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sábado, 11 de abril de 2009

Comentario Bíblico y Pautas Homiléticas: Este es el día en que actuó el Señor: Sea nuestra alegría y nuestro gozo. ¡Aleluya!

Publicado por Dominicos.org

Introducción
Vigilia Pascual

Estamos en Pascua, fiesta grande de los discípulos de Jesús. Todo ha ocurrido para nosotros, de tal modo que, creyendo en Él, tengamos vida. No está de más, por ello, echar una mirada a la resurrección desde el punto de vista del discípulo. Me atrevo a ofrecerles, hermanos y hermanas, un intento de recreación de la vivencia pascual que pudieron tener los primeros discípulos tratando -ésta es la osadía- de meterme en la piel de una de aquellas mujeres fuertes que supieron estar al pie de la cruz.

Me tomo, además, una segunda licencia: se trata de un relato y no de las habituales pautas para la homilía. Me anima a hacerlo pensar que estamos precisamente en Pascua, fiesta de la transgresión: el mismísimo Dios violando la ley que prohíbe tocar a un muerto. Me hago cargo de que ya no se lleva decir estas cosas -¡suena a mayo del 68!-, pero asumo el riesgo de pasar por un trasnochado.

Misa del Día

El Domingo de Pascua de Resurrección es por excelencia el día del Señor, porque el Señor por excelencia es el Señor Resucitado. En realidad es la única manera de ser del Señor en estos momentos, resucitado: su vida por Palestina, sus alegrías y dolores, su pasión, ya han terminado; su vida ahora es la del Resucitado, plenitud de vida humana, y, por supuesto, vida divina.

La resurrección no es sólo un acontecimiento que tuvo lugar en un momento dado, es una realidad que sigue presente, como presente en nuestra historia está el Resucitado. Resucitó, precisamente, para que no desapareciera de nuestra historia y se hubiera quedado exclusivamente en un agradable recuerdo. Resucitó para que no sólo tratáramos de imitar lo que sabíamos de él, sino para que le sintiéramos presente en nuestra vida, y buscáramos estar unidos a él: nadie busca estar unido a un cadáver aunque fuera de la persona más querida.

Por eso hoy no sólo celebramos que Cristo resucitó, sino que vive resucitado, presente entre nosotros, alentando nuestro caminar, y, especialmente, proclamando que también nosotros estamos llamados a la resurrección. Su resurrección es la proclamación no sólo de su victoria, sino también de la nuestra contra el mal y, en definitiva, contra la muerte.



Comentario bíblico
Misa del día

Hoy la Iglesia celebra el día más grande de la historia, porque con la resurrección de Jesús se abre una nueva historia, una nueva esperanza para todos los hombres. Si bien es verdad que la muerte de Jesús es el comienzo, porque su muerte es redentora, la resurrección muestra lo que el Calvario significa; así, la Pascua cristiana adelanta nuestro destino. De la misma manera, nuestra muerte también es el comienzo de algo nuevo, que se revela en nuestra propia resurrección.

* 1ª Lectura (Hch 10,34.37-42): La historia de Jesús se resuelve en la resurrección

I.1. La 1ª Lectura de este día corresponde al discurso de Pedro ante la familia de Cornelio (Hch 10,34.37-42), una familia pagana ("temerosos de Dios", simpatizantes del judaísmo, pero no "prosélitos", porque no llegaban a aceptar la circuncisión) que, con su conversión, viene a ser el primer eslabón de una apertura decisiva en el proyecto universal de salvación de todos los hombres. Este relato es conocido en el libro de los Hechos como el "Pentecostés pagano", a diferencia de lo que se relata en Hch 2, que está centrado en los judíos de todo el mundo de entonces.

I.2. Pedro ha debido pasar por una experiencia traumática en Joppe para comer algo impuro que se le muestra en una visión (Hch 10,1-33) tal como lo ha entendido Lucas. Veamos que la iniciativa en todo este relato es "divina", del Espíritu, que es el que conduce verdaderamente a la comunidad de Jesús resucitado.

