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viernes, 20 de febrero de 2009

La Realidad del Pecado - VII Domingo del T.O. - Ciclo B: (Mc 2,1-12)


I. APUNTES

El Señor Jesús, luego de abandonar Cafarnaúm para recorrer algunos pueblos cercanos de Galilea para predicar también allí su Evangelio (ver Mc 1,38-39), retorna nuevamente a Cafarnaúm. En esta ciudad se había establecido el Señor al iniciar su ministerio público, haciendo de ella su “base de operaciones”.

Tan pronto sus habitantes se enteraron de que estaba de vuelta, acudieron a buscarlo para escuchar sus enseñanzas: «Él les anunciaba la palabra». También acude a Él un grupo de cuatro hombres cargando con un paralítico. Creen firmemente que el Señor puede liberarlo de su parálisis y devolverle la capacidad de andar. Mas al llegar a casa del Señor se encuentran a un gentío tan numeroso que «no quedaba sitio ni siquiera junto a la puerta». No había manera de abrirse paso entre la muchedumbre para llegar hasta Él. Impacientes y sin querer esperar más, deciden subir al techo, hacer una abertura «encima de donde estaba Él» para descolgar por allí al paralítico. Esto era posible por la forma en que aquellos techos estaban construidos: unas vigas de madera alcanzaban de pared a pared, luego se ponía una capa de pasto largo o ramas, y sobre ésta una capa de tierra o arcilla; luego se echaba sobre ella arena y gravilla, pasándose luego sobre ella un rodillo de piedra, que permanecía sobre el techo para usarlo varias veces apisonando el techo especialmente al inicio de la época de lluvias, y evitar de ese modo que el agua se filtrase al través. Era, pues, una especie de techo de adobe. El trabajo de aquellos hombres consistió, pues, en “excavar” o “descortezar” el techo, como da a entender el término griego usado por Marcos. Subir al techo era fácil pues era común que las casas tuviesen una escalera exterior que subía directamente al techo.

El Señor ve en aquel acto esforzado una demostración de fe profunda: toda esa impulsiva y molesta operación —¡mucho polvo habrá caído sobre los que se encontraban bajo el techo!— la habían realizado porque creían que Dios actuaba en Él. Aunque la frase «viendo Jesús la fe que tenían» se la ha interpretado muchas veces referida sólo a la fe de aquellos hombres que llevaron al paralítico a la presencia del Señor, la expresión en sí no excluye al mismo paralítico, que imaginamos no habrá ido en contra de su voluntad, sino muy esperanzado en obtener la milagrosa curación por medio de Aquel gran profeta que se había alzado en medio del pueblo de Israel.

Pero, ¿por qué en respuesta a la fe de aquellos hombres el Señor empieza por decirle al paralítico: «Hijo, tus pecados quedan perdonados»? Pensaban los judíos que la enfermedad era el castigo divino merecido por los pecados cometidos ya sea por la persona enferma o acaso también por sus padres (ver Jn 9,2; Ex 34,7-8). Considerando la íntima relación existente entre la enfermedad física y la enfermedad espiritual, se entiende que el enfermo no se libraría de su parálisis si Dios no le perdonaba al mismo tiempo sus pecados. El perdón de los pecados por parte de Dios era condición indispensable para la restitución de la salud física, y la curación física constituía al mismo tiempo un signo visible del perdón con que Dios en su misericordia había favorecido al pecador.

Los más desconcertados por las primeras palabras que el Señor dirigió al paralítico fueron los escribas o maestros de la Ley que se encontraban allí presentes. «Pensaban para sus adentros» que al decir «tus pecados quedan perdonados» el Señor blasfemaba, injuriando a Dios de un modo muy grave al pretender usurpar el poder que sólo a Dios pertenece. Y si fuera de Dios nadie podía perdonar los pecados, ¿cómo podía atreverse este hombre, aún cuando fuese un profeta poderoso en obras, a decirle a este paralítico que sus pecados quedaban perdonados, apareciendo ante los demás como alguien que perdonaba los pecados con autoridad propia?

