concretándolo en una ascesis rigurosa en todos los aspectos de la vida. Suponía también un rechazo de las dignidades (también del sacerdocio ministerial) e independencia del poder civil y eclesiástico.
¿Qué ocurre en el desierto?
a) El desierto es el lugar donde Dios está más cerca, porque no hay nadie más. En los apotegmas de los Padres del Desierto se lee:
«Un obispo, llamado Apphy, mientras fue monje estuvo sometido a una disciplina de vida muy austera. Luego, cuando llegó a obispo, quiso, incluso en el mundo, someterse a la misma austeridad, pero sus fuerzas le habían abandonado. Entonces, prosternándose ante Dios, le dijo: “¿Es que a causa de mi episcopado tu gracia se alejará de mí?” Y obtuvo esta revelación: “No, pero antes estabas en el desierto y, ya que no había nadie, Dios acudía en tu ayuda. Ahora, en cambio, estás en el mundo, y en el mundo están los hombres”»2.
Si bien es verdad que Dios ayuda siempre, también lo es que aparece de forma más clara donde más se le necesita. Como dice Gregorio de Nisa, al que se encuentra en una situación extrema, le parecen pequeñas las ayudas que Dios les ha ido dando, y entonces tiene lugar la manifestación del Ser trascendente, «que se muestra de un modo en que pueda ser captado por quien lo recibe»3. Ningún otro lugar existe en el que las tentaciones se presenten de forma tan clara como el desierto; ninguno en el que nuestra fe se ponga a prueba de manera tan clara; y ninguno en el que los asideros posibles hayan desaparecido tan palpablemente.
b) El desierto es el lugar de la libertad total, en el que surge la tentación y la lucha.
El pueblo de Israel sale de la esclavitud de Egipto y marcha al desierto. Pablo deja su antigua vida y se mete en la extensión del desierto. Jesús va a comenzar su misión, y antes va al desierto. Frente a las ataduras, internas y externas, que todo ser humano tiene, el desierto se presenta como el lugar sin fronteras en el que la libertad total puede ser experimentada.
Es ahí donde se puede vivir lo que Casaldáliga expresó en su poema «Mi soledad»4:
«Mi soledad soy yo.
No hay compañía
que me acompañe todo.
En honda gran medida
vivir es andar solo».
Esta experiencia de vida a fondo perdido pone de manifiesto también la multitud de obstáculos que tiene esta vida (la vida) para el ser humano. El lugar sin límites posibilita así la vivencia de los límites que todos tenemos para soportar tal libertad. Los Padres del desierto experimentaron fuertemente las dificultades de este camino, a través de las numerosas tentaciones que tuvieron que soportar. Las rigurosas penitencias, el control de los deseos, la tosquedad del paisaje... y la soledad en la que se encontraban eran obstáculos por los que había que pasar para experimentar la libertad y, en definitiva, a Dios5.
c) El desierto es lugar de encuentro, de intimidad... es noche estrellada.
Nadie marchó al desierto para luchar consigo mismo y con sus demonios. La meta de la fuga era el encuentro con Dios, sin que hubiera otras realidades que pertubaran al corazón. En este sentido, el desierto se transfigura en una metáfora del paraíso perdido, en un nuevo jardín del Edén, que exige nuevos ojos y un profundo proceso de liberación interior para poder ser disfrutado, pero que está ahí a la espera... En el desierto el tiempo se «ralentiza»; la prisa y la agitación dejan paso a la contemplación pausada; la multitud de imágenes se reducen a la pesadez creadora de un yermo que esconde oasis; el habla se convierte en escucha...6
El desierto que nos llega
«Alguien estaba allí, y pude ver su silueta,
aunque no el aspecto que tenía. Todo era silencio...»
(Job 4, 16)
No vivimos hoy la experiencia del desierto como los Padres antiguos. No escapamos hoy al desierto para allí encontrarnos con nuestras luchas, nuestros miedos y nuestro Dios. Hoy, más bien, el desierto viene a nosotros. De la misma manera que asistimos atónitos al avance de los desiertos, nos encontramos de pronto, en la vida, arrojados a experiencias de desierto que presentan variados matices. El desierto, el desierto puro que no tolera ni la vida, acampa cuando experimentamos el sufrimiento y dolor inocente, la enfermedad destructora, la traición nunca sospechada, la muerte escandalosa... Son experiencias, muchas veces, de fracaso, pérdida, silencio y abandono, ultrajes a la vida que desborda cada día en nuestras luchas, conquistas, disfrutes y goces.
