Cuando llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo. Al enterarse sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban con ella.
A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre dijo: «No, debe llamarse Juan».
Ellos le decían: «No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre».
Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que le pusieran. Éste pidió una pizarra y escribió: «Su nombre es Juan».
Todos quedaron admirados. Y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios.
Este acontecimiento produjo una gran impresión entre la gente de los alrededores, y se lo comentaba en toda la región montañosa de Judea. Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se decían: «¿Qué llegará a ser este niño?» Porque la mano del Señor estaba con él.
No hay santo alguno como Juan el Bautista que haya tenido un panegirista más autorizado, pues fue nada menos que el mismo Jesús quien tejió la mejor corona en su alabanza, cuando dijo:
- Entre los nacidos de mujer no ha surgido un hombre más grande que Juan.
¿Por qué?... Se refería Jesús al ministerio profético, y mientras los anteriores señalaban a Jesús desde lejos, Juan lo señaló presente en medio del pueblo:
- ¡Ahí está! ¡Ese es! Mirad el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Esto decía Juan a las turbas señalando con el dedo a Jesús.
Como Juan venía al mundo con una misión tan grande, Dios quiso rodear su nacimiento con prodigios singulares del todo.
Su madre Isabel, estéril hasta entonces, comienza a recibir felicitaciones de las vecinas:
- ¿Qué es esto? ¿A esta edad te viene un hijo? ¡Dichosa tú, que has recibido esta gracia de Dios!... Pero, ¿por qué se ha quedado mudo tu marido?...
Llega desde Nazaret María, y al entrar en la casa y saludar a su prima, Juan se alegra de tal modo que exclama Isabel su madre:
- ¿Cómo es que nada más resonar tu voz en mis oídos ha dado mi niño saltos de alegría dentro de mi seno?...
Nace Juan y, al ir a circuncidar al niño a los ocho días, se le desata la lengua a Zacarías su padre, que rompe en alabanzas divinas y se convierte en profeta de su propio hijo:
- Tú, niño mío, serás llamado profeta del Altísimo. Irás delante del Señor a preparar sus caminos. Harás ver al pueblo la salvación por el perdón de sus pecados.
Juan viene a ser como la aurora del sol, símbolo del Cristo, pues sigue Zacarías con visión de profeta:
- Por la bondad misericordiosa de nuestro Dios nos visitará el Sol que nace de lo alto, para rescatar a los que están sumidos en las tinieblas y en la sombra de la muerte, de modo que puedan a su luz dirigir sus pasos por el camino de la paz. Esa paz que, en lenguaje bíblico, era el compendio de todos los bienes que iba a traer el Mesías.
Juan se desarrollará. Muchacho todavía, se retirará al desierto donde se preparará austeramente para su misión.
En las riberas del Jordán comenzará a predicar a todo el pueblo que acudirá en masa a él:
- ¡Preparaos, porque el Reino de Dios está cerca!...
Y después de preparar el camino a Jesús, se retirará humildemente, confesando con generosidad edificante:
- Es necesario que Él crezca y que yo disminuya, que Jesús aparezca y que yo me esconda, que todos vayan detrás del Señor y que a mí me olviden...
Por fin, y al filo de la espada del rey Herodes, derramará su sangre en supremo testimonio de fidelidad al Jesucristo que anunciaba.
El ángel le había dicho a Zacarías:
- Habrá alegría grande y serán muchos los que se gocen con su nacimiento.
La Iglesia sigue alegrándose cada año con la conmemoración de aquel nacimiento. Esta fiesta de la natividad de San Juan es celebrada en todas partes con festejos populares, ecos del gozo y de la alegría de aquel pueblecito de la Judea de entonces, igual que de las esperanzas suscitadas por el austero Profeta de las márgenes del Jordán.
Si esas fiestas nuestras de hoy están bien, están mejor, desde luego, cuando en este día sabemos renovar el espíritu cristiano de nuestro Bautismo, prefigurado en aquel que administraba Juan.
Cuando Jesús alababa de aquella manera a Juan, diciendo que era el mayor de los nacidos hasta entonces, añadió estas palabras algo misteriosas:
- Sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que Juan.
Nosotros, efectivamente, al haber conocido y recibido a Jesús el Resucitado en la plenitud de la fe, con el conocimiento de todo su misterio, y por la unión tan estrecha realizada con los Sacramentos de la Nueva Alianza, superamos con mucho en suerte a cualquiera de los personajes del Antiguo Testamento.
Esto nos lleva a tomar conciencia de nuestra dignidad y de nuestra misión dentro de la Iglesia y del mundo, tan parecidas a las que adornaron a Juan.
Cada cristiano, cada uno de nosotros, viene al mundo con el encargo preciso de manifestar a Jesucristo ante tantos que lo desconocen.
Cada cristiano, cada uno de nosotros, aparece ante los demás purificado del pecado, del que ha sido lavado en el Bautismo, con mucha más razón que los bautizados por Juan en las aguas del río. Cada cristiano, cada uno de nosotros, sabe desaparecer cuando se trata de evangelizar a Cristo, porque sólo busca la gloria de Cristo y no un mezquino honor propio dentro de la Iglesia.
Cada cristiano, cada uno de nosotros, finalmente, aunque no muera a filo de espada o cosido a balazos, es testimonio de Cristo, porque lo manifiesta ante los demás con su vida intachable.
¡Señor Jesús!
Tú elogiaste grandemente a Juan, a la vez que nos comprometías a nosotros al señalar también nuestra grandeza. ¿Aprenderemos a valorar nuestra dignidad de cristianos y a vivir conforme a lo que el Bautismo ha hecho de nosotros?...