«Jesús se dio cuenta de lo que pensaban». Esta capacidad de “explorar el corazón” humano y conocer sus sentimientos y pensamientos más íntimos también era considerado como algo propio de Dios (ver Jer 17,9-10). ¿Quién sino Dios puede sondear las profundidades de los corazones humanos (ver Hech 1,24)? ¿No es una velada manifestación de la divinidad de Jesús? Conociendo sin duda también lo que había en el corazón de aquel paralítico, conociendo los pecados que lo tenían espiritualmente postrado, le ofreció aquello de lo que tenía más necesidad: necesitaba escuchar que a pesar de sus pecados, él seguía siendo un hijo amado y querido del Padre; necesitaba ser perdonado por Dios antes incluso que ser curado físicamente. Así que el Señor obró primero aquello que era más necesario: «Hijo, tus pecados quedan perdonados».

Luego, para demostrarles a los escandalizados maestros de la Ley y a todos que Él verdaderamente «tiene poder en la tierra para perdonar pecados», le dice al paralítico que se levante, que tome su camilla y que vuelva a su casa, cosa que el paralítico restituido hace de inmediato. Si su palabra es eficaz para hacer andar nuevamente al paralítico, se deduce de ello que su palabra también es eficaz para perdonar los pecados, para curar la enfermedad del espíritu. El milagro es una prueba visible de la renovación invisible que el Señor ha obrado en aquel hombre al decirle “tus pecados quedan perdonados”. Por tanto, Cristo no blasfema: si Él —como queda demostrado— puede perdonar los pecados de otro por sí mismo, si tiene el poder que sólo Dios posee y lo ejerce como tal, es que Él, siendo hombre, es también Dios.


II. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Llamamos pecado al intento de la criatura humana de querer llegar a ser dios en contra de Dios y de sus amorosos designios. Este intento implica la desconfianza en que Dios quiera el bien para ella, implica el rechazo de la invitación que Dios le hace a participar de su comunión divina de amor, implica el rechazo de participar de su misma naturaleza divina en comunión con Dios.

En este intento de autoafirmarse en sí misma la criatura rompe su vínculo y comunión con Aquel que es el fundamento de su mismo ser y existencia, fuente de su amor y felicidad. Como consecuencia, la criatura humana se quiebra interiormente al rechazar su verdadera identidad, aquello que ella es.

«El que peca, a sí mismo se hace daño» (Eclo 19,4). Quien quiere hacerse dios rechazando a Dios, a sí mismo se destruye. El pecado es un acto suicida. Quien por una u otra razón, ya sea consciente o inconscientemente, saca a Dios de su vida cotidiana, se aliena él mismo: se torna en un extraño para sí mismo porque pierde de vista su verdadera identidad, ya no sabe quién es, cuál el sentido verdadero de su existencia, cuál su último destino. Apartándose de Dios el ser humano termina apartándose de sí mismo, dimitiendo de su humanidad, renunciando a su verdadera grandeza. Termina roto, quebrado, frustrado.

Fruto de esa ruptura interior es la falta de armonía y paz interior que experimenta. Además, la guerra y tensión que vive en su interior inmediatamente se irradian hacia el exterior, afectando y quebrando sus relaciones con los demás: conflictos, abusos, atropellos, injusticias, asesinatos, venganzas, son algunas de las expresiones de la ruptura que vive con los demás, fruto de su ruptura con Dios y de su propia ruptura interior. Y a estas rupturas se suma finalmente la ruptura con todo lo creado, con la naturaleza que lo rodea, que se ve maltratada y depredada en escalas cada vez mayores por la codicia o egoísmo que anida en los corazones alejados de Dios. Toda esta situación de ruptura, toda esta división interior y exterior, todo el odio, el dolor, el sufrimiento, la enfermedad, la soledad, el mal, la muerte, son frutos amargos del pecado del hombre, del pecado de nuestros primeros padres y de nuestro pecado personal, el tuyo y el mío.