En Cien años de soledad, cuando el gitano Melquíades regresa a Macondo, el narrador explica: «El gitano iba dispuesto a quedarse en el pueblo. Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresado porque no pudo soportar la soledad»7. Para la vida actual es muy importante volver a recuperar la conexión que hay entre fe y soledad radical, entre fe y muerte, entre la experiencia de Dios y la experiencia que se ha llamado la «noche oscura» y que tiene que ver con el desierto, ya que las explicaciones dadas durante mucho tiempo ya no satisfacen.
A lo largo de la historia, la experiencia cristiana ha querido profundizar en Dios a partir de buscarlo, comprenderlo y entenderlo.
Una de las preguntas sobre las que pensadores, filósofos y teólogos han dado vueltas es: ¿quién es Dios? Es también una de las preguntas fundamentales de los creyentes y, en definitiva, de todo ser humano desde siempre. Muchas han sido las respuestas a esta pregunta, pero al ser respondida nos encontramos continuamente con que las diferentes respuestas, o bien acaban en abstracción («Dios es aquel ser por encima del cual nadie puede ser pensado», como diría San Anselmo), o bien se refugian en las diferentes acciones que atribuimos a la divinidad (Dios es el que liberó a los israelitas de Egipto; Dios es el que me curó de tal o cual enfermedad).
Cuando la pregunta «¿quién es Dios?» no encuentra una respuesta convincente, entonces se pasa a la pregunta «¿dónde está Dios?». La dificultad para determinar la esencia de Dios anima la búsqueda de aquellos lugares donde Dios habita. Pero tampoco contamos hoy con la certeza acerca del lugar donde Dios se encuentra. Y ello, porque todos los lugares donde alguna vez pareció habitar han resultado falsos o, al menos, problemáticos:
Durante mucho tiempo, la Iglesia había sido el lugar donde Dios se encontraba; pero han sido tantas las acciones realizadas en nombre de Dios, también por la institución eclesial, que su explicación recurriendo a la cultura de la época sirve para justificar las diferentes acciones humanas, pero no para seguir manteniendo que Dios actuó en esas acciones. A los que en la actualidad quieren hacernos ver que Dios vive del lado de los victoriosos, de los poderosos de la tierra que deciden sobre política internacional, guerras preventivas... habría que recordarles que desde que Bartolomé de las Casas denunció las atrocidades cometidas durante la conquista de América, se rompió la idea de que aquellos que decían conocer al verdadero Dios actuasen también en su nombre. Galileo nos sustrajo a la ilusión de localizar a Dios por encima de la tierra, en un cielo donde habitara; desde él, la interacción entre el cosmos y lo divino se tornó problemática, y Dios volvió a quedarse sin un lugar en el que estar.
Cuando se capta que es difícil encontrar el lugar (o los lugares) donde Dios habita, se replantea la cuestión y se pregunta: ¿cuándo encontramos a Dios en nuestra historia? Se piensa que encontrar a Dios en la historia es más fácil que encontrarlo en un lugar determinado. Es así como los «signos de los tiempos» han ganado importancia en nuestra época, especialmente desde que la Gaudium et Spes tomara esta expresión como una de las ideas rectoras del documento. Esta también es una respuesta insuficiente, como las otras, porque supone que el silencio de Dios no es más que una manera de hablar y que, en el fondo, Dios sí aparece actuando a través de los diversos acontecimientos históricos, ya sean movimientos sociales, políticos... ante los que hay que estar atento para poder discernir su presencia. Sin embargo, con esto no hacemos más que subrayar la imposibilidad objetiva para determinar dónde habita Dios, en qué lugar y cuándo lo podemos encontrar.
Estos intentos han manifestado nuestra resistencia a aceptar el misterio que entraña el desierto que nos llega.
Porque los creyentes afirmamos que hay un Dios, un Dios bueno, que existe desde siempre –¿cómo podría ser de otra manera?– y que está al comienzo y al final de todo lo que existe, ofreciendo salvación desde el comienzo mismo del mundo y del ser humano. Que el mundo es algo creado y que, por tanto, no es la mera consecuencia de una casualidad maravillosa. Los cristianos narramos la historia de un Dios que ha estado siempre a la búsqueda del hombre y a la búsqueda de un pueblo. Es la historia de todas las maneras y veces en que Dios ha ido como ensayando intentos de encuentro total con la humanidad. Los cristianos afirmamos, en fin, que al comienzo y al final de la vida de todo hombre, al comienzo y al final de este mundo, se encuentra Dios, un Dios al que hemos conocido «definitivamente» en Jesús de Nazaret.
