- 1 -
Así pensamos los hombres:
El enviado de Dios
lo tendrá todo.
¡No puede fracasar!
¡Dios no lo permitirá!
Dios quiere que todos se salven,
razonamos con acierto.
Por lo tanto, concluimos,
el que viene de Dios
tendrá palabra clara,
un discurso brillante,
arrastrará,
convencerá;
será tan persuasivo
que pondrá a todos a sus pies
como discípulos obedientes.
Sus obras tendrán el sello de Dios;
de lo contrario,
¿cómo se podrá saber
que lo que predica
es lo mismo que Dios quiere?
«A ver, señales»,
pedimos golpeando una mano con otra,
con tono imperativo.
– «Tú no puedes fracasar,
Dios está de tu parte»,
le dice Pedro a Jesús,
repitiendo el pensamiento de los hombres.
– «Quítate de mi presencia, Satanás»,
replica Jesús a Pedro,
tan ajeno al pensamiento de su Padre.
El enviado de Dios
subirá a Jerusalén,
lo rechazará el pueblo
y lo encarcelarán los grandes.
Se quedará solo.
Dios mismo está ausente.
No tendrá un fin dichoso:
será condenado a muerte.
Dios piensa que es bueno
que el hombre muera de amor,
entregado,
derramado,
como el vino de una copa,
como el pan que se comparte.
Jesús tiene otro futuro
distinto del que pregonan
la sugerencia del Diablo
o el intento del discípulo
por sacarlo del abismo.
- 2 -
El hombre que quiera el triunfo
ya sabe a qué atenerse:
pisar firme,
levantar el polvo,
imponer su ritmo,
desplazar a quien estorbe,
dar codazos;
arrimarse a buen árbol,
montarse sobre los otros,
explotarlos.
El que quiera vivir,
–es el pensamiento de los hombres–,
que acumule dinero,
que se apropie de los bienes;
que coma en buena mesa,
que se vista buen traje,
que beba whisky,
lo pase bien
y se ría de la gente.
¡Se es feliz,
–lo repite todo el mundo–,
con la cartera llena
y sin problemas en las cuentas corrientes!
Los criterios para triunfar
ya están escritos en libros:
sangre fría,
cabeza en su sitio,
marcar al otro,
no darle respiro;
estar con el poder –¡siempre!–,
alcanzar prestigio.
Gastar media vida en tener imagen
y otra media en mantener su brillo;
hacer alianza con quien da,
desmarcarse de lo que sea un compromiso.
¡Así son los pensamientos de los hombres,
mientras siembran de canas su corazón
y se mueren de infarto
entre tanto pensar y tanto lío!
Dios tiene otro pensar:
sabe que es feliz,
el que ama al otro
y se olvida de si mismo.
Tiene vida
el que es capaz, por amor,
de entregarse al necesitado,
de jugarse su prestigio.
Dios lo sabe:
vive, el que muere,
tiene, el que da,
recibe, el que comparte,
halla, el que pierde.
En una palabra,
y para resumirlo:
Sed sensatos,
pensad cómo Dios lo hace:
¿De qué sirve vivir a tope,
si estamos muertos?
Y si no alcanzamos la vida,
¿para qué tanto ajetreo?
Así pensamos los hombres:
El enviado de Dios
lo tendrá todo.
¡No puede fracasar!
¡Dios no lo permitirá!
Dios quiere que todos se salven,
razonamos con acierto.
Por lo tanto, concluimos,
el que viene de Dios
tendrá palabra clara,
un discurso brillante,
arrastrará,
convencerá;
será tan persuasivo
que pondrá a todos a sus pies
como discípulos obedientes.
Sus obras tendrán el sello de Dios;
de lo contrario,
¿cómo se podrá saber
que lo que predica
es lo mismo que Dios quiere?
«A ver, señales»,
pedimos golpeando una mano con otra,
con tono imperativo.
– «Tú no puedes fracasar,
Dios está de tu parte»,
le dice Pedro a Jesús,
repitiendo el pensamiento de los hombres.
– «Quítate de mi presencia, Satanás»,
replica Jesús a Pedro,
tan ajeno al pensamiento de su Padre.
El enviado de Dios
subirá a Jerusalén,
lo rechazará el pueblo
y lo encarcelarán los grandes.
Se quedará solo.
Dios mismo está ausente.
No tendrá un fin dichoso:
será condenado a muerte.
Dios piensa que es bueno
que el hombre muera de amor,
entregado,
derramado,
como el vino de una copa,
como el pan que se comparte.
Jesús tiene otro futuro
distinto del que pregonan
la sugerencia del Diablo
o el intento del discípulo
por sacarlo del abismo.
- 2 -
El hombre que quiera el triunfo
ya sabe a qué atenerse:
pisar firme,
levantar el polvo,
imponer su ritmo,
desplazar a quien estorbe,
dar codazos;
arrimarse a buen árbol,
montarse sobre los otros,
explotarlos.
El que quiera vivir,
–es el pensamiento de los hombres–,
que acumule dinero,
que se apropie de los bienes;
que coma en buena mesa,
que se vista buen traje,
que beba whisky,
lo pase bien
y se ría de la gente.
¡Se es feliz,
–lo repite todo el mundo–,
con la cartera llena
y sin problemas en las cuentas corrientes!
Los criterios para triunfar
ya están escritos en libros:
sangre fría,
cabeza en su sitio,
marcar al otro,
no darle respiro;
estar con el poder –¡siempre!–,
alcanzar prestigio.
Gastar media vida en tener imagen
y otra media en mantener su brillo;
hacer alianza con quien da,
desmarcarse de lo que sea un compromiso.
¡Así son los pensamientos de los hombres,
mientras siembran de canas su corazón
y se mueren de infarto
entre tanto pensar y tanto lío!
Dios tiene otro pensar:
sabe que es feliz,
el que ama al otro
y se olvida de si mismo.
Tiene vida
el que es capaz, por amor,
de entregarse al necesitado,
de jugarse su prestigio.
Dios lo sabe:
vive, el que muere,
tiene, el que da,
recibe, el que comparte,
halla, el que pierde.
En una palabra,
y para resumirlo:
Sed sensatos,
pensad cómo Dios lo hace:
¿De qué sirve vivir a tope,
si estamos muertos?
Y si no alcanzamos la vida,
¿para qué tanto ajetreo?
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