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martes, 19 de agosto de 2008

XXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: Homilías - Recursos para la Homilía


Por Agustinos España
HOMILÍA: "Y VOSOTROS, ¿QUIÉN DECÍS QUE SOY YO?"

Dios es un misterio insondable que nos sobrepasa, a pesar de que al mismo tiempo nos penetra por todas partes.. «¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos!». «Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros» (Is/55/09). ¿Quien no ha experimentado, alguna vez, la grandeza de Dios? Jesús la expresa también así, en respuesta al joven que le había llamado «Maestro bueno»: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios» (Mc/10/18). La grandeza de Dios es, por tanto, también una grandeza de bondad: a su lado nadie es realmente bueno. Este sentido de la admiración y el respeto es sanamente saludable. No podemos reclamarnos de Dios, como si lo tuviésemos al alcance de la mano y lo conociésemos.

Acerquémonos a él con respeto. Pongámonos en la escuela de Dios: «A Dios nadie lo ha visto jamás: El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (Jn 1. 18). «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14. 6/9).

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La salvación pasa a través de lo que podríamos denominar la mediación, esto es, a través de los mismos hombres. No hay nada que objetar a esta realidad. Dios lo quiere así. Lo cierto es que no se trata de una pretendida arbitrariedad de Dios. Es la manera más adaptada a nuestra manera de ser. La revelación implica el gran misterio de la acomodación de Dios a nosotros. Se ha mostrado a través de hechos y palabras que podemos captar y en un torrente de amor, el mismo Verbo se ha hecho hombre. Esta realidad encarnatoria prosigue en la Iglesia, sacramento visible de la salvación.

La figura de Pedro es hoy destacada en la línea de fundamentar la Iglesia. Una realidad importante que confiere solidez a la fe. Y que otorga eficacia a la sacramentalidad santificadora. Un domingo para valorar el ministerio de Pedro que realiza su sucesor, el Papa.

-La encuesta sobre la fe
Nuestro tiempo se caracteriza por las encuestas en los medios de comunicación. La pregunta y la respuesta siempre han sido y continúan siendo realidades vivas e importantes. Hay preguntas profundas y vitales. Y respuestas que también pueden serlo.

Jesús pregunta hoy a los apóstoles sobre lo que la gente opina de él. Las respuestas denotan una comprensión parcial. Se sitúan únicamente en el reconocimiento de su profetismo. Pero escapan a una justa comprensión de la personalidad de Jesús. Este sondeo tuvo la intención de preparar una pregunta personal y directa a los discípulos. Ahora tienen que definirse. «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Pedro, el primero de los apóstoles, responderá por todos: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».

La pregunta nos la dirige Jesús muchas veces: ¿Quién soy yo? ¿Por quién me tienes? ¿Qué importancia tengo en tu vida? Nuestra respuesta también tiene que ser rápida, sincera y osada: Tú eres la esperanza máxima, tú eres el Hijo de Dios encarnado para salvarnos.

Hemos de dar nuestra respuesta comprometida a Cristo Salvador, el Buen Pastor que da la vida por las ovejas, al Amigo que da la vida por sus amigos. ¡Qué paz responder con sinceridad al Señor y reconocerlo como primero y único en la vida!

-El don de la fe de Pedro
La fe de Pedro es grande. Jesús la alaba. Pero, no es un mérito del apóstol, sino un don de Dios. «Eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo».

El don siempre precede. ¿Qué ha hecho Pedro? Pedro ha cooperado, se ha abierto a la gracia de Dios.

Las palabras de Jesús adquieren un tono trascendente e impresionante: «Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Sobre Pedro creyente se construirá el edificio de la comunidad cristiana. Sobre su fe firme se podrá levantar la casa de Dios.

Pedro será el hombre de las llaves, el que tiene un poder sagrado. Poder referido a la santificación de los hermanos. El atar y desatar son prerrogativas importantísimas destinadas a la vertebración y la comunión del pueblo de Dios.

Pedro será el fundamento visible de esta comunión y dará firmeza a la Iglesia. Todo eso prosigue en la sucesión apostólica.