Sin embargo, la realidad es tozuda. A pesar de esta presentación del cristianismo que acabamos de realizar; a pesar de que ese Dios se ha manifestado en Jesucristo de forma definitiva, el hecho es que a lo largo de la historia, la historia del mundo y la historia propia de cada uno, Dios se ha ido escapando, Dios ha ido emigrando, conservando siempre su cualidad de misterio, de inefabilidad, de insondabilidad.
Nuestra época es una época en la que las anteriores cuestiones y respuestas se han agostado. Es por eso por lo que creemos que Dios se ha eclipsado, que la sociedad ha vuelto la espalda a Dios. El hombre sumiso de la cristiandad desapareció, y con él la importancia social de Dios; y hoy, después de que ha desaparecido también el hombre prepotente de la modernidad, nos encontramos con el hombre escéptico, que, sin embargo, sigue queriendo encontrar el sentido de su vida, y quizá es el momento oportuno para presentar con arrojo una espiritualidad del desierto.
Esta espiritualidad ha de servir tanto a nivel personal como comunitario, ya que también la comunidad cristiana está viviendo una situación de exilio, de peregrinación por el desierto, de invierno... Las causas son muchas, pero la realidad es palpable en todos los niveles8.
La espiritualidad para afrontar el desierto
«Porque para entrar en esta riqueza de sabiduría
la puerta es la cruz, que es angosta»
(San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual,
Canción XXXVI, Declaración)
En nuestra vida de fe
El desierto es una oportunidad, que exige hacer un proceso no siempre fácil. Es necesaria una pedagogía para vivir nuestra fe en tiempos en los que a Dios no se le entiende ni se le encuentra ni se le comprende con facilidad.
Hay algo en la metáfora del desierto que hoy es vital recuperar: el abandono en Dios aun en momentos de dificultad, de no ver... Tenemos que recuperar la importancia y la bondad de las crisis, de las noches oscuras (pequeñas o grandes), de las luchas espirituales para poder encontrarnos con Dios. Tenemos que desarrollar ojos nuevos para comprender que el desierto no es una losa que imposibilita toda salida, sino un camino que lleva a la tierra de promisión.
Frente a la idea de que la vida de Jesús fue un camino triunfal hacia una meta que ya era conocida por él desde el principio, creo que es bueno subrayar que toda la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su muerte, fue una entrega hasta el final desde un amar a fondo perdido; y lo hizo basándose únicamente en una fe pura en la fuerza y en la verdad del amor como lo que da el sentido a la propia vida y, sobre todo, basándose en la fe pura en el Amor que tiene (que es) su Padre.
En la vida de Jesús van a aparecer dos elementos que siempre están indisolublemente unidos y que se muestran más claramente cuando la experiencia de la noche oscura se hace más densa en su vida, algo que ocurre durante su pasión y su muerte:
– Por una parte, la experiencia del silencio y de la «lejanía» de Dios: el Dios callado ante el fracaso de la predicación de Jesús y, por ello, ante el fracaso del propio plan divino; el Dios ausente ante la traición de aquellos que lo habían dejado todo para seguirle; el Dios invisible durante la gran prueba de la cruz que vivió Jesús.
– Por otra parte, el que el Padre, el que Dios sigue siendo aquel a quien el Hijo se entrega en confianza filial.
Decir «fe pura» supone, por eso, decir confianza sin límite, y supone también decir ausencia de apoyos sin límite; y estas dos realidades al mismo tiempo. Jesús vive y muere sintiendo muchas veces el abandono y el silencio de Dios, pero también entregándose totalmente a ese Padre, que se ha eclipsado por entero en ciertos momentos.
Para Jesús, en definitiva, como para nosotros, la experiencia de Dios significó en gran medida un precipitarse en la nada, un perder todo apoyo sobre el que fundar su propio existir, hasta perder incluso el apoyo del Padre, y desde ese abismo abandonarse confiadamente en manos de Dios, «por ser Dios quien es».
Y ante este misterio, que es la manera como Dios se presenta ante nosotros y como lo experimentamos de forma aguda en los momentos de desierto, lo que nos queda es la adoración, porque Dios siempre va a ocultar su rostro cuando intentemos desvelar quién es o qué es; siempre va a escapar cuando queramos determinar dónde vive; y siempre va a huir cuando lo queramos utilizar para explicar el sufrimiento o queramos hacer componendas fáciles sobre temas difíciles (como son el dolor, su lejanía o la muerte).