I.3. El apóstol Pedro vive todavía de su judaísmo, de su mundo, de su ortodoxia, y debe ir a una casa de paganos con objeto de anunciar la salvación de Dios. En realidad es el Espíritu el que lo lleva, el que se adelanta a Pedro y a sus decisiones; se trata del Espíritu del Resucitado que va más allá de toda ortodoxia religiosa. Con este relato, pues, se quiere poner de manifiesto la necesidad que tienen los discípulos judeo-cristianos palestinos de romper con tradiciones que les ataban al judaísmo, de tal manera que no podían asumir la libertad nueva de su fe, como sucedió con los *helenistas+. Lo que se había anunciado en Pentecostés (Hch 2) se debía poner en práctica.

I.4. Con este discurso se pretende exponer ante esta familia pagana, simpatizante de la religiosidad judía, la novedad del camino que los cristianos han emprendido después de la resurrección.

I.5. El texto de la lectura es, primeramente, una recapitulación de la vida de Jesús y de la primitiva comunidad con Él, a través de lo que se expone en el Evangelio y en los Hechos. La predicación en Galilea y en Jerusalén, la muerte y la resurrección, así como las experiencias pascuales en las que los discípulos *conviven+ con él, en referencia explícita a las eucaristías de la primitiva comunidad. Porque es en la experiencia de la Eucaristía donde los discípulos han podido experimentar la fuerza de la Resurrección del Crucificado.

I.6. Es un discurso de tipo kerygmático, que tiene su eje en el anuncio pascual: muerte y resurrección del Señor.

* 2ª Lectura: (Col 3,1-4): Nuestra vida está en la vida de Cristo

II.1. Colosenses 3,1-4, es un texto bautismal sin duda. Quiere decir que ha nacido en o para la liturgia bautismal, que tenía su momento cenital en la noche pascual, cuando los primeros catecúmenos recibían su bautismo en nombre de Cristo, aunque todavía no estuviera muy desarrollada esta liturgia.

II.2. El texto saca las consecuencias que para los cristianos tiene el creer y aceptar el misterio pascual: pasar de la muerte a la vida; del mundo de abajo al mundo de arriba. Por el bautismo, pues, nos incorporamos a la vida de Cristo y estamos en la estela de su futuro.

II.3. Pero no es futuro solamente. El bautismo nos ha introducido ya en la resurrección. Se usa un verbo compuesto de gran expresividad en las teología paulina "syn-ergeirô"= "resucitar con". Es decir, la resurrección de Jesús está operante ya en los cristianos y como tal deben de vivir, lo que se confirma con los versos siguientes de 3,5ss. Es muy importante subrayar que los acontecimientos escatológicos de nuestra fe, el principal la resurrección como vida nueva, debe adelantarse en nuestra vida histórica. Debemos vivir como resucitados en medio de las miserias de este mundo.

II.4. El autor de Colosenses, consideramos que un discípulo muy cercano a Pablo, aunque no es determinante este asunto, ha escogido un texto bautismal que en cierta manera expresa la mística del bautismo cristiano que encontramos en Rom 6,4-8. En nuestro texto de Colosenses se pone más explícitamente de manifiesto que en Romanos, que por el bautismo se adelanta la fuerza de la resurrección a la vida cristiana y no es algo solamente para el final de los tiempos.

II.5. Esto es muy importante resaltarlo en la lectura que hagamos, ya que creer en la resurrección no supone una actitud estética que contemplamos pasivamente. Si bien es verdad que ello no nos excusa de amar y transformar la historia, debemos saber que nuestro futuro no está en consumirnos en la debilidad de lo histórico y de lo que nos ata a este mundo. Nuestra esperanza apunta más alto, hacia la vida de Dios, que es el único que puede hacernos eternos.

* III. Evangelio (Jn 20,1-9): El amor vence a la muerte: la experiencia del discípulo verdadero

III.1. El texto de Juan 20,1-9, que todos los años se proclama en este día de la Pascua, nos propone acompañar a María Magdalena al sepulcro, que es todo un símbolo de la muerte y de su silencio humano; nos insinúa el asombro y la perplejidad de que el Señor no está en el sepulcro; no puede estar allí quien ha entregado la vida para siempre. En el sepulcro no hay vida, y Él se había presentado como la resurrección y la vida (Jn 11,25). María Magdalena descubre la resurrección, pero no la puede interpretar todavía. En Juan esto es caprichoso, por el simbolismo de ofrecer una primacía al *discípulo amado+ y a Pedro. Pero no olvidemos que ella recibirá en el mismo texto de Jn 20,11ss una misión extraordinaria, aunque pasando por un proceso de no “ver” ya a Jesús resucitado como el Jesús que había conocido, sino “reconociéndolo” de otra manera más íntima y personal. Pero esta mujer, desde luego, es testigo de la resurrección.