La tarea de Pedro es importantísima para la Iglesia. La cumple, en la sucesión, el Papa. A través de este ministerio se mantiene viva la predicación evangélica y el testimonio de amor que corresponde siempre a la Iglesia. ¡Agradezcamos el don de Pedro! ¡Valoremos el papel de su sucesor! Y de una manera muy concreta: venerando su persona, acogiendo su ministerio y siendo diligentes en su enseñanza. Recordemos que el Papa, como demuestra el actual con sus actitudes y viajes, tiene la tarea de animar a la Iglesia y hacer de ella una verdadera comunión. Por eso mismo, pensar hoy en Pedro es ser conscientes que somos Iglesia apostólica, fundamentada sobre el colegio apostólico presidido por el Papa.

-Admiración religiosa
La Palabra de Dios siempre provoca nuestra admiración. «¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento el de Dios!», ha dicho san Pablo. Siempre que repasamos sus palabras y sus gestos aparece la inmensidad de su misterio. Nos damos cuenta de su manera clara y amorosa de proceder. No lo comprendemos todo, evidentemente, pero le tenemos una confianza absoluta, porque sabemos que todo sucede para nuestro bien.

Este domingo de agosto es una buena ocasión, al escuchar las lecturas, para recordar la importancia de nuestra fe y de nuestra vida en la Iglesia. Una oportunidad para agradecer los dones que el Señor nos otorga en abundancia. Reconozcamos que su misericordia es eterna. Pidámosle que concluya su obra. Y oremos de una manera especial por el Papa Juan Pablo II: que el Señor le asista siempre en el papel que le ha confiado. Oremos para que todos, unidos al Papa y a los obispos, vivamos una verdadera comunión que sea signo elocuente para todos los hermanos del mundo. Y, como Pedro, digamos a Cristo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.





RECURSOS PARA LA HOMILÍA


Nexo entre las lecturas

Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. La confesión de Pedro en el evangelio concentra nuestra atención en este domingo. Pedro menciona dos verdades fundamentales: la mesianidad y la divinidad de Jesucristo. Es decir, Él es el Mesías, el que había de venir para salvar al pueblo, el ungido del Señor; y Él es el Hijo de Dios. Jesús se dirige a sus apóstoles y les pregunta: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Los apóstoles responden, sin demasiado compromiso, lo que la gente pensaba de Jesús: unos decían que era Juan el Bautista, otros que Jeremías o alguno de los profetas. En efecto, Jesús ya había realizado varios milagros y había ofrecido diversas predicaciones, su fama empezaba a extenderse. Sin embargo, Jesús desea saber cuál es el pensamiento de sus hombres: Y vosotros ¿quién decís que soy yo? La pregunta toca la esencia misma de la relación entre Jesús y sus discípulos. De esta respuesta depende el significado de sus vidas. De esta respuesta depende el sentido del sacrifico que habían hecho al dejar sus bienes y ponerse en seguimiento del maestro. No era, por tanto, una respuesta que se ofrece a la ligera y de modo superficial. Había que meditar antes de hablar. Por ello, debemos agradecer a Pedro su respuesta. Ella orienta todas las respuestas que nosotros ofrecemos a la identidad de Jesús. Debemos agradecer, sobre todo, al Padre del cielo que revela a Pedro la identidad de su Hijo: Tú eres el Mesías el Hijo de Dios vivo. Jesús es el Mesías, es decir, aquel que Dios ha ungido con el Espíritu Santo para realizar la misión de la salvación de los hombres y su reconciliación con Dios. Jesús es quien viene a instaurar el Reino de Dios. El esperado por las naciones. Jesucristo es el Hijo de Dios vivo: en este caso, la palabra: Hijo de Dios, no tiene sólo un sentido impropio en el que se subraya una filiación adoptiva, sino un sentido propio. Es decir, aquí Pedro reconoce el carácter trascendente de la filiación divina, por eso, Jesús afirma solemnemente: esto no te lo ha revelado la carne, ni la sangre sino mi padre que está en el cielo. (EV). No se equivoca Pablo al exponer, después de una larga meditación sobre el misterio de la salvación, que los planes divinos son inefables: qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento de Dios (2L). Efectivamente cuando uno contempla el plan de salvación y comprende, en cuanto esto es posible, que Dios se ha encarnado por amor al hombre, no queda sino prorrumpir en un canto de alabanza y en una disponibilidad total al plan divino. Así, después de su confesión, Pedro recibe el primado: será la piedra de la Iglesia, poseerá las llaves de los cielos.


Mensaje doctrinal

1. Jesús es el Mesías. La palabra Mesías significa “ungido”. En Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de él. Este era el caso de los reyes (cf. 1 S 9, 16; 10, 1; 16, 1. 12_13; 1 R 1, 39), de los sacerdotes (cf. Ex 29, 7; Lv 8, 12) y, excepcionalmente, de los profetas (cf. 1 R 19, 16). Éste debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino (cf. Sal 2, 2; Hch 4, 26_27). El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor (cf. Is 11, 2) a la vez como rey y sacerdote (cf. Za 4, 14; 6, 13) pero también como profeta (cf. Is 61, 1; Lc 4, 16_21). Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey. ( Cf. Catecismo de la Iglesia Católica 436)

Los ángeles anunciaron a los pastores Os ha nacido en la ciudad de Belén un salvador, que es Cristo (el Mesías, el ungido) Señor (Lc 2,11). Jesús es quien el Padre ha santificado y lo ha enviado al mundo. Esta consagración mesiánica manifiesta su misión divina: Jesús ha venido para glorificar del Padre y salvar a los hombres, siguiendo el plan divino. Muchos de sus contemporáneos descubrieron en Jesús al Mesías que había de venir: Simeón, Ana, las gentes que lo aclamaban Hijo de David. Sin embargo, el estilo de Mesías que Jesús encarna choca fuertemente con las esperanzas de los sumos sacerdotes, quienes esperaban un mesianismo de poder político. Ver a un Mesías humilde que habla de pobreza, de sufrimiento, de bienaventuranzas, resultaba para ellos algo incomprensible. Los mismos apóstoles en el momento de la Asunción expresan su esperanza de que Jesús manifieste todo su poder: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?» Hch 1,6. La comprensión del mesianismo de Jesús llego a los apóstoles sólo lentamente y de manera progresiva. Ellos tenían que entrar dentro de sí mismos y meditar toda la ejecutoria de Cristo, tenían que llegar a comprender “que era necesario que el Mesías padeciera y así entrara en su gloria”. Jesús pone un empeño particular en purificar la concepción mesiánica de sus apóstoles. Su misión de Mesías repetirá los pasos del siervo doliente, será necesario que el Mesías sea rechazado por los ancianos, se le condene a muerte y resucite al tercer día. Jesús que, durante su vida había sido reservado al recibir el título de Mesías, cambia de actitud ante la pregunta del Sumo pontífice: «Yo te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios». Dícele Jesús: «Sí, tú lo has dicho. Y yo os declaro que a partir de ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo». Mt 26,64.

¿No es verdad que nosotros, como los apóstoles, tenemos que purificar nuestra concepción sobre Cristo, sobre su misión, sobre su seguimiento? ¿No es verdad que, también nosotros, debemos entrar en el misterio de Cristo y ver queÉl es la cabeza y que nosotros somos sus miembros y que lo que ha tenido lugar en la cabeza, lo reproducirán también los miembros? En el fondo, se trata de descubrir el sentido de la misión de la propia vida, el sentido de la donación por amor en el sacrificio, el sentido del amor a la verdad para dar Gloria a Dios y a los hombres. Da gloria a Dios, éste podría ser el lema de la vida del cristiano. Estás injertado en la vida de Cristo, el ungido, perteneces a un sacerdocio real, eres pueblo de su propiedad, da gloria a Dios con tu vida, con tus sufrimientos, con tus alegrías, con tu muerte.

2. Jesús es el Hijo de Dios. Hijo de Dios, en el Antiguo Testamento, es un título dado a los ángeles (cf. Dt 32, 8; Jb1, 6), al pueblo elegido (cf. Ex 4, 22;Os 11, 1; Jr 3, 19; Si 36, 11; Sb 18, 13), a los hijos de Israel (cf. Dt 14, 1; Os 2, 1) y a sus reyes (cf. 2 S 7, 14; Sal 82, 6). Significa entonces una filiación adoptiva que establece entre Dios y su criatura unas relaciones de una intimidad particular. Cuando el Rey_Mesías prometido es llamado "hijo de Dios" (cf. 1 Cro 17, 13; Sal 2, 7), no implica necesariamente, según el sentido literal de esos textos, que sea más que humano. Los que designaron así a Jesús en cuanto Mesías de Israel (cf. Mt 27, 54), quizá no quisieron decir nada más (cf. Lc 23, 47). (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica 441).

