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sábado, 1 de noviembre de 2008

Fieles Difuntos: La Muerte de Jesús y la nuestra


Marcos 15,33-39;16,1-6
Publicado por Fundación Epsilón

V. 33. Al llegar el mediodía, tinieblas cubrieron la tierra entera hasta media tarde.

Siguiendo el cómputo romano, la segunda hora que Mc señala con relación a la crucifixión es la "hora sexta", es decir, el mediodía. Al llegar esa hora aparecen las tinieblas, sin que se mencione ningún agente externo de las mismas (no es Dios quien las envía). Que su sentido es simbólico se deduce de la imposibilidad de que en tiempo de Pascua, que era época de luna llena, se produjese tal fenómeno. En este momento de la pasión de Jesús, la alusión a dos textos del AT aclara el significado de las tinieblas.

En primer lugar, la hora que se señala, el mediodía, alude a Am 8,9-10: "Y sucederá aquel día, dice el Señor Dios, que el sol se pondrá a mediodía y que la luz se oscurecerá sobre la tierra en pleno día. Convertiré vuestras fiestas en duelo, vuestros cantos en lamento; vestiré de sayal toda cintura y de calvicie toda cabeza, y haré de él como el duelo de un hijo bienamado y de los que están con él como un día de dolor.

El texto de Amós, cuyo contexto no es claro, no habla propiamente de un juicio, sino más bien de un castigo particular, que produce una enorme decepción: la fiesta se convierte en dolor y amargura. Según el estilo profético, la acción se atribuye a Dios, aunque en realidad, se trata de acontecimientos históricos.

Este texto ofrece un significado para el de Mc. Ante todo, identifica el día de la crucifixión como "el día de Yahvé" y en él sucede un imprevisible contratiempo: el día deja de serlo y todo lo planeado de antemano resulta al revés; el gozo por el triunfo se transforma en duelo y lamento. Es decir, la muerte de Jesús, que sus enemigos habrían querido celebrar como una fiesta, no va a dar los frutos que ellos esperan. Estaban seguros de que, eliminando a Jesús y su denuncia de la opresión, el movimiento suscitado por él se extinguiría y que podrían continuar explotando al pueblo sin trabas. Las tinieblas indican todo lo contrario. Sus planes van a fracasar. Al mismo tiempo, advierten a los que han condenado a Jesús y, mas en general, a todos los enemigos del hombre, que se han enfrentado con Dios.

El segundo indicio para la interpretación del texto de Me es la duración de las tinieblas: "tres horas", es decir, de "la hora sexta" (el mediodía) a "la hora nona" (basta media tarde), alu­diendo a los tres días que duraron las que precedieron la salida de Egipto (Ex 10,22: "Una densa tiniebla cubrió toda la tierra de Egipto durante tres días")1598. Las tinieblas anuncian, pues, que, contra la expectativa de sus verdugos, la muerte de Jesús será liberación para los oprimidos. La acción de Jesús no acabará con su muerte, y su fruto, como se anunció en Me 10,45 ("por­que tampoco el Hijo del hombre ha venido para ser servido, sino para servir y para dar la vida en rescate por todos"), será la libertad ofrecida a todo el género humano: los esclavos o escla­vizados podrán dejar de serlo.

La expresión la tierra entera tiene el sentido de universali­dad que corresponde a la liberación que va a ser ofrecida,

Los dos significados de las tinieblas están íntimamente rela­cionados. La liberación o rescate que la muerte de Jesús ofre­cerá al género humano va a tirar por tierra los planes de la amplia conspiración que se ha ido tramando para acabar con él: el éxito de los enemigos de Jesús y del ser humano se con­vertirá en fracaso, y el aparente fracaso de Jesús abrirá para la humanidad un horizonte de libertad y plenitud hasta entonces desconocido.


Clamor de Jesús

V. 34. A media tarde clamó Jesús con gran voz "Eloi, Eloi, lema sabaktani" (que traducido significa "Dios mío, Dios mío ¿para qué me has abandonado"?).



Nueva referencia cronológica que repite la que ponía término a las tinieblas: a media tarde (lit. "a la hora nona".



Han pasado las tinieblas, que anunciaban el fracaso de los pla­nes de los enemigos del hombre sobre Jesús; tras ellas, se eleva con gran voz el clamor de éste. Para interpretar su sentido hay que tener en cuenta las numerosas alusiones a otros textos del evangelio, los contrastes y las relaciones que presenta con la oración de Jesús en Getsemaní, y el hecho de que sus palabras reproduzcan el comienzo del salmo 22.



Las alusiones



- La primera alusión es a 1,3, único pasaje anterior en que aparece el solemne verbo "clamar". En aquel pasaje la voz profética (Juan Bautista) exhortaba a "preparar el camino del Señor (el Mesías, Jesús), a enderezar sus senderos"; el cla­mor indicaba la importancia y la urgencia de esta labor. En el pasaje de la cruz, al final del camino, se constata que éste no ha sido preparado ni los senderos enderezados; Jesús muere expulsado de su sociedad, que lo rechaza y no se enmienda de su praxis injusta. Gravísima acusación de Me a la sociedad ju­día de su tiempo, resumen de todo lo expuesto en la narración evangélica; en particular, de la traición de los dirigentes.

- Como en otras ocasiones (5,41; 7,34; 10,46b; 14,36; 15,22), la cita de términos arameos indica que este clamor se refiere de algún modo a Israel: expresa, como se verá, el desconcierto y el dolor de Jesús por el fracaso de su misión con el pueblo judío.

- Solamente en tres pasajes del evangelio se explícita que la equivalencia del texto arameo en griego es una traducción (5,41; 15,22. 34). El hecho de que la primera vez esta anotación se encuentre en el episodio de la hija de Jairo, donde, por la acción de Jesús, la muerte se revelaba como vida (5,39: "La chi­quilla no ha muerto, está durmiendo"), traslada este sentido a los otros dos pasajes, en particular, al que comentamos; es decir, tras el clamor desgarrador de Jesús se esconde una realidad de vida.

Por otra parte, los contrastes y las relaciones entre este grito de Jesús y su oración en Getsemaní (14,36)1602 son los siguien­tes:

- Allí Jesús se dirigía a Dios como Padre (Abba, "Padre"), apelando a su íntima relación con él como Hijo. En la cruz, en cambio, lo invoca con la fórmula: Dios mío, Dios mío, es decir, no en su calidad de Hijo, sino como un israelita fiel. Jesús se pone al nivel de todos los que han sufrido injustamente. La repetición del apelativo subraya la fidelidad: el que invoca es un hombre que no ha tenido más Dios que éste y que nunca se ha separado de su camino.

- En Getsemaní pedía Jesús al Padre que apartase de él aquel trago (lit. "esta copa"), es decir, que le evitase la prueba dolorosa que iba a pasar. En la cruz, Jesús no pide nada, sólo formula una pregunta que delata extrañeza: hay algo que no entiende. La traducción griega hecha por Mc de la partícula aramea lema da a ésta en primer lugar un sentido final: ¿para qué?, ¿con qué objeto Dios lo ha abandonado en manos de sus enemigos? No ha impedido el desprecio y el suplicio de su Hijo; según toda evidencia, Israel y sus dirigentes siguen rechazándolo e incluso se burlan de su humillación y su sufrimiento. Ese pueblo, que rechaza a Jesús y, con él, a Dios, va a la ruina. Esa es la tragedia: Israel se pierde. La pregunta de Jesús revela su amor a ese pueblo. ¿De qué va a servirle esta muerte?.

