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sábado, 1 de noviembre de 2008

Fieles Difuntos: Una conmemoración que reconcilia

Publicado por Dominicos.org
Introducción

La liturgia dominical ha adquirido un relieve máximo tras la reforma conciliar. Sin embargo la Iglesia ha decidido que la conmemoración de los fieles difuntos prevalezca sobe la liturgia del domingo XXXI del tiempo ordinario. Esta elección no puede pasar desapercibida: algo de gran relieve entiende la Iglesia celebramos en ella.

Pautas para la homilía

* La táctica del avestruz

Vivimos en un mundo crecientemente fascinado por la belleza y el vigor corporales. La rápida proliferación -al menos entre quienes pueden permitirse el lujo de lo superfluo- de gimnasios, pasarelas de moda y cirugías estéticas induce a pensar que, frente a la experiencia de la limitación y progresivo deterioro de los cuerpos que somos, estamos obstinándonos en la táctica del avestruz.

Peor aún, por más que haya buenas razones prácticas y, específicamente, sanitarias, la expulsión de la muerte de nuestras casas, calles e incluso iglesias para su reclusión de lugares especializados parece sugerir que el superhombre que creemos ser no goza de los suficientes arrestos como para encarar su propia finitud y prefiere vivir de espaldas a sí mismo. En la medida en que morirse esté pasando a ser “políticamente incorrecto”, en esa misma medida estamos sumiéndonos en la alienación.

* Una conmemoración que reconcilia

La conmemoración de todos los fieles difuntos debería permitir, entre otras cosas, que los cristianos nos reconciliemos con nosotros mismos y asumamos la finitud de nuestra condición humana, por más que eso no suceda nunca sin dolor.

Es evidente que la conciencia anticipada de la muerte -se trata, por cierto, una de las formas de pensar el privilegio de nuestra especie- aflige, defrauda y zozobra. Bien saben eso los autores bíblicos: Pablo escribe para que los suyos no se aflijan y sientan defraudados; Juan para que no pierdan la calma. Más aún, la certeza de la propia muerte crea una profunda e intensa angustia que abona algunas de nuestras más feroces luchas contra el silencio de Dios.

* Una esperanza que consuela

Los cristianos no creemos sólo en el Dios creador que llama a los seres a la vida, sino también en el Dios providente que los sostiene amorosamente en su existencia.

Esa fe no representa un accesorio cualquiera del cristianismo, sino tiene su quicio en esa excelente “prueba de que Dios nos ama” (Rom 5,8) que es el misterio pascual de Jesús, “el primogénito de entre los muertos” (Col 1,18). El mismo Espíritu “Señor y dador de vida” que resucitó a Jesús es derramado sobre todos aquellos hermanos suyos que hemos de resucitar en Él. Por eso dice San Pablo como Palabra del Señor que “si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con él” (I Tes 4,14).

* Una fidelidad que culmina

Es importante no perder de vista que conmemoramos a los fieles que ya han muerto o, dicho de otra forma, la fidelidad de nuestros mayores en la fe. Debería tratarse, por lo tanto, de una memoria agradecida hacia los cristianos de todas las generaciones: ellos han contribuido a hacer posible que la antorcha de la fe se encuentre hoy depositada en nuestras manos.

Es verdad que la fidelidad de muchos de nuestros mayores ha sufrido fisuras lo suficientemente graves como para que no hayamos podido celebrarlos ayer entre todos los santos. Pero no por ello deja de tratarse de fieles, es decir, de personas que han tratado de vivir en el seguimiento de Jesús y que, en medio de sus propias mediocridades e infidelidades, nunca han dejado de aspirar a la perfecta comunión con Jesús.

Pues bien, esa misma fe que ellos nos han legado nos invita a celebrar que la misericordia del Señor sabrá perfeccionar la comunión lograda, conducir a feliz término sus cortos recorridos, culminar sus medias fidelidades (¡y las nuestras!), porque la voluntad de Jesús, tal y como nos hace saber el evangelista Juan, es que los suyos estén donde Él está.

* Una metáfora valiente

Gracias a la resurrección de Jesús, los cristianos tenemos la certeza de que sólo Dios tiene la última palabra y que se trata, como siempre, una palabra de vida. Aceptamos que la muerte es un paso -ciertamente oscuro y doloroso, pero en definitiva un paso- hacia la vida plena. Los primeros cristianos llegaron a denominar a la muerte de los mártires el dies natalis, el día de su nacimiento... el nacimiento, claro, a la vida de verdad.

Resulta muy sugerente esa imagen del nacimiento. Es una metáfora valiente, aunque sólo sea por paradójica. ¿Y si la muerte fuera, sencillamente, como un segundo parto? Nacer comporta abandonar ese pequeño cosmos de placidez, de calor y de seguridad que para cada niño representa el vientre de su madre; abandonarlo en medio de incógnitas, de malestares, de sinsabores y de estrecheces. Nacer es una pérdida -¿qué duda cabe?-, pero es esa pérdida la que hace posible que podamos ver el rostro de nuestra madre, seguir creciendo a su lado y poder llegar un día a decirle gracias.

Fray Francisco Martínez Real, O.P.

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