III.2. La figura simbólica y fascinante del *discípulo amado+, es verdaderamente clave en la teología del cuarto evangelio. Éste corre con Pedro, corre incluso más que éste, tras recibir la noticia de la resurrección. Es, ante todo, "discípulo", y por eso es conveniente no identificarlo, sin más, con un personaje histórico concreto, como suele hacerse; él espera hasta que el desconcierto de Pedro pasa y, desde la intimidad que ha conseguido con el Señor por medio de la fe, nos hace comprender que la resurrección es como el infinito; que las vendas que ceñían a Jesús ya no lo pueden atar a este mundo, a esta historia. Que su presencia entre nosotros debe ser de otra manera absolutamente distinta y renovada.

III.3. La fe en la resurrección, es verdad, nos propone una calidad de vida, que nada tiene que ver con la búsqueda que se hace entre nosotros con propuestas de tipo social y económico. Se trata de una calidad teológicamente íntima que nos lleva más allá de toda miseria y de toda muerte absurda. La muerte no debería ser absurda, pero si lo es para alguien, entonces se nos propone, desde la fe más profunda, que Dios nos ha destinado a vivir con El. Rechazar esta dinámica de resurrección sería como negarse a vivir para siempre. No solamente sería rechazar el misterio del Dios que nos dio la vida, sino del Dios que ha de mejorar su creación en una vida nueva para cada uno de nosotros.

III.4. Por eso, creer en la resurrección, es creer en el Dios de la vida. Y no solamente eso, es creer también en nosotros mismos y en la verdadera posibilidad que tenemos de ser algo en Dios. Porque aquí, no hemos sido todavía nada, mejor, casi nada, para lo que nos espera más allá de este mundo. No es posible engañarse: aquí nadie puede realizarse plenamente en ninguna dimensión de la nuestra propia existencia. Más allá está la vida verdadera; la resurrección de Jesús es la primicia de que en la muerte se nace ya para siempre. No es una fantasía de nostalgias irrealizadas. El deseo ardiente del corazón de vivir y vivir siempre tiene en la resurrección de Jesús la respuesta adecuada por parte de Dios. La muerte ha sido vencida, está consumada, ha sido transformada en vida por medio del Dios que Jesús defendió hasta la muerte.

Fray Miguel de Burgos Núñez



Pautas para la homilía
Vigilia Pascual

Algunos de mis hermanos de comunidad insisten en que nuestros primeros encuentros con Jesús no pasaron de ser enormes casualidades. Yo estoy más bien convencida de que el muy cuco fue haciéndose el encontradizo con unos y con otros y eligiendo cuidadosamente a los suyos, pero en fin... mucho me temo que nunca conseguiremos ponernos de acuerdo sobre este asunto.

De lo que no cabe ninguna duda es de que no tuvo que pasar mucho tiempo antes de que todos nos dejáramos conquistar por Jesús: por su personalidad y por su utopía. Bueno, en realidad tampoco eran dos cosas tan distintas, porque hasta sus más recónditos sentimientos y pensamientos -aquellos que nos contaba en las pocas ocasiones en que conseguíamos quedarnos a solas- tenían que ver con lo que él llamaba el Reinado de Dios. Jesús solía contarnos esa utopía en forma de parábolas, pero Santiago la ha resumido del siguiente modo: es un proyecto de fraternidad entre todas las persona humanas, porque a fin de cuentas todos somos hijos de un único Padre, el mismísimo Dios. Sí, yo también creo que es un buen resumen. Lo cierto es que, de la mano de Jesús, fuimos aprendiendo a llamar a Dios “Padre” y también a caer en la cuenta del especial cuidado y cariño que necesitan los más vapuleados por la vida.