- En Getsemaní, venciendo la tentación, Jesús confió plenamente en el designio del Padre, pero su oración no concluyó allí, se prolonga hasta el final de su vida. Aquella aceptación no suprimió su dolor ni su angustia, que vuelven a aflorar en este grito desde la cruz. Jesús no se explica la finalidad de su pasión y muerte, que desembocan en el fracaso rotundo de su misión con Israel y que parecen dar al traste con toda su obra.

Hay que notar, por último, que Jesús no improvisa su clamor, sino que hace suyas las palabras del salmo 22/21,2, queja proverbial del justo perseguido, acosado, que muestra al mismo tiempo su adhesión incondicional a Dios y su estado de abandono. Palabras tantas veces pronunciadas, sin duda, por otros, que constituyen la oración de Jesús en la cruz. Mc pone en labios de Jesús el Sal 22,2 primero en arameo y ofrece después su traducción griega. Nótese que el comienzo del Sal 22 es úni­co en todo el salterio como expresión del abandono por parte de Dios, y extremadamente sorprendente en cuanto no sólo se afirma este abandono, sino que se subraya ante todo la incom­prensión frente a él.

Para comprender en profundidad el contenido del grito de Jesús, hay que considerar el contexto global en que se integran su vida y su muerte. Este contexto es el plan de Dios, expresión de su amor a la humanidad, que consiste en que el ser huma­no, mediante la práctica del amor, alcance la plenitud de vida, que desarrolle todas las potencialidades que ha recibido en su creación.

Ahora bien, condición sine qua non para el amor es la liber­tad. Si el hombre no fuera libre, sería un ser programado, sin decisión personal y sin posibilidad de crecimiento; no podría responder voluntariamente a la invitación de Dios a secundar su plan, ni aportaría nada propio y decisivo a sus semejantes; sería, por tanto, incapaz de amar y, en consecuencia, no podría desarrollarse ni llegar a su plenitud.

Pero la libertad del hombre es finita y, por lo tanto, imper­fecta. Por eso el ser humano puede usar mal de ella y buscar fines opuestos al amor, que no contribuyen a su verdadero cre­cimiento y maduración; al contrario, lo impiden. De hecho, en la humanidad, el plan de Dios encuentra obstáculos aparente­mente insuperables: el egoísmo, la búsqueda del propio interés por encima del bien común, la codicia, la competitividad con los otros, la ambición de riqueza y poder, el afán de prestigio social, etc., que llevan todos ellos al desprecio y a la explotación de los demás, en particular de los más débiles, impidiendo su desarrollo humano y privándolos incluso del derecho a la Vida y a una vida digna.

La infinita compasión de Dios por el ser humano no podía resignarse a ver esta situación sin actuar. De ahí la lucha del amor de Dios contra el mal en el mundo. Pero esta lucha no se realiza desde fuera, con intervenciones extrínsecas y puntuales de Dios que, prescindiendo de la libertad humana, irían modi­ficando el curso de la historia. El único camino a su alcance es el de revelar su amor a los hombres, un amor que es más fuerte que el mal y que les da la experiencia de la vida plena y la se­guridad del triunfo final de ésta. Él, que es puro amor, no podía actuar como un Dios prepotente, impositivo, amenazador, cuya acción disminuiría y humillaría al hombre. Dios actúa desde dentro, desde el interior de los seres humanos que se abren a su Espíritu y secundan su acción. A través de ellos se canaliza el continuo esfuerzo divino por ofrecer a la humanidad una salida de la situación de infelicidad y de sufrimiento en que se encuentra, por liberarla de sus esclavitudes, de sus miserias y de sus miedos, y por comunicarle vida plena.

Históricamente, la revelación del amor de Dios se realiza ple­namente en Jesús, el hombre dispuesto a entregarse hasta el fin por el bien de todos sus semejantes. Dios le comunica su vida (Hijo), lo potencia con su Espíritu-amor y le encarga in­fundirlo en la humanidad (1,8). Tal es la misión de Jesús, a la que se comprometió en el Jordán (1,9-13): revelar el amor de Dios hasta el fin, para que la humanidad lo acepte y tenga vida. Pero la injusticia que reina en la sociedad humana impide la manifestación del amor divino; por eso Jesús, el Hombre pleno, tiene que asumir la tarea de liberar al ser humano de todas sus alienaciones, de mostrarle cuál es su verdadera meta y ayudarle a alcanzarla. De ahí que la actividad de Jesús haya consistido, primor­dialmente, en quitar los obstáculos que impedían al hombre alcanzar su meta. Ha curado enfermedades, se ha enfrentado a cuantos pretendían hacer de la Ley un absoluto, eliminando el legalismo y poniendo el bien del hombre por encima de todo, se ha esforzado por liberar de la opresión, por suprimir marginaciones, por procurar y fomentar la iniciativa y creatividad del ser humano, por desterrar fanatismos, por crear igualdad y solidaridad, por ir abriendo en la historia caminos a la justicia y a la fraternidad, por hacer presente en ella el reinado de Dios; en definitiva, por mostrar el rostro de un Dios que quiere ser amado en sus criaturas y cuyo designio es la felicidad y el ple­no desarrollo de sus hijos. Y todo eso ha sido rechazado por los dirigentes de Israel y, tras ellos, por el pueblo. Jesús ha sido desechado por los suyos como un indeseable, despreciado, in­sultado, entregado al poder pagano y condenado a muerte. En este momento de máxima desolación dirige a Dios su pregunta sobre la utilidad de su entrega.

Sin embargo, esa entrega sin regateo tiene un sentido. Había que demostrar al mundo que el amor de Dios es más tenaz que el mal, que no cede ante los obstáculos, que está dispuesto a sufrirlo todo, a perder su prestigio ante el mundo, a ser él mismo despreciado por inútil, con tal de no desmentirse como tal amor. Dios ha abandonado a Jesús en manos de sus enemigos, pero, al mismo tiempo, se ha abandonado él mismo al juicio de los hombres. Ante ellos, será un Dios inútil e impotente, incapaz de salir en defensa de su Mesías; tiene que soportar que los que él ama sean maltratados. Todo el oprobio, el desprecio que experimenta Jesús, recaen sobre el Padre. Todos podrán preguntar a Jesús: "¿Dónde está tu Dios, el Dios que es incapaz de ayudarte?" (cf. Sal 42/41,4.11). Un Dios que no se impone a sus adversarios, que se deja derrotar por ellos, es un Dios des­acreditado ante la sociedad humana. A los ojos de los hombres, ese Dios no sirve. '" . :

Aparece así lo incomprensible del amor de Dios. Es incom­prensible que Dios tenga que aparecer como débil e impotente, incluso para defender a los suyos. Él no coarta la libertad huma­na con imposiciones, castigos o amenazas; prefiere dejarse hu­millar, hacerse vulnerable, arriesgarse incluso a que el hombre dude de su existencia. Pero sólo un amor como el suyo, que no se desdice ni siquiera ante el rechazo o la negación, es capaz de vencer el mal y derrotar a la muerte.

