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sábado, 1 de noviembre de 2008

Evangelio Misionero del Día: Domingo 02 de Noviembre de 2008

Por CAMINO MISIONERO


Lectura del santo evangelio según san Juan 14,1-6

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- No perdáis la calma: creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias, y me voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.
Tomás le dice:
- Señor, no sabemos dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?
Jesús le responde:
- Yo soy el camino, y la verdad y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí.

Compartiendo la Palabra
Por Pedro Garcia, cmf

No podemos negar que este Día de los Difuntos tiene en nuestros pueblos americanos una raigambre muy profunda. Su celebración mueve grandes masas hacia los cementerios. Las iglesias respiran una devoción desacostumbrada. Y en los hogares se recogen las familias haciendo un recuerdo muy cariñoso de los seres queridos que nos dejaron.
Bellas costumbres, que dicen mucho de la religiosidad de nuestras gentes, de su fe en la vida eterna y del amor que reina entre los miembros de la familia latinoamericana.
No es exclusivo de la fe católica este culto por los difuntos, ya que todos los pueblos, cada uno a su manera y según sus creencias, recuerda, reverencia y honra a sus muertos. Pero la fe de la Iglesia, sostenida siempre por el Espíritu Santo, sabe imprimir a ese culto natural un sello singular del todo.
Nosotros sabemos que los difuntos pertenecen a la comunidad de los hombres y especialmente a la comunidad cristiana. Sus cuerpos están en el sepulcro, pero sus almas permanecen intactas y están ligadas indisolublemente a nosotros.
La fe en la resurrección nos dice que, si se rompieron los lazos mortales, los lazos del amor siguen intactos y son irrompibles. Amamos a nuestros difuntos y ellos nos siguen amando a nosotros, piden por nosotros y nos esperan en su compañía.
Ellos y nosotros estamos convencidos de que nuestra separación es temporal nada más y muy breve, y que el encuentro que nos espera nos unirá para siempre en la misma felicidad de Dios. Todo esto lo sabe nuestro pueblo muy bien. Y este Día de los Difuntos, en vez de tristeza, llena nuestras almas de una paz y de una dulzura verdaderamente exquisitas.
Pero este día nos ofrece la ocasión de avivar nuestra fe en la vida eterna. Si prescindimos de la fe, no nos explicaremos fácilmente esas manifestaciones peculiares del culto a los Difuntos en nuestras tierras. Y podríamos decir que la celebración de este día se cifra en estos cuatro puntos:
Es un recuerdo cariñoso.
Es una ayuda recíproca.
Es una lección amorosa.
Es una esperanza firme.
Ante todo, es un recuerdo cariñoso. Ha desaparecido ya de la Iglesia la costumbre de celebrar los cultos funerarios con aires de dolor o de tristeza. ¿A qué venían aquellas vestiduras negras antipáticas? ¿A qué aquellos cantos lastimeros?... El culto de los muertos rezuma hoy esperanza, gozo, alegría santa. Porque en la muerte del cristiano estamos celebrando la muerte y la resurrección del Señor Jesucristo.
El que se ha ido de entre nosotros ha muerto con Cristo y está unido ya indisolublemente al Señor Resucitado. ¿Qué el cuerpo está confiado a la madre tierra? No importa. La tierra lo devolverá un día lleno de vida y de esplendores, configurado con el cuerpo de Jesucristo, tal como se manifestó, como un anticipo de la gloria, en la cima del Tabor.
Este recuerdo de nuestros Difuntos está unido a la ayuda mutua que nos prestamos nosotros y ellos. Sabemos por nuestra fe que en el Cielo no entra nada manchado. El pecado más ligero nos impediría por siempre contemplar el rostro de Dios. Por eso Dios, en su providencia y amor, purifica a las almas de los Difuntos hasta que están limpias del todo y se hacen dignas de la gloria. Esa purificación (justamente llamada Purgatorio) tiene que ser por fuerza dolorosísima. Y nosotros, con nuestras oraciones (y sobre todo con el Sacrificio de Cristo, que se renueva incesantemente en el Altar y que nosotros ofrecemos por las almas benditas), les ayudamos en su purificación y les aceleramos su entrada en el Cielo. Como nadie ha roto nuestra unión con ellas, esas almas, agradecidas, ruegan por nosotros y nos atraen de Dios gracias muy especiales. La ayuda mutua que nos prestamos nos favorece a nosotros tanto como a ellas.
Hoy, al recordar a nuestros Difuntos, recordamos y refrescamos esa lección que nos sabemos muy de memoria, como es la de la vida eterna. No estamos hechos para este mundo que pasa, sino para otro que no termina. Aunque nuestra vida de aquí es querida por Dios y tiene valores muy grandes, diríamos que es una vida provisional. Está orientada a otra vida, a la vida eterna en el seno de Dios.
En este día se convierten nuestros Difuntos en los mejores maestros que avivan nuestra fe en la vida futura. Ellos nos dirigen su voz misteriosa pero inconfundible: ¡Venid, venid!, y nosotros les respondemos esperanzados en un encuentro definitivo: ¡Ya vamos, ya vamos!...
De este modo, una celebración como ésta se convierte en un triunfo de la esperanza cristiana. Al leer en los Hechos de los Apóstoles el martirio de Esteban, del que dice el libro sagrado que se durmió, no que murió, nos preguntamos: ¿Sólo Esteban se durmió, y mueren los demás cristianos? ¿O no se muere ningún cristiano, porque sencillamente se queda dormido?... Los cristianos primeros cambiaron para sus difuntos el nombre de las
necrópolis (ciudades de los muertos) por el de cementerios: dormitorios.
¿Pensamos que no sabían bien lo que se decían?...
¡Señor Jesucristo, vida y resurrección nuestra!
Al conmemorar hoy a nuestros Difuntos, en realidad te estamos celebrando a ti mismo en tu Resurrección triunfal. Nuestros seres queridos están contigo en el seno de Dios, y nosotros lo
vamos a estar un día también. ¡Qué poco miedo nos da la muerte cuando pensamos en ti, Señor Jesús!...

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