Pero he aquí que Dios «no nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas» (Sal 103,10). Su amor es más grande que nuestra ingratitud y nuestro rechazo. Ante la realidad de mi pecado, Cristo, el Hijo del Padre, ha pronunciado y está siempre dispuesto a pronunciar unas palabras tremendas: «Hijo, tus pecados te son perdonados». ¿Qué veía el Señor en aquel paralítico? ¿Qué de bueno ve en mí, cuando humilde me presento ante Él? Su mirada no se detiene en la discapacidad o mal físico: su mirada escruta el corazón del ser humano. ¿Y qué ve? ¡Él ve tu grandeza: eres hijo, eres hija amada de Dios! ¡Él conoce tu valor enorme! ¡Tú vales tanto para Él, que Él, Dios mismo, por ti se ha hecho hombre y ha derramado su Sangre en la Cruz! Y se compadece tanto al ver cómo tú te maltratas tanto a ti mismo, cómo tú por tu pecado te encuentras tan paralizado espiritualmente, herido profundamente con esta herida que es de muerte, que no duda un instante en hacerse hombre para sanarte, para perdonarte, para reconciliarte, para recuperar tu vida —sacrificando la suya propia—, para enseñarte a ti cómo ser verdaderamente hombre, cómo ser verdaderamente mujer, para que en Él y por Él puedas recorrer el Camino (ver Jn 14,6) que te llevará a “ser dios” por la participación de la misma naturaleza divina (ver 2 Pe 1,4).

«He aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis?» (Is 43,19). Dios cumple esta promesa por medio de su Hijo: «en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación» (2Cor 5,19). En Cristo, por el perdón de nuestros pecados, Dios nos reconcilia con Él, con nosotros mismos, con nuestros hermanos humanos y con la creación toda, Dios hace de nosotros hombres y mujeres nuevos.

No olvidemos nunca que en el sacramento de la Reconciliación es Cristo mismo quien nos espera para perdonar nuestros pecados. Por medio de su indigno ministro, es el Señor Jesús que allí me dice: “Hijo, hija, tus pecados quedan perdonados”. Pues Aquel que siendo Dios tiene el poder de perdonar verdaderamente los pecados, quiso comunicar ese mismo poder a sus Apóstoles al decirles: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,23). ¡No dejes de acudir a este sacramento toda vez que necesites encontrar el perdón de Dios por tus pecados!

¿Cómo ser agradecidos con Dios por tanto amor, por todo lo que ha hecho por nosotros? ¡Vivamos día a día conforme a la vida nueva que en Cristo nos ha regalado! ¡Vivamos cada día como hombres y mujeres reconciliados, como discípulos del Señor que impulsados por la fuerza de su Espíritu trabajemos también incansablemente por la reconciliación de todos los seres humanos!


III. PADRES DE LA IGLESIA

San Beda: «Para curar, pues, a aquel hombre de la parálisis, el Señor empezó por desatar los lazos de sus pecados. De este modo le manifestó que a causa de ellos estaba sufriendo la inutilización de sus miembros, cuyo uso no podía recobrar sino desatando aquellos lazos. ¡Admirable humildad! Llama hijo a este hombre menospreciado y débil, cuyas fibras todas se hallaban relajadas y a quien los sacerdotes no se dignaban tocar ni ligeramente. Lo llama hijo con verdad, porque le son perdonados sus pecados».

San Cirilo de Alejandría: «Lo acusan de blasfemia, precipitando así su sentencia de muerte, porque mandaba la ley que fuese castigado de muerte cualquiera que blasfemase. Y lanzaban sobre Él esta sentencia, porque se atribuía la potestad divina de perdonar los pecados: “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?”. El que es único juez de todos es, pues, el que tiene potestad de perdonar los pecados».

San Beda: «Por lo tanto se prueba que Cristo es verdaderamente Dios, porque puede como Dios perdonar los pecados. Se engañan los judíos quienes creyendo que el Cristo es Dios y que puede perdonar los pecados, no creen, sin embargo, que sea Jesús. (…) Mas deseando salvar a estos hombres maliciosos, manifiesta que es Dios por el conocimiento que tiene de las cosas ocultas y por el poder de sus obras. Por esto dice: “Mas como Jesús penetrase al momento con su espíritu esto mismo que interiormente pensaban, díceles: ¿Qué andáis revolviendo esos pensamientos en vuestros corazones?”. En lo cual manifiesta que es Dios, quien puede conocer los secretos del corazón y habla en cierta manera callando: con la misma majestad y poder con que veo vuestros pensamientos, puedo perdonar a los hombres sus delitos».