Jesús aseguraba que el Reinado de Dios, aunque aún era pequeño, ya estaba en marcha y que nada podría detenerlo. Nosotros creímos de todo corazón esa buena noticia y ofrecimos nuestra colaboración para el crecimiento de aquella especie de grano de mostaza, como él lo llamó, ridículo de tamaño, desde luego, pero rebosante de vida.

Digo que ofrecimos nuestra colaboración, pero quede claro que ninguno de nosotros éramos lo que se dice una joya, y, de hecho, había cosas que a todos nos costaba aceptar. Me gustaría no tener que reconocerlo, pero al pan, pan: a pesar de habernos embarcado en la aventura de Jesús, sobre nosotros seguían pesando los viejos reflejos. Por ejemplo, aunque ahora me hace gracia recordar aquel día en que todos nos enzarzamos en una agria discusión sobre nuestros respectivos poderes y privilegios dentro del grupo, lo cierto es que entonces viví aquel episodio como un auténtico fracaso colectivo. Y eso es lo que era: no acabábamos de aceptar que en el proyecto de Jesús no habría dividendos. Menos mal que él demostró, una vez más, tener una paciencia a prueba de bomba. Fue esa paciencia la que nos permitió ir empapándonos de su verdad e ir intuyendo paso a paso nuevos horizontes en su forma de ser y de vivir. Llegamos incluso a convencernos de que Jesús no era un hombre cualquiera, sino un gran profeta, un enviado de Dios. En fin, que a pesar de nuestros pesares, en aquella primera época todo parecía ir viento en popa. La fama de Jesús se extendía y cada día recibíamos en el grupo caras nuevas.

Sí, la fama de Jesús se fue extendiendo a toda velocidad, pero no todo eran ventajas. Enseguida tuvimos ocasión de comprobar que, a medida que su mensaje iba siendo conocido, se despertaban todo tipo de recelos y de hostilidades entre los poderosos, sobre todo entre las autoridades religiosas de nuestro propio pueblo. Y esto nos desconcertaba por completo porque aquellos hombres eran ni más ni menos que los representantes oficiales de Dios. Así los veíamos nosotros en aquel entonces. No podía ser verdad, pero lo era: estábamos asistiendo a una especie de guerra: el Dios de la ley contra el Dios-Padre, el Dios del templo contra el Dios de la vida, del Dios oficial contra el Dios de Jesús. Lo de guerra puede parecer exagerado, pero, de hecho, el conflicto en que Jesús se vio envuelto fue pasando a mayores: primero fueron simples intentos de ridiculización de Jesús; más adelante calumnias (le llamaron borracho, loco, endemoniado); luego llegaron los planes de captura, que siempre fallaron, excepto -claro- la última vez, aquella que condujo al juicio, a la condena, a la tortura y a la ejecución.

¡Una ejecución! Hemos tenido que ver a Jesús colgado de una cruz; ejecutado por hereje, por heterodoxo, por mentiroso... por blasfemo según decía la sentencia con que el Sanedrín le acusó de haber adulterado y corrompido completamente la verdadera imagen de Dios. Nuestro desconsuelo era total y nuestra tristeza infinita. Todo sucedió deprisa y apenas tuvimos tiempo de hablar las cosas. Además, el miedo nos tenía agarrotados y prácticamente todos decidimos escondernos y dispersarnos; por no dejar sola a María, la madre de Jesús, sólo su hermana, Juan y yo, haciendo de tripas corazón, nos atrevimos a llegar hasta el final. No fue posible pararse a pensar las cosas entre todos y no seré yo quien me aventure a dar una palabra definitiva sobre los demás, pero tengo la impresión de que fuimos muchos los que entendimos que aquello era el desenlace de un fracaso estrepitoso. En la cruz yo vi -he de reconocerlo- el triunfo del Dios oficial sobre el Dios de Jesús. ¿Cómo podríamos haber desconfiado de la sentencia de aquel tribunal de hombres sabios y religiosos, cuya voz era aceptada por todo el mundo como la voz de Dios? Nuestras tradiciones, nuestras leyes, nuestras instituciones, nuestras autoridades... parