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martes, 26 de agosto de 2008

XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: EL MENSAJE DEL DOMINGO


El Evangelio de hoy se sitúa inmediatamente después del relato en el que Simón Pedro reconoce a Jesús como el Mesías. Tratemos de desentrañar el sentido de lo que nos dice Jesús, teniendo en cuenta también las otras lecturas de la liturgia eucarística de este domingo [Jeremías 20, 7-9; Salmo 63 (62); Carta de Pablo a los Romanos 12, 1-2].

1.- Empezó a explicarles que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho (…), que iba a ser ejecutado y que resucitaría al tercer día

En el relato evangélico del domingo pasado, inmediatamente después de la confesión de Pedro, quien inspirado por Dios ha reconocido a su Maestro como el Mesías -el Cristo- Hijo de Dios, Jesús mismo les ordena a sus discípulos que no le digan esto a nadie por el momento, para contrarrestar los malentendidos de un falso mesianismo. En el texto de este domingo, Jesús les anuncia su pasión con el fin de mostrarles lo que implica para Él ser el Ungido por Dios su Padre para realizar la salvación de la humanidad.

Y al mismo discípulo a quien poco antes había llamado Pedro (Piedra) para indicar la misión que le encomendaría de ser fundamento de su Iglesia, ahora lo llama Satanás (nombre tomado del hebreo que significa Adversario, Opositor, Enemigo, y es traducido al griego como Diábolos –en español “Diablo”-), mostrando así que su intención de disuadirlo de la pasión era inspirada ya no por Dios, sino por el espíritu del mal.

Jesús no sólo anuncia que va a padecer y ser ejecutado por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas (las autoridades religiosas que lo entregarían al gobernante romano para que ordenara su muerte de cruz), sino también que resucitará al tercer día. De esta forma se refiere a su misterio pascual, que comprende tres momentos: (1) su pasión que culminará en la crucifixión y muerte, (2) la sepultura de su cuerpo en el lugar de los muertos, y (3) su resurrección, que es el paso a la vida nueva de su humanidad glorificada.

2.- “Si alguno quiere ser mi discípulo, olvídese de sí, cargue con su cruz y sígame”

La primera exigencia de ser discípulo de Jesús es renunciar a toda forma de egoísmo y a todo apego o afecto desordenado, para orientar la vida en función del Reino de Dios, al servicio de los más necesitados, contribuyendo así a la construcción de la civilización del amor. Esta exigencia conlleva la segunda: cargar con la propia cruz, o sea asumir todo lo que implica esa orientación de servicio en términos de una disposición a dar la vida misma. Y la tercera exigencia es seguirlo a Él: adherirse a su Persona e identificarse con sus enseñanzas hasta las últimas consecuencias.

La cruz, que hoy es para nosotros la señal de nuestra identidad como seguidores de Jesús, era hace veinte siglos el patíbulo en el cual el imperio romano hacía morir a quienes se sublevaban contra su poder. Jesús iba a ser condenado a este patíbulo como consecuencia de haberse puesto al servicio de los oprimidos, los necesitados, los marginados y excluidos, siendo así una persona incómoda para quienes explotaban a los demás en función de sus intereses egoístas.

El profeta Jeremías se nos presenta en la 1ª lectura como una prefiguración de Jesucristo. Unos seis siglos antes, aquel profeta había tenido que padecer por cumplir su misión de proclamar la palabra de Dios, que, como él mismo dice, lo había “seducido”. También nosotros, si queremos ser fieles a esta misma palabra, y más concretamente a la Palabra de Dios hecha carne que es nuestro Señor Jesucristo, tenemos que disponernos a todas las consecuencias que implica la decisión de ser sus discípulos.

3.- “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?”

La vida eterna es el ideal supremo que debe orientar todas nuestras decisiones. Jesús nos propone revisar nuestras actitudes, de modo que no perdamos el sentido último de nuestra existencia. Otras traducciones de texto bíblico dicen “si pierde su alma”, o “si se pierde a sí mismo”. Se trata, en definitiva, de aquello que constituye nuestro ser sustancial, en comparación con lo cual todo lo demás es accesorio y secundario. ¡Cuántas personas, dejándose llevar por el afán de las riquezas, del prestigio y de la ambición de dominio sobre los demás, pierden el sentido de su vida, reduciéndola a lo caduco de este mundo, y cerrándose así a la posibilidad de ser eternamente felices!

En el texto bíblico correspondiente a la 1ª lectura, el apóstol san Pablo les escribe a los primeros cristianos de la comunidad de Roma: “… no se ajusten a este mundo, sino transfórmense por la renovación de la mente, para que sepan discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”. Y el autor del salmo responsorial le dice a Dios: “Tu amor vale más que la vida” (más que la vida material y pasajera de este mundo). Al final del Evangelio Jesús anuncia su venida gloriosa: “el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta”. Dispongámonos a estar siempre preparados para este encuentro definitivo con Cristo Resucitado después de nuestra existencia terrena, y pidámosle su gracia para ser sus verdaderos seguidores cumpliendo como Él la voluntad de Dios Padre, de modo que podamos lograr, desde ahora mismo, la felicidad eterna.-

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