El desierto nos invita, más que a explicar, a testimoniar, a ser testigos de Dios, algo que exige pasar inevitablemente por una etapa de desierto9. Si somos capaces, en medio del yermo que muchas veces es hoy nuestra experiencia de fe, de confiar, como Jesús, hasta el final, de esperar contra toda esperanza, entonces estará empezando a surgir en nosotros una nueva relación con Dios. En el fondo, no se trata de creer apoyados en nuestra experiencia, de tener fe por lo que hemos sentido, sino de dejar que Dios sea Dios en nosotros. Se trata de sentir hasta los huesos un «vacío posibilitador», a fuerza de silencio y de escondimiento de Dios, para dar lugar a que nuestra fe no se apoye tanto en las imágenes de Dios que ya tenemos y se apoye un poco más en Dios mismo.
El desierto de nuestras vidas nos dice que la ausencia de Dios es, por una parte, apariencia, ya que Dios habla aun a través de ese silencio, y, por otra parte, es totalmente real, ya que Dios no se deja atrapar por nuestras explicaciones, ni siquiera por nuestras experiencias. Dios aparece y está presente siempre al ser humano como silencio y como escondimiento; es el silencio y el escondimiento de un Dios que deja que la creación siga su curso y que el mundo se convierta en hogar de tanta masacre y destrucción, pero que se implica en un diálogo con el ser humano que muchas veces nos resulta incomprensible, pero que es el camino para entrar en la auténtica revelación de quién es el Insondable.
La vida y la muerte de Jesús, nuestra vida y nuestra muerte, nos invitan a comprender que Dios no es manipulable; nos obligan a aceptar que Dios es como es y que no puede ser hecho a medida humana; y nos fuerzan a contemplar el misterio de Dios, no para entenderlo, sino para dejarnos embargar por él, para que podamos decir a ese Dios: creo aunque no te entiendo; creo aunque no te veo; creo aunque no te encuentro. La experiencia profunda de fe, entonces, puede abrirse a los oasis que están presentes en toda nuestra vida, aunque aparezcan escondidos.
Ante la situación de la Iglesia
Ante el hoy de la comunidad cristiana podemos tomar varias posturas: desde la catastrofista hasta la ilusoria. Cuando las estadísticas presentan datos nada halagüeños, cuando nuestras iglesias se van quedando vacías, cuando las fuerzas más activas de la comunidad eclesial se van reduciendo... podemos retirarnos a los cuarteles de invierno y esperar allí pasivamente el tan deseado vuelco de la situación, o podemos vivir esta experiencia como una etapa de crecimiento tanto de la propia comunidad eclesial como de nuestra relación con la Iglesia. Ante esta situación, descrita con profusión en multitud de libros y artículos, deberíamos desarrollar una serie de actitudes que posibilitasen vivir el desierto como momento de purificación eclesial y de encuentro con Dios:
– Espiritualidad del empequeñecimiento10: como en los primeros siglos de la Iglesia, la situación espiritual de la comunidad cristiana en general rebosa acomodación con los valores del mundo en el que vive. La conversión de la Iglesia en una empresa de servicios, a la que la sociedad ha asignado un papel determinado en el mundo, y la pérdida del papel social de la Iglesia, que ya no determina los valores del mundo occidental, no es una derrota en la misión de la Iglesia, sino una llamada a ser aquello que siempre quiso ser: signo y profecía, comunidad contracultural frente a las pretensiones de todas las ofertas de salvación que no van más allá de los límites intramundanos. La Iglesia se está empequeñeciendo en número, en poder, en influencia..., cuestiones todas que no conforman el centro de su mensaje. Triste sería que este empequeñecimiento llevara a tomar derroteros que redujesen el mensaje, para seguir manteniendo el estatus anterior; más triste aún que confudiésemos empequeñecimiento con inutilidad del mensaje evangélico. La comunidad cristiana debe re-conocer al Dios que renunció al poder y que se situó como «uno de tantos» en medio de la historia, y debe poner en práctica lo que ya proclamó en el Vaticano II: es compañera de camino de todos los hombres y mujeres que trabajan por que este mundo sea más el mundo de Dios. La comunidad cristiana debe potenciar los lugares en los que se comparte y se vive la fe, en los que se comparten los bienes y se practica la hospitalidad... Muchas comunidades así ya han surgido y son los oasis que, en medio del yermo, nos recuerdan que el desierto es un lugar donde la vida sigue11.