El cambio en la idea de Dios que se revela en la pasión de Jesús es de tal magnitud que pocos pueden aceptarlo y muchos lo considerarán blasfemo. Nunca se había concebido un Dios

que no se identificase con el poder, y con un poder supremo y absoluto. Que por respeto al hombre, por no privarlo de su posibilidad de crecimiento, Dios sea débil e impotente ante un "no" de la libertad humana, que la eficacia de su amor esté a merced del arbitrio del hombre, era algo absolutamente impensable.

Pero si Dios irrumpiera en la historia para cambiar el rumbo de los acontecimientos, inutilizaría la libertad de los hombres, haría un mundo mecánico, de marionetas. El hombre dejaría de ser tal y su crecimiento y maduración quedarían impedidos. Sería un mundo fracasado. De hecho, siendo libre es la única manera como el hombre puede crecer, y la gloria de Dios Crea­dor es que su criatura crezca hasta "el máximo. Si suprimiera la libertad, destruiría al hombre. Por eso Dios no puede forzarla, porque es amor; si lo hiciera, dejaría de serlo. El hombre puede destruirse a sí mismo, pero Dios nunca destruirá al hombre.

Los sucesos siguen, pues, la lógica de la libertad humana; los dirigentes, por defender su posición, rechazan al Mesías; los "hombres" (9,31), instalados en su mediocridad, no toleran el modelo de plenitud humana que encarna el "Hijo del hombre".

Ahora bien, el mal uso de la libertad humana produce innu­merables dolores e iniquidades, que reclaman una respuesta. También aquí se inserta la pregunta de Jesús. No ha sido él la única víctima de la injusticia. Al tomar en sus labios el inicio de aquel salmo bien conocido, se pone al nivel de los que antes de él han sufrido injustamente; pronuncia la queja ancestral del inocente condenado, del justo perseguido y abandonado. Je­sús, que está pasando por -ese desgarro, se hace paradigma de todos los que en la historia han sufrido el desprecio, la persecu­ción y la injusticia; asume la identidad de todos ellos. Encama y hace suyo todo ese dolor anterior a él, que viene desde el fondo de la historia, pero que no tuvo respuesta en ella. En un acto supremo de amor a la humanidad doliente, se hace la voz de los que no tuvieron voz. De ahí la añadidura de Me: con gran voz. Su clamor personal contra el mal y la injusticia va asociado al de todos.

Pero él, que está pasando por el suplicio, el escarnio y la im­potencia, aunque no ve el fruto de su labor, sigue confiando en el Padre, y quiere dar respuesta a todos los perseguidos y humilla­dos sin razón. Por eso sus palabras en la cruz no son un grito de desesperación dirigido a Dios, sino una afirmación insistente de Dios mismo (Eloi, Eloi... Dios mío, Dios mío) en el momento en el que se le experimenta como un Dios desconcertante, que parece haber abandonado al justo a su suerte. En la persona de Jesús crucificado Dios comparte el sufrimiento de todos y nos asegura que ni el mal, ni la injusticia, ni el dolor tienen la última palabra; la palabra última, que es palabra de Vida, la pronuncia él.

La pregunta de Jesús (¿para qué me has abandonado?) se re­fiere al fracaso de su misión y al aparente triunfo de la injusticia; no está en cuestión su éxito personal, porque él sabe que, junto al Padre, fuente de la vida, tiene vida para siempre. Desde esta convicción se identifica con todas las víctimas del desamor humano, para incorporarlas a su destino de vida. La injusticia no es definitiva, ni Dios olvida. Él contempla todo el arco de la vida del hombre, no sólo la parte que se desarrolla en este mundo, sino también la que se expande en el mundo divino. Todo lo que obstaculiza el crecimiento de la vida e impida su expansión, será superado; si se interpone la muerte física, ésta será vencida. Hay una dimensión y un fruto personal que no dependen de los logros del hombre solo ni de su triunfo exter­no. De ahí que el éxito o el fracaso no puedan ser calibrados solamente con los ojos de este mundo.



El vinagre

35-36 Algunos de los presentes, al oírlo, dijeron "Mira, a Elías está llamando". Uno echo a correr y empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña y le ofreció de beber, diciendo: "Dejad, a ver si viene Elías a descolgarlo"



El término "los presentes" designaba antes a los que, en el patio del sumo sacerdote, acusaban a Pedro (14,69-70); ahora, a los que están junto a la cruz y, por su reacción, son enemigos del crucificado. El texto no determina la identidad ni de los que se burlan de las palabras de Jesús (Algunos de los presentes, al oírlo, dijeron..?), ni del que le ofrece de beber vinagre (.Uno... le ofreció de beber). Los primeros, por su conocimiento de la per­sona de Elías, parecen ser judíos; el segundo, por la bebida que le ofrece, podría ser un soldado. Pero Me no especifica nada de esto. Como se ha notado, en todo el episodio del Calvario deja ambigua la calidad de los agentes, sin distinguir entre ju­díos y paganos. La humanidad en su conjunto está crucificando a Jesús, y por ella se derrama su sangre (14,24: "que va a ser derramada por todos").

La escena compendia de algún modo los ultrajes anteriores, pues reúne la burla de palabra y la crueldad en la acción. En primer lugar, los presentes, en son de mofa, interpretan las pa­labras de Jesús como si fueran una llamada a Elias, para que acuda en su auxilio. Según el relato legendario (2/4Re 2,11), Elías fue arrebatado al cielo en un carro de fuego. En el judaísmo se especuló mucho sobre la vuelta del profeta, que, según la doctrina de los letrados (9,11), debía preceder la llegada del Mesías para preparar su triunfo (cf. Mal 3,23)1629. En vista de que los siglos pasaban y Elías no retornaba, la mención de su vuelta ("cuando vuelva Elías") pasó a ser proverbial para indicar un suceso que no llegaría nunca.

Este es el trasfondo del dicho de los presentes. Ven en el gri­to de Jesús la confesión de su fracaso como Mesías y el deseo de ser liberado del suplicio. Al interpretar las palabras de Jesús como una llamada a Elias, quieren trasmitir al crucificado que toda esperanza es vana. Se ríen de su grito: no hay salida a su situación.

Uno de los presentes, en nombre de todos los que se burlan del crucificado, pasa a la acción: empapa de vinagre una es­ponja y la sujeta a una caña para dar de beber a Jesús. ¿Qué pretende con su gesto?, ¿prolongar el suplicio del crucificado, dándole tiempo, irónicamente, a que intervenga Elías? o ¿ace­lerar su muerte, dándole de beber?. Más bien, parece que esto último: con su ofrecimiento pretendería poner fin a la vida de Jesús, sin darle tiempo a esperar nada. En todo caso, está cla­ro que no se trata de un acto de compasión, sino de un gesto de oprobio, que recuerda, de algún modo, las palabras del Sal 69/68,22b: "para mi sed me dieron a beber vinagre"1637. Con esta probable alusión, insiste Me en presentar a Jesús crucificado como el justo sufriente por excelencia.