San Agustín: «Había allí gente que no podían ver la curación de la parálisis interior. Acusaron de blasfemo al médico que había efectuado la curación. “¿Quién es éste, que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?” (Lc 5,21ss). Pero como este médico era Dios, conocía los pensamientos de los hombres. Ellos creían que Dios tenía este poder pero no veían a Dios presente delante de ellos. Entonces, este médico actúa también sobre el cuerpo del paralítico para curar la parálisis interior de aquellos que sólo entendían este lenguaje exterior. Realizaba algo que ellos pudieran ver para creer también ellos».

San Juan Crisóstomo: «También el enfermo tenía una gran fe, porque no se hubiera dejado transportar si no hubiera tenido una gran confianza en Jesús. Ante tanta fe, Jesús muestra su poder y, con autoridad divina, perdona los pecados al enfermo dando así prueba de ser igual a su Padre. Había ya demostrado esa igualdad cuando curó al leproso diciendo “Quiero, queda limpio”; cuando calmó el mar desatado y cuando echó a los demonios que habían reconocido en él a su soberano y su juez… Aquí muestra su poder, pero sin esplendor: no se ha apresurado a curar exteriormente al que le presentan. Ha comenzado por un milagro invisible; primero ha curado el alma de este hombre perdonándole los pecados».


IV. CATECISMO DE LA IGLESIA
La realidad del pecado

386: El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia.

399: La Escritura muestra las consecuencias dramáticas de esta primera desobediencia. Adán y Eva pierden inmediatamente la gracia de la santidad original. Tienen miedo de Dios de quien han concebido una falsa imagen, la de un Dios celoso de sus prerrogativas.

400: La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra; la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones; sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio. La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil. A causa del hombre, la creación es sometida «a la servidumbre de la corrupción» (Rom 8,20). Por fin, la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia, se realizará: el hombre «volverá al polvo del que fue formado» (Gén 3,19). La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad.
Sólo Dios perdona el pecado

1441: Sólo Dios perdona los pecados (ver Mc 2,7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: «El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra» (Mc 2,10) y ejerce ese poder divino: «Tus pecados están perdonados» (Mc 2,5; Lc 7,48). Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (ver Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre.

1442: Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del «ministerio de la reconciliación» (2Cor 5,18). El apóstol es enviado «en nombre de Cristo», y «es Dios mismo» quien, a través de él, exhorta y suplica: «Dejaos reconciliar con Dios» (2Cor 5,20). (Ver 1443-1445)
El sacramento del perdón

1421: El Señor Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los pecados al paralítico y le devolvió la salud del cuerpo, quiso que su Iglesia continuase, con la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, incluso en sus propios miembros. Ésta es la finalidad de los dos sacramentos de curación: del sacramento de la Penitencia y de la Unción de los enfermos.

1446: Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación. Los Padres de la Iglesia presentan este sacramento como «la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia».


VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO FIGARI (transcritas de textos publicados)

«La conversión, aunque pueda tener un momento o momentos fuertes, es un proceso. Cristo llama y no deja de llamar a la conversión: “¡Convertíos!”. La opción por responder al Plan de Dios es sostenida y nutrida por la gracia que es amorosamente derramada en los corazones por el Espíritu Santo y que impulsa a la persona a aspirar continuamente a una vida nueva. En ese sentido se da un combate en lo íntimo del ser humano. “Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos”.

Por el sacramento de la Confesión el pecador recurre a la misericordia divina, y reconociéndose frágil se abre a Dios que sale a su encuentro con el perdón, y a la Iglesia que lo recibe amorosa. La conversión como proceso de continua respuesta a la gratuita invitación de Dios a la reconciliación, alcanza en el sacramento un auxilio fundamental y con el perdón recibe también un don de gracia que impulsa a responder con mayor coherencia al divino designio de Amor.

La conversión y renovación personales, avanzando por los caminos que dispone el designio divino, es tarea de todos en el Pueblo de Dios. Con precisión señala el Catecismo que: “en su peregrinación, la Iglesia experimenta también hasta qué punto distan entre sí el mensaje que ella proclama y la debilidad humana de aquellos a quienes se confía el Evangelio”. Y, refiriéndose al proceso de conversión que llama “segunda conversión”, dice también que “es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que ‘recibe en su propio seno a los pecadores’ y que siendo ‘santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación’. Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del ‘corazón contrito’, atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero”».

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