A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre dijo: «No, debe llamarse Juan».
Ellos le decían: «No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre».
Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que le pusieran. Éste pidió una pizarra y escribió: «Su nombre es Juan».
Todos quedaron admirados. Y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios.
Este acontecimiento produjo una gran impresión entre la gente de los alrededores, y se lo comentaba en toda la región montañosa de Judea. Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se decían: «¿Qué llegará a ser este niño?» Porque la mano del Señor estaba con él.
Compartiendo la Palabra
Por Pedro Garcia cmf
Por Pedro Garcia cmf
No hay santo alguno como Juan el Bautista que haya tenido un panegirista más autorizado, pues fue nada menos que el mismo Jesús quien tejió la mejor corona en su alabanza, cuando dijo:
- Entre los nacidos de mujer no ha surgido un hombre más grande que Juan.
¿Por qué?... Se refería Jesús al ministerio profético, y mientras los anteriores señalaban a Jesús desde lejos, Juan lo señaló presente en medio del pueblo:
- ¡Ahí está! ¡Ese es! Mirad el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Esto decía Juan a las turbas señalando con el dedo a Jesús.
Como Juan venía al mundo con una misión tan grande, Dios quiso rodear su nacimiento con prodigios singulares del todo.
Su madre Isabel, estéril hasta entonces, comienza a recibir felicitaciones de las vecinas:
- ¿Qué es esto? ¿A esta edad te viene un hijo? ¡Dichosa tú, que has recibido esta gracia de Dios!... Pero, ¿por qué se ha quedado mudo tu marido?...
Llega desde Nazaret María, y al entrar en la casa y saludar a su prima, Juan se alegra de tal modo que exclama Isabel su madre:
- ¿Cómo es que nada más resonar tu voz en mis oídos ha dado mi niño saltos de alegría dentro de mi seno?...
Nace Juan y, al ir a circuncidar al niño a los ocho días, se le desata la lengua a Zacarías su padre, que rompe en alabanzas divinas y se convierte en profeta de su propio hijo:
- Tú, niño mío, serás llamado profeta del Altísimo. Irás delante del Señor a preparar sus caminos. Harás ver al pueblo la salvación por el perdón de sus pecados.
Juan viene a ser como la aurora del sol, símbolo del Cristo, pues sigue Zacarías con visión de profeta:
- Por la bondad misericordiosa de nuestro Dios nos visitará el Sol que nace de lo alto, para rescatar a los que están sumidos en las tinieblas y en la sombra de la muerte, de modo que puedan a su luz dirigir sus pasos por el camino de la paz. Esa paz que, en lenguaje bíblico, era el compendio de todos los bienes que iba a traer el Mesías.
Juan se desarrollará. Muchacho todavía, se retirará al desierto donde se preparará austeramente para su misión.
En las riberas del Jordán comenzará a predicar a todo el pueblo que acudirá en masa a él:
- ¡Preparaos, porque el Reino de Dios está cerca!...
Y después de preparar el camino a Jesús, se retirará humildemente, confesando con generosidad edificante:
- Es necesario que Él crezca y que yo disminuya, que Jesús aparezca y que yo me esconda, que todos vayan detrás del Señor y que a mí me olviden...
Por fin, y al filo de la espada del rey Herodes, derramará su sangre en supremo testimonio de fidelidad al Jesucristo que anunciaba.
El ángel le había dicho a Zacarías:
- Habrá alegría grande y serán muchos los que se gocen con su nacimiento.
La Iglesia sigue alegrándose cada año con la conmemoración de aquel nacimiento. Esta fiesta de la natividad de San Juan es celebrada en todas partes con festejos populares, ecos del gozo y de la alegría de aquel pueblecito de la Judea de entonces, igual que de las esperanzas suscitadas por el austero Profeta de las márgenes del Jordán.
Si esas fiestas nuestras de hoy están bien, están mejor, desde luego, cuando en este día sabemos renovar el espíritu cristiano de nuestro Bautismo, prefigurado en aquel que administraba Juan.
Cuando Jesús alababa de aquella manera a Juan, diciendo que era el mayor de los nacidos hasta entonces, añadió estas palabras algo misteriosas:
- Sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que Juan.
Nosotros, efectivamente, al haber conocido y recibido a Jesús el Resucitado en la plenitud de la fe, con el conocimiento de todo su misterio, y por la unión tan estrecha realizada con los Sacramentos de la Nueva Alianza, superamos con mucho en suerte a cualquiera de los personajes del Antiguo Testamento.
Esto nos lleva a tomar conciencia de nuestra dignidad y de nuestra misión dentro de la Iglesia y del mundo, tan parecidas a las que adornaron a Juan.
Cada cristiano, cada uno de nosotros, viene al mundo con el encargo preciso de manifestar a Jesucristo ante tantos que lo desconocen.
Cada cristiano, cada uno de nosotros, aparece ante los demás purificado del pecado, del que ha sido lavado en el Bautismo, con mucha más razón que los bautizados por Juan en las aguas del río. Cada cristiano, cada uno de nosotros, sabe desaparecer cuando se trata de evangelizar a Cristo, porque sólo busca la gloria de Cristo y no un mezquino honor propio dentro de la Iglesia.
Cada cristiano, cada uno de nosotros, finalmente, aunque no muera a filo de espada o cosido a balazos, es testimonio de Cristo, porque lo manifiesta ante los demás con su vida intachable.
¡Señor Jesús!
Tú elogiaste grandemente a Juan, a la vez que nos comprometías a nosotros al señalar también nuestra grandeza. ¿Aprenderemos a valorar nuestra dignidad de cristianos y a vivir conforme a lo que el Bautismo ha hecho de nosotros?...
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