Junto con su gesto, el individuo en cuestión repite la burla sobre Elías ('.Dejad, a ver si viene Elías a descolgarlo), como diciéndole a Jesús, de modo sarcástico, que no va a tener tiempo de esperar quien lo socorra; quiere darle la última prueba de su impotencia, fracaso y abandono. Unos y otros, en vez de mos­trar algún atisbo de piedad ante el grito desgarrador de Jesús, se ceban en la última crueldad y desean su fin; no hay compasión en esta tierra para él.

Jesús no llega a beber, no acepta que otros le quiten la vida; a pesar de las apariencias, él es quien la ofrece voluntariamen­te.



Muerte de Jesús y sus efectos



Para interpretar adecuadamente los w. 37-39, que describen la muerte de Jesús y sus efectos, hay que tener en cuenta el estrecho paralelo que establecen con la escena del bautismo de Jesús (1,10-11).

Los elementos análogos en ambos pasajes son tres, dispues­tos en orden inverso (a, b, c, c', b', a'); cada terna acaba con una declaración de sentido coincidente acerca de Jesús (d, ,d').

1,10-11: En el Jordán (compromiso asumido)

a) vio (Jesús)

b) rasgarse (el cielo)

c) bajar el Espíritu (hasta él)

d) voz (del cielo): «Tú eres mi Hijo».



15,37-39: En la cruz (compromiso cumplido)

c') (Jesús) exhaló el espíritu (v. 37)

b') se rasgó (v. 38) (la cortina del santuario)

a') viendo (v. 39) (el centurión)

d') dijo: «Este hombre era Hijo de Dios».



La comunicación del Espíritu, que, en el Jordán, procediendo de Dios, tuvo como destinatario a Jesús (c), procede ahora de Jesús y tiene por destinatario la humanidad entera (c'). Veamos los detalles en el comentario a cada versículo.



V. 37 Pero Jesús, lanzando una gran voz, expiró.



Ha llegado el momento supremo. Jesús culmina su vida de servicio y entrega a su pueblo y, más en general, a la humani­dad. Lo ha dado todo por ofrecer vida al hombre: su tiempo, sus energías, sus ideales, su actividad y hasta su honor. Ahora, por amor a los hombres, entrega lo único que le queda: su pro­pia vida, sin recibir nada a cambio. De hecho, lo único que ha recibido hasta el momento por parte de casi todos ha sido in­comprensión, desprecio, rechazo, insulto y dolor. Pero su amor al ser humano lo ha llevado al don total de sí. Se ha enfrentado con todos los obstáculos a la realización del hombre, en particu­lar con los poderosos. Paso a paso ha ido derribando prejuicios, falsas ilusiones y engaños: las barreras sociales y religiosas, la expectativa del glorioso Mesías, la Ley como perfecta expresión de la voluntad de Dios, la santidad del templo explotador, la bondad de los dirigentes, la superioridad de Israel respecto a los demás pueblos... A pesar de la oposición a muerte por parte de los dirigentes judíos, de la falta de respuesta por parte del pueblo y de la incomprensión de sus propios discípulos, nunca se ha echado atrás. El suyo ha sido un amor liberador, desinteresado, tenaz, sin buscar provecho o gloria. No ha rehuido el sufrimiento ni la humillación. Ha demostrado que su amor no pone condiciones ni conoce límite.

La frase, con la que Mc pone fin a la vida de Jesús, combina dos elementos: el principal es la expiración de Jesús, y a él se subordina la "gran voz" que lanza. El fuerte grito de Jesús, esta vez inarticulado y distinto del anterior (cf. v. 34)1641, no es, pues, independiente, sino que está en función de su muerte; describe el modo como ésta sucede. Jesús muere lanzando una gran voz, manifestando una energía sobrehumana impropia de cual­quier persona en sus circunstancias.

Hay que notar que Me, como ocurre con los otros evangelis­tas, al describir el momento final de la vida terrena de Jesús, no emplea ninguno de los verbos griegos usuales para indicar la muerte (apothnéskó o teleutao)1644, que connotan inactividad. Al emplear, en cambio, un verbo activo, "expirar" (gr. ekpneo) 1646, que no aparece en el AT griego (LXX) ni es de uso corriente en la lengua helenística, señala lo insólito de esta muerte;

Jesús no se apaga en el suplicio y la debilidad, sino que muere con una fuerza inusitada (lanzando una gran voz). El verbo que usa el evangelista (en el texto griego, exepneusen) no es sólo un eufemismo por "morir"; en sonido y significado evoca el término griego pneuma, "aliento/espíritu", y significa "exhalar el aliento/espíritu"1649. Con este verbo indica Me que la muerte no es para Jesús un acontecimiento que él sufre pasivamente, sino el momento en el que él mismo corona su entrega a favor de la humanidad, efundiendo su Espíritu sobre los hombres.

Jesús no ha permitido que le acelerasen la muerte -por eso no ha bebido el vinagre-; él decide sobre su existencia, él es quien da voluntariamente la vida. Lo que han buscado arreba­tarle por la fuerza lo ofrece él libremente como don. Demuestra así que su amor a la humanidad no se detiene o se desdice m siquiera ante la renuncia suprema; ese amor es más fuerte que el apego a la propia vida.

Con esto lleva a término su compromiso en el Jordán (1,10). Se realiza lo significado por la copa de la Cena: la sangre de Jesús se derrama voluntariamente por todos (l4,25).

Ésta es la respuesta de Jesús a la maldad de los hombres, compendiada en la escena anterior. En lugar de reproche, ame­naza o profecía apocalíptica, ofrece al ser humano el Espíritu, que lo lleva hacia la plenitud. El odio que le da muerte queda superado con el ofrecimiento de la vida plena. Muestra así la calidad de su amor: es el amor gratuito, sin límite, el amor pro­pio de Dios. Ese amor hace culminar en Jesús la condición divina. La ple­na capacidad de amar que recibió con el Espíritu en el Jordán se. ha traducido en la cruz en acto de plenísimo amor. El que podía amar como Dios mismo, de hecho ha amado como él. Su ser es el de Dios; uno y otro son inseparables. Por eso, como el Padre, dador de vida, puede también él comunicar el Espíritu. Es la lle­gada del reinado de Dios (1,15), ofrecido a todos los pueblos.

La voz que lanza ahora Jesús es, como la anterior (v. 34), una gran voz. Si aquélla anunciaba vida para los oprimidos de todos los tiempos, ésta anuncia que, en Jesús, la fuerza de vida y amor de Dios, el Espíritu, está disponible para la humanidad. El Espíritu-amor ha penetrado todo el ser de Jesús, se ha integrado en él y lo constituye de tal modo que toda acción u obra suya irradia y comunica esa fuerza, rebosa de ese amor. Por eso, al morir, Jesús exhala con grande y audible fuerza tanto su aliento vital como el Espíritu.