– Esperar contra toda esperanza: los problemas intraeclesiales son numerosos y deben ser resueltos. Con todo, la Iglesia sigue siendo un instrumento querido por Dios para que la salvación siga actuando en esta historia. La pertenencia a la Iglesia tiene también su grado de cruz, de incomprensión ante la manera como Dios decidió seguir presente entre nosotros. Aun cuando no hay que justificarlas, no habría que escandalizarse tanto por las dinámicas poco evangélicas que a veces se encuentran en la institución eclesial, ni habría que extrañarse por la falta de coherencia de aquellos que tienen (o tenemos) la misión de entregar la vida por todos. Son muchos los ejemplos de grandes cristianos en el siglo XX que han vivido períodos de su pertenencia eclesial como una noche oscura y han seguido esperando, contra toda esperanza, que Dios cumpla con la Iglesia lo que dijo por boca del profeta Oseas: «La llevaré al desierto y hablaré a su corazón» (2,16).
Algunos aprendizajes sobre el desierto
Como ya hemos dicho, no vivimos tiempos en los que salir al desierto sea para nosotros una urgencia, un deseo, una necesidad para ahondar y mejorar la vida que vivimos. Salir al desierto es, en todo caso, un turismo de aventura, un reto...12 Quizá deberíamos recuperar el gusto por adentrarnos en todo lo que el desierto como metáfora sugiere: abrir espacios de soledad y silencio; ejercitar una sana sobriedad; afrontar retos; lidiar con nuestros instintos más básicos...
Podría ser bueno también que discerniéramos, como lo hacemos en lo que al cambio climático se refiere, el por qué de los desiertos que nos llegan. En las reglas de discernimiento de la primera semana de los Ejercicios Espirituales, San Ignacio de Loyola plantea al ejercitante las «tres causas principales porque nos hallamos desolados» [EE 322], y le provoca para que rastree en su vida las conductas, actitudes o inercias que han podido favorecer la experiencia de desolación. Porque, si bien es cierto que Dios calla, no es menos cierto que, en muchas ocasiones, somos nosotros los que le condenamos al silencio.
Conviene recordar también que el desierto es un espacio sin fronteras que, en su infinitud aparente, provoca, en primera instancia, una experiencia de radical libertad que nos enfrenta con discursos aprendidos, frases estereotipadas13.
Esa radical libertad de tanta palabra repetida es, además, una invitación a una búsqueda de Dios menos pretenciosa. El Dios que se comunica en silencio reclama de nosotros renunciar a la gratificación inmediata, a la fidelidad condicionada, al seguimiento con éxito garantizado... El desierto es, entonces, una oportunidad para la «fe pura». Como dice Santa Teresa:
«Vienen tiempos en el alma, que no hay memoria deste huerto, todo parece está seco y que no ha de haber agua para sustentarle, ni parece hubo jamás en el alma cosa de virtud. Pásase mucho trabajo, porque quiere el Señor que le parezca al pobre hortelano que todo el que ha tenido en sustentarle, y regalarle, va perdido. Entonces es el verdadero escardar, y quitar de raíz las yerbecillas, aunque sean pequeñas, que han quedado malas, con conocer no hay diligencia que baste, si el agua de la gracia nos quita Dios: y tener en poco nuestro nada, y aun menos que nada. Gánase aquí mucha humildad, tornan de nuevo a crecer las flores»14.
Por último, el desierto entraña un peligro muy particular: el espejismo, esa particular ilusión óptica que quiere esconder y rechazar los peligros. No por hablar de las bondades del desierto, de su particular espiritualidad, de sus oportunidades, debemos olvidar las palabras de Ch. de Foucauld que citábamos al principio de este artículo: «El desierto no sostiene al débil; lo aplasta. El que gusta del esfuerzo y la lucha, ése puede sobrevivir». Atenuar las dificultades, ignorar la necesidad de un guía y olvidar los pertrechos no son signo de mayor osadía y valentía, sino todo lo contrario: de una escasa valoración de lo que el desierto significa, de sus oportunidades y riesgos, de la necesidad de prepararse para cuando llega.
* Miembro del Consejo de Redacción de Sal Terrae. Profesor de Teología en la Facultad de Teología de Granada.
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