Sin embargo, es distinto el caso que ahora nos ocupa. Cuando Pedro confiesa a Jesús como "el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16) hace una confesión de la divinidad del Mesías. Por ello, Cristo le le responde con solemnidad "no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt 16, 17). Paralelamente Pablo dirá a propósito de su conversión en el camino de Damasco: "Cuando Aquél que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciase entre los gentiles..." (Ga 1,15_16). "Y en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios" (Hch 9, 20). Este será, desde el principio (cf. 1 Ts 1, 10), el centro de la fe apostólica (cf. Jn 20, 31) profesada en primer lugar por Pedro como cimiento de la Iglesia (cf. Mt 16, 18).

Si Pedro pudo reconocer el carácter transcendente de la filiación divina de Jesús Mesías es porque éste lo dejó entender claramente. Los Evangelios narran dos momentos solemnes, el bautismo y la transfiguración de Cristo, en los que la voz del Padre lo designa como su "Hijo amado" (Mt 3, 17; 17, 5). Jesús se designa a sí mismo como "el Hijo Único de Dios" (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna (cf. Jn 10, 36). Pide la fe en "el Nombre del Hijo Unico de Dios" (Jn 3, 18). Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (Mc 15, 39), porque solamente en el misterio pascual es donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título "Hijo de Dios".

El mundo actual también encuentra dificultades para comprender la divinidad de Cristo. En el común de los creyentes parece obscurecerse esta verdad fundamental de nuestra fe. El Credo que rezamos cada domingo afirma la divinidad de Jesucristo: “Creo en Jesucristo Hijo único de Dios. Nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios de Dios luz de luz”. Es necesario que nuestra predicación ayude a las personas a descubrir la maravilla del plan divino y la profundidad de la encarnación. Dios, en su inmenso amor, quiso hacerse uno como nosotros, para llevarnos al Padre.


Sugerencias pastorales

1. Importancia de la catequesis sobre la divinidad de Jesucristo. Los medios de comunicación: periódicos, libros, revistas, televisión, cine etc... ofrecen, no pocas veces, una visión deformada de Cristo. Se le presenta como un hombre magnífico, de grandes ideales, pero un simple hombre cuya doctrina puede parangonarse con la de otros grandes personajes o líderes religiosos, no se dice nada de su divinidad, se esconde o se desvirtúa. Nuestros fieles están expuestos a todo este tipo de información, o mejor, de desinformación. Es, pues, importante, casi urgente, echar mano de todos los medios a disposición, para hacer una adecuada catequesis sobre este punto esencial de la fe. Catequesis infantil que arranca desde el hogar materno, pero que encuentra un momento privilegiado en la catequesis para la primera comunión. Las primeras nociones aprendidas en el hogar materno bajo el calor del hogar, no se olvidan, penetran suave y definitivamente en el alma, y nos acompañan durante todo el derrotero de la vida. Catequesis juvenil donde se plantean los problemas más serios de la vida y se abre el abanico de la existencia. Es el momento en el que se descubre el propio “yo” y se establece un diálogo profundo con Cristo Señor. Catequesis para adultos cuando han pasado ya las primeras etapas de la vida, se han ido cristalizando las posturas y disposiciones del hombre y de la mujer, y la persona se encuentra en un momento de ajustes profundos de su existencia. ¡Cuánto bien haremos al hombre al mostrarle que Cristo, es el Hijo de Dios que vino a la tierra por salvarlo y reconciliarlo con el Padre! Mostrar que Él es la revelación del Padre y que en Él tenemos acceso al cielo, a la vida eterna. Esta es la esperanza que vence cualquier pena y desafío de la vida

2. El amor al Papa. La liturgia de hoy nos invita a incrementar nuestro amor y adhesión al Papa, como sucesor de Pedro y vicario de Cristo. Veamos en él al Buen Pastor, veamos en él a la roca sobre la que se edifica la Iglesia, veamos enél a quien posee las llaves del Reino de los cielos. No lo dejemos solo en su sufrimiento por la Iglesia, acompañémosle, no solo con nuestra oración, sino también con nuestro sufrimiento y con nuestra acción apostólica. Conviene repetir aquí lo que Juan Pablo II dijo a unas religiosas de clausura al inicio de su pontificado: “Yo cuento con vosotras, yo cuento con vuestra oración y sacrificio”. Que el Papa, sucesor de Pedro, pueda contar también con nosotros para la “nueva evangelización”.

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