La voz que lleva el Espíritu es fuerte para que llegue a toda la humanidad. Es el pregón de la obra suprema del amor de Dios, la comunicación de su ser a los hombres. Jesús muere dándose él mismo, pero dando al mismo tiempo el Espíritu que lo llena. En su muerte se desvela su vida plena.



V. 38... y la cortina del santuario se rasgó en dos de arriba abajo.



El santuario o capilla central del templo de Jerusalén, era el lugar sagrado por excelencia. Constaba de dos habitaciones, la primera, a la que se accedía desde el exterior, era llamada "el Santo", y estaba separada del patio por una cortina; allí ofrecían los sacerdotes el sacrificio del incienso. La segunda habitación, llamada "el Santo de los santos" o "Santísimo", estaba separada de la primera por una segunda cortina, que velaba el interior. Se consideraba la morada de Dios y en ella podía entrar solamente el sumo sacerdote una vez al año, llevando la sangre de la Expiación.

Apoyándose en esta realidad, Me introduce un nuevo sím­bolo, la cortina del santuario. El hecho de que hubiera dos cortinas y Me no especifique de cuál trata, sugiere ya un sentido simbólico. Para interpretarlo hay que volver al paralelo con la escena del bautismo de Jesús. Cuando Jesús subió del agua, se rasgó el cielo, dejando abierta la morada de Dios (1,10) y per­mitiendo la comunicación divina a Jesús por medio del Espíritu. Ahora, el Espíritu procede de Jesús crucificado, luego él es la morada de Dios en la tierra; en otras palabras, el santuario, es decir, el lugar de la presencia de Dios, es Jesús mismo en su expresión máxima de amor, manifestada en su muerte. La imagen de la cortina rasgada en el momento de su muerte, significa que en ella queda al descubierto definitivamente el ser y la realidad del Dios-amor. Jesús muerto en la cruz es la teofanía permanente para todas las épocas y naciones, constituye la suprema revelación de Dios.

La cortina rasgada en dos es, pues, figura de la humanidad de Jesús rota por la muerte e indica que el santuario de Dios, que es Jesús, y con él la realidad divina quedan enteramente patentes. De arriba abajo añade el sentido de lo celeste y de lo terrestre. La muerte de Jesús deja manifiesto a Dios en el Hombre. En Jesús, muerto en la cruz, quedan revelados el ser de Dios y el del Hombre Hijo de Dios, que son el mismo: el amor hasta el fin.

En el templo, Dios siempre había estado oculto. Ahora, por primera vez, se rasga el velo que lo encubría: lo que es Dios se manifiesta en Jesús. Ya no es inaccesible. Con su vida y muerte, Jesús ha revelado todo lo que es Dios Padre para el hombre: amor sin límite.

El verbo "rasgar" lleva en sí un sema de violencia, que ya apareció en el Jordán (1,10): lo rasgado no tiene componenda, está definitivamente "roto". Ahora este verbo (gr. eskhisthe)166* podría indicar el efecto inmediato, inexorable, de la muerte de Jesús sobre la institución del templo. De hecho, esta revela­ción de Dios en Jesús invalida el antiguo santuario judío y todos los templos. Dios no está vinculado a lugar alguno ni habita entre cuatro paredes, por ostentosas que sean. Está vinculado al Hombre en el que habita su Espíritu-amor; se le encuentra plenamente en Jesús, el Hombre-Dios y, tras él, en" todo el que recibe el Espíritu.

Con esta afirmación derriba Me todos los sistemas religiosos de la antigüedad, basados en los templos, que competían en riqueza y esplendor, y en los sacrificios de animales. Al lado de la cruz, todo eso ha caducado. Dios no necesita ni requiere esos burdos homenajes de los hombres. Lo único que pide es que el ¡ser humano acepte su amor, manifestado en Jesús, y lo irradie para comunicar vida y felicidad a los demás.

Nótese que Me no insinúa ni por un momento un carácter acrificial para la muerte de Jesús.



V. 39 Al ver el centurión, que estaba presente frente a él, que ha­bía expirado de aquel modo, dijo: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios".



Mc presenta en el Calvario un nuevo personaje, bien carac­terizado: el centurión, es decir, el jefe de una unidad militar de cien hombres. Se trata de un pagano perteneciente al ejército romano que, por su grado en él, estaba al frente del pelotón de ejecución y que, como tal, dirigía o supervisaba todo lo que se hacía con los crucificados.

El participio griego que usa Mc para indicar la presencia del centurión, traducido por que estaba presente, es el mismo que ha empleado para señalar la presencia de los que, junto a la cruz, se burlan de las palabras de abandono que Jesús dirige a Dios. Contrapone así la reacción positiva del centurión ante la muerte de Jesús a la crueldad de todos los que en la cruz se han burlado de él.

El centurión está situado frente «Jesús o de cara a él; ha podido observar y darse perfecta cuenta de lo sucedido. Lo que le impresiona es "ver" el modo como ha expirado Jesús. Textualmente, la frase que había expirado de aquel modo hace referencia a la anterior de "lanzando una gran voz, expiró" (v. 37), que describía precisamente cómo murió Jesús. "Ver" que aquel hombre, en el momento de su extremo agotamiento y de su fracaso más rotundo, exhala su espíritu con una voz tan potente que nadie en sus circunstancias sería capaz de emitir, que muere con una energía sobrehumana, es lo que le lleva a descubrir la singularidad de esa muerte y a reconocer en ella la verdadera identidad del crucificado.

El centurión es el único que reacciona positivamente ante la muerte de Jesús. No "ve" en ella sólo la muerte de un ajusti­ciado, sino que comprende el sentido de ésta. Allí, en la cruz, donde todos cuestionan y ridiculizan la relación del crucificado con Dios, donde aparentemente sólo hay ausencia y negación de Dios, un pagano capta lo que nadie ha captado hasta ahora: que es Jesús el que decide entregar voluntariamente su vida (muerte activa) y el que ofrece con ella el Espíritu de Dios a toda la humanidad. Y esta percepción lo lleva al reconocimiento de la condición divina de Jesús.

Para los judíos, imbuidos de nacionalismo excluyente y en­candilados con un mesianismo triunfante, la muerte en la cruz era un fracaso y demostraba la falsedad de las pretensiones de Jesús. Para este pagano, en cambio, esa muerte demuestra que estaba en Jesús la vida de Dios. Los dirigentes judíos, en su burla de Jesús, habían puesto como condición para creer en él verlo bajar de la cruz (15,32), es decir, que realizara un acto portentoso y avasallador; para ellos, el único valor es el poder. Ahora, el centurión, precisamente al "ver" que Jesús muere de esa manera, sin bajar de la cruz, cree; tampoco él esperaba ningún portento, pero ha experimentado el infinito amor.

La confesión de fe del centurión: Verdaderamente este hom­bre era Hijo de Dios, refrenda las palabras que, en el Jordán, dirigió la voz del cielo a Jesús: "Tú eres mi Hijo" (1,11). Estas últimas describían una experiencia íntima de Jesús; las del cen­turión, expresadas con plena convicción (Verdaderamente), formulan en alta voz la experiencia interna que le ha proporcio­nado "la visión" de Jesús en su muerte. "Ve" en Jesús, en pri­mer lugar, su humanidad, al hombre condenado como blasfemo por los dirigentes de Israel y ejecutado como rey de los judíos por el poder romano (este hombre); pero, con su juicio (era Hijo de Dios), el centurión justifica la actuación anterior de Jesús y califica de injusta la sentencia y condena que sobre él se ha pronunciado. Desautoriza así la rotunda negativa que los pode­rosos de uno y otro signo han dado a Jesús y lo acredita como Hijo de Dios. Es más, con sus palabras, formuladas en pasado (era), lo que Mc quiere subrayar es que la filiación divina de Je­sús no sólo se hace patente en su resurrección, cuando alcance su condición gloriosa, sino que debe ser reconocida también en toda su vida terrena, incluida su pasión y muerte.

Es evidente que no hay que interpretar la figura del centurión de manera historicista. Es más bien un personaje representativo de los paganos que llegan a la fe en Jesús. El mismo hecho de que aparezca como jefe de cien hombres, lo presenta como una promesa de la conversión de numerosos paganos. Con la muerte de Jesús, el acceso a Dios está abierto a todos y no a un pueblo privilegiado. .

La confesión del centurión resulta así la inesperada respuesta a la angustiada pregunta de Jesús (v. 34: "Dios mío, Dios mío, ¿para qué me has abandonado"). La entrega de Jesús no sucede, pues, en balde; tiene su fruto. Israel, en su conjunto, rechaza al Mesías y se pierde, pero en el resto de la humanidad habrá quienes, como el centurión, perciban y comprendan el amor sin límite de Jesús en la cruz y la presencia de Dios en él. Con las palabras que el centurión insinúa Mc que serán los paganos quienes interpreten correctamente la muerte de Jesús, viendo en ella la suprema manifestación del amor de Dios.



V. 16,1 Transcurrido el día de precepto, María la Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a ungirlo.



La primera frase de la perícopa: Transcurrido el día de pre­cepto, que establece un distancia temporal respecto de la se­pultura de Jesús, es aparentemente superfina. Era de todos conocido que durante el día de precepto, que terminaba a la puesta del sol, no estaban abiertas las tiendas ni se podían efec­tuar compras. Si Mc comienza el relato con esta indicación tem­poral es para insinuar con ella que las mujeres actúan conforme a la Ley, es decir, que observan los preceptos del judaísmo y participan de su mentalidad. Esto las sitúa de lleno en el mundo de la antigua alianza.

Las tres mujeres que aquí se nombran han sido citadas en 15,40, donde formaban parte del grupo que, de lejos, había asis­tido a la muerte de Jesús. La primera ha sido, además, testigo de la sepultura de Jesús (15,47). Todas ellas pertenecen al grupo de mujeres -representativo de los seguidores de Jesús procedentes del judaísmo (15,40-41 Lect.)- que, en Galilea, habían seguido a Jesús prestándole servicio, es decir, que habían interpretado el seguimiento de manera equivocada, no como una identificación con la persona y obra de Jesús, sino como el servicio a un líder (15,41 Lect.).

En cuanto pueden, se apresuran a comprar aromas para ungir el cuerpo sin vida de Jesús. Lo que las tres vieron en el Gólgota (15,40) y una de ellas en el entierro de Jesús (15,47) lo consideran definitivo. Piensan que Jesús y su obra han termina­do. Pero sienten la urgencia de honrar su cadáver, haciendo con él lo que las prisas del enterramiento habían impedido.

Sin embargo, desde el punto de vista histórico, el propósito de las mujeres se demuestra absurdo. Nunca se ungía un cadá­ver después de haber sido enterrado, sino como preparación a la sepultura; no se explica, pues, que quieran ungir a Jesús un día y dos noches después de su muerte.

Por otra parte, no era costumbre judía ungir los cadáveres con aromas; los lavaban, a veces -de manera excepcional-los ungían con aceite, luego los envolvían en una sábana o un lienzo y los enterraban. Se da el caso de ungir con aromas a un rey difunto (2Cr 16,14) y, en general, puede decirse que las esencias aromáticas estaban reservadas para los reyes.

La intención de Mc con esta incongruencia histórica, para él evidente, no puede ser otra que la de resaltar que estas mujeres, que a toda costa quieren rendir homenaje a Jesús muerto, reafirman, al ungir su cadáver, los ideales- mesiánicos naciona­listas que, para ellas, había encamado Jesús. No se dan cuenta de que esos ideales están tan muertos como el cadáver que ellas mismas pretenden honrar.

Estas mujeres se mantienen, pues, en la idea mesiánica que han manifestado los discípulos respecto a Jesús (8,29; 10,37). En realidad, forman parte del grupo que los representa. Con la muerte de Jesús han experimentado una enorme decepción; las esperanzas que habían puesto en él se han venido abajo. Pero, tras su muerte, se apresuran a reafirmarse en sus ideales mesiánicos, rindiendo homenaje a la persona que, según su mentalidad, había muerto por ellos.



El propósito de estas mujeres contrasta con la unción de aquella otra mujer que, estando Jesús en Betania, entró en la sala llevando un frasco de alabastro con un perfume de nardo muy caro, que derramó sobre su cabeza (14,3 Lect.)1781. Aquélla no tuvo que comprar aromas: llevó el suyo propio. El perfume de nardo auténtico representaba su amor; el frasco que rompió la representaba a ella misma, mostrando de este modo su dis­posición a dar la vida con Jesús. Anticipadamente, perfumó su cuerpo para la sepultura (14,8 Lect.).

En cambio, María Magdalena y sus compañeras no van a ofrecerle sus propios aromas; los compran, como José había comprado la sábana (15,46). Es decir, estos aromas no simbo­lizan el don de sí mismas. Pero, con el propósito de ungir el cuerpo, María y sus compañeras muestran que, a pesar de la muerte de Jesús, siguen viendo su figura como la del Mesías res­taurador de Israel, desgraciadamente fracasado en su obra. Su acción no es más que un intento de conservar un cadáver, no una persona viva. No saben que sólo el verdadero seguimiento, que incluye la disposición a dar la vida como la dio él, es el que perpetúa la presencia de Jesús vivo en su comunidad y en el mundo (14,8 Lect.).

En Betania, la mujer ungió en vida a Jesús, como al que iba a morir por el género humano, dispuesta a acompañarlo en su entrega. Éstas quieren ungir a Jesús muerto, sin comprender el sentido de su muerte ni asociarse a ella.



V. 2 Muy de madrugada, el primer día de la semana, fueron al sepulcro ya salido el sol.



Sigue la urgencia de las mujeres, que se dirigen al sepulcro antes de empezar el día. La primera indicación temporal de Me: muy de madrugada, señala a la última vigilia de la noche que, según el cómputo romano, se extendía desde las tres a las seis de la madrugada (cf. 13,35), y supone, por tanto, que aún no hay luz del día.

Tras esta indicación, Mc introduce un nuevo dato cronológi­co. El día en que las mujeres van al sepulcro viene calificado de "primero de la semana". Hay que notar, sin embargo, que esta traducción suaviza el texto griego, pues, de hecho, éste, en vez del ordinal "primero", usa el cardinal "uno": lit. "el [día] uno de la semana". Esto no deja de ser notable, porque en otra ocasión Mc ha usado correctamente el ordinal.

La expresión que emplea aquí Mc, "el [día] uno de la semana". Lo que no deja de ser significativo en un relato que no se caracteriza por la presencia de semitismos. Este dato y el hecho de que en los otros evangelios (Mt 28,1; Le 24,1; Jn 20,1.19) se utilice esta misma construcción para indicar el día en que las mujeres van al sepulcro, persuaden de que todos ellos usan esta fórmula con una intencionalidad teológica: con ella aluden al primer día de la creación, designado en el libro del Génesis como "el día uno" (Gn 1,5: "hubo una tarde, hubo una mañana: el día uno"). Con este recurso introduce Mc en el mundo an­tiguo la presencia del mundo nuevo.

Contrapone así Mc aquel "día uno", cuando empezó la pri­mera creación, la de Adán, el hombre que trajo la muerte al mundo, a este día, en el que se revela la nueva creación, la defi­nitiva, la del Hombre-Hijo de Dios que supera la muerte.

El dato temporal siguiente: ya salido el sol, contradice el an­terior: muy de madrugada, que suponía la oscuridad. Se en­trecruzan aquí los dos planos: el del mundo antiguo, el de las mujeres que caminan envueltas en la tiniebla de la muerte de Jesús, y el del mundo nuevo, el de Jesús resucitado, donde brilla la luz plena de la vida.

Es la nueva humanidad, dentro de la antigua; lo imperece­dero, en lo caduco; la etapa final, dentro de la etapa transitoria. Empieza el mundo nuevo, se ha puesto la primera piedra de lo definitivo. Y la primera piedra es Jesús vivo después de su muerte.

Con la resurrección de Jesús ha llegado el "día del Señor", anunciado por los profetas; el día en que la luz disipa definiti­vamente las tinieblas. Como poéticamente lo expresa el profeta Zacarías, el día sin fases y sin término en el que el sol no se pondrá nunca: "Aquel día no se dividirá en calor, frío y hielo; será un día único, elegido por el Señor, sin distinción de noche y día, porque al atardecer seguirá habiendo luz" (Zac 14,6-7). Un solo día, siempre luminoso, que durará sin fin, porque la vida ha superado la muerte. Se ha realizado la gran promesa: la liberación definitiva de la humanidad.



V. 3 Se decían unas a otras: «¿Quién nos correrá la losa de la-entrada del sepulcro?"



Las mujeres van preguntándose y comentando la dificultad que esperan encontrar, persuadidas de que Jesús sigue muer­to y de que la sepultura ha sido definitiva. No han vislumbrado siquiera el mundo nuevo. Se sienten impotentes (¿Quién nos correrá la losa?)", pero no renuncian a su propósito; tienen que rendir homenaje al ideal mesiánico que habían proyectado sobre Jesús. La losa, que sella la definitividad de la muerte, es para ellas inamovible. La piedra o losa pertenece al mundo viejo; representa la ideología del judaísmo y su concepción de la muerte, que hacen de obs­táculo para comprender la de Jesús. Mientras esté puesta, no se puede llegar hasta él ni creer en la vida.

Pero el hecho no las ha detenido; no renuncian a sus es­peranzas mesiánicas. Necesitan de Jesús, su ideal de Mesías, aunque esté muerto, pero, al mismo tiempo, no pueden quitar el impedimento que en su mentalidad las separa de él. La losa, que imaginan que cierra el sepulcro, es el obstáculo psicológico que les impide encontrar a Jesús.

El final de la frase: de la entrada del sepulcro, muestra ser la losa la que recluye al hombre en la muerte (sepulcro), sepa­rándolo definitivamente del mundo de los vivos. La entrada, hecha para pasar, está inutilizada; la losa se convierte en fronte­ra que separa la vida de la muerte.



V. 4 Levantando la vista observaron que la losa estaba corrida (y era extraordinariamente grande).



Hasta entonces, ocupadas en la consideración de su impo­tencia, encerradas en sí mismas, no habían percibido la realidad. En cuanto amplían su horizonte (levantando la vista) se dan cuenta de que su problema no tenía fundamento. La losa está corrida. No hace falta señalar quién lo ha hecho. El mundo nuevo está ya presente.

Pero las mujeres no comprenden lo que esto significa. Por eso emplea de nuevoMcel verbo "observar", usado anteriormente para indicar la visión externa que tienen las mujeres de la muerte de Jesús en la cruz (15,40) y de su se­pultura (15,47). Se quedan otra vez en la contemplación exterior (observaron), pero sin penetrar en el sentido de lo que ven.

En realidad, después de los reiterados anuncios de Jesús so­bre su pasión, muerte y resurrección (8,31; 9,31; 10,33-34), el sepulcro debería haber estado siempre abierto para sus segui­dores. La muerte no habría debido significar para ellos la cesa­ción de la vida. Esto confirma que la forma como estas mujeres han seguido a Jesús no era la correcta (15,41a).



La losa está corrida, no hay separación entre la vida y la muerte. El sepulcro no es una prisión; la muerte no es un estado definitivo. No hay dos mundos, uno el de los vivos y otro el de los muertos; el abismo que entre ellos establecemos los seres humanos, no existe para Dios. La vida que él nos da, no se interrumpe con la muerte.

El sentido simbólico de la losa, junto con el de cerrar-abrir, correr-descorrer, está indicado por el nuevo dato de la magnitud de la misma (era extraordinariamente grande). Nada de esto se dijo en el momento de la sepultura de Jesús (15,46)1805. José de Arimatea no tuvo dificultad en cerrar el sepulcro, porque es fácil pensar que la muerte vence a la vida; pero para las mujeres sería imposible abrirlo, pues ni siquiera les pasa por la cabeza que la vida pueda vencer a la muerte.

Extrañamente, no hay reacción de la mujeres ante la losa corrida. No se dan cuenta de su significado. Sólo piensan en que ahora les es posible llegar sin dificultad hasta el cuerpo de Jesús.



V. 5 Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a la derecha, envuelto en una vestidura blanca, y se quedaron com­pletamente desconcertadas.



Las mujeres no dudan: al ver el sepulcro abierto, entran en él; es el lugar de la muerte y es allí donde esperan encontrar el cuerpo sin vida de Jesús, pero será allí precisamente donde se les va a anunciar el triunfo de la vida sobre la muerte.

Nunca se dice que el sepulcro sea el de Jesús; el texto lo su­pone, pero no lo indica expresamente. Es el sepulcro genérico, el de todos; el símbolo de la muerte física del hombre. Al pene­trar en él entran, sin saberlo, en contacto con el mundo nuevo; han pasado la frontera, marcada por la muerte de Jesús, y están pisando el umbral de la nueva creación. Así como el sepulcro es el de todos, así la victoria de Jesús sobre la muerte es don de vida para todos.

El verbo "observar", usado en el versículo anterior (v. 4; cf. 14,40.47), que denotaba la incapacidad de las mujeres para comprender el sentido profundo de lo que contemplan, se cambia ahora por el verbo "ver", que, como en el caso del centurión (15,39), denota una experiencia. Ahora las mujeres "ven", "descubren", "experimentan"

.

Dentro del sepulcro, en lugar de un cadáver, "ven" una figura humana, descrita porMccon tres rasgos:

a) Es un joven, como el que huyó desnudo en Getsemaní (14,51); es decir, alguien en la flor de la edad, figura de la vida en su máximo esplendor.

b) Sentado a la derecha, un rasgo que espontáneamente trae a la memoria las palabras, referidas al Hijo del hombre, con las que Jesús manifestaba su condición divina ante el tribunal judío:

"Veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha de la Fuerza" (14,62), alusión a Sal 110,1, en el que Dios se dirige al Mesías, diciéndole: «Siéntate a mi derecha» (cf. 12,36).

c) Envuelto en una vestidura blanca, el color de la gloria divina, que aluden tanto al "blanco deslumbrador" de la trans­figuración (9,3) como, de nuevo, al joven que en Getsemaní dejó la sábana en que iba "envuelto", símbolo de su vida mor­tal, en manos de los que intentaban prenderlo (l4,51s). El que huyó desnudo se encuentra ahora revestido de la vida inmortal, propia de Dios.

Estos rasgos hacen del joven figura de Jesús mismo en su estado glorioso, dando a entender que aquel que entregó su vida en la cruz sigue vivo y goza de la plena condición divi­na.

La escena se desarrolla con gran sobriedad. De hecho, ni el joven se da a conocer a las mujeres ni éstas manifiestan cono­cerlo a él. El encuentro se realiza sin la menor efusión, ni si­quiera un saludo. El episodio del joven de Getsemaní (14,51-52) ofrecía por adelantado el desenlace de la pasión de Jesús. Aquí la misma presencia del joven ofrece, sin necesidad de palabras, la interpretación del sepulcro abierto: las mujeres, al entrar en él y "ver" al joven, tienen la experiencia de que Jesús está vivo y glorificado. "

Es sorprendente, sin embargo, que, ante esta experiencia, la reacción de las mujeres no sea de alegría, sino únicamente de total desconcierto (se quedaron completamente desconcer­tadas). No expresan ningún otro sentimiento, ni de palabra ni de gesto. Cuando estaban convencidas de que todo había terminado para Jesús y para su obra, cuando iban a rendir al Mesías fracasado los últimos honores, sin renunciar por ello a sus ideales mesiánicos, de pronto se percatan de que estaban completamente equivocadas. Ellas, que han sido testigos de la muerte y sepultura de Jesús, pueden percibir ahora que aquella muerte no ha terminado con su vida.

Constatan así que la derrota de Jesús no ha sido tal, pero ven que su victoria nada tiene que ver con la restauración de Israel que ellas esperaban de él y con la que siguen soñando. Es la victoria definitiva sobre la muerte que corona el camino de en­trega y de servicio de Jesús; del amor sobre el odio, de la liber­tad sobre la esclavitud, de la verdad sobre la mentira, de la mise­ricordia y el perdón sobre la venganza y el rencor, del derecho del oprimido y de la justicia del débil sobre las pretensiones de los poderosos... Y esto las deja completamente desconcertadas.



V. 6. Él les dijo: "No os desconcertéis así. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado?. Ha resucitado, no está aquí. Mirad el lugar donde lo pusieron.



Para sacarlas de su profundo asombro y su estupefacción, el joven les dirige la palabra; quiere devolverles la serenidad, infundirles confianza, explicándoles lo ocurrido. En primer lugar, expresa en voz alta, de forma interrogativa, lo que ellas pretendían hacer: ¿Buscáis a Jesús el Nazareno?, pero omitiendo el propósito de ungirlo y refiriéndose a él como a una persona viva. Al usar en su pregunta el verbo "buscar" que en Mc implica siempre el error o mala intención , orienta el sentido de la misma: su búsqueda era equivocada, porque pensaban encontrar el cadáver de Jesús.

Para referirse a Jesús el joven no menciona ningún título cristológico; lo llama simplemente por su nombre, Jesús, y lo identifica por su procedencia, el Nazareno, subrayando fuerte­mente su origen humano.

El apelativo el Nazareno ha aparecido tres veces en el evan­gelio. La primera vez en boca del poseído de la sinagoga de Cafarnaún (1,24), que recordaba a Jesús su lugar de origen para tentarlo con un mesianismo de tipo político-nacionalista, acorde a la doctrina de los letrados; la segunda, se en­cuentra entre lo que oye de la gente ("Al oír que era Jesús Naza­reno") el ciego Bartimeo, figura de los discípulos (10,47), quien inmediatamente reacciona llamando a Jesús "Hijo de David"; la última, en boca de la criada que interpeló a Pedro en casa del sumo sacerdote (14,67), reprochándole ser partidario de un opositor al régimen. De hecho, el apelativo «Nazareno» sitúa el origen de Jesús en la región de los nacionalistas fanáticos y le atribuye ese espíritu. .

El joven insinúa así que las mujeres buscaban a Jesús viendo en él la encarnación de su sueño frustrado de restauración de Israel. Querían honrarle ungiéndolo con aromas, reafirmándose en sus esperanzas mesiánicas, rendirle homenaje para reparar de algún modo la injusticia cometida con su muerte.

Pero el joven añade: el crucificado, del que ellas se mantu­vieron a distancia (15,40: "observando de lejos"), el rechazado por Israel y cuya misión con ese pueblo ha acabado en el fra­caso. Han de aceptar esta realidad de Jesús y, con ella, el fin de sus ideales de triunfo terreno, que se han disipado con la cruz. Nazareno indica el lugar de procedencia de Jesús al comienzo de su actividad (1,9); crucificado, el modo en el que ha acaba­do su vida histórica.

El joven mismo responde a la pregunta que acaba de hacer. Su afirmación es rotunda: ése que ha sido sentenciado a muerte por blasfemo por parte de las autoridades judías y condenado a la cruz como un rebelde por parte de Pilato, ése que conside­ráis una figura del pasado que ha fracasado por completo en su proyecto, ése ha resucitado. Las palabras del joven implican la inutilidad del homenaje que ellas han preparado. Pueden constatar que en el sepulcro no está Jesús (no está aquí), y esto significa que no permanece en la muerte, sino que está vivo.

Para confirmar la verdad de sus palabras, el joven añade: Mirad el lugar donde opusieron. Ese "lugar" (gr. topos) está en relación con el "lugar" (gr. topos) del Gólgota (15,22). En éste último sucedió lo visible, lo histórico: allí dieron muerte a Jesús. El "lugar" del sepulcro revela el otro plano de la realidad, el mundo nuevo que ha comenzado con la Resurrección. Je­sús no está en el reino de la muerte, el lugar donde lo pusieron se encuentra vacío. Por eso es inútil buscarlo en este lugar de fracaso y frustración existencia!. Para Jesús, el verdadero Mesías, no hay fracaso, la vida ha vencido a la muerte. Se cum­plen así las predicciones de Jesús sobre su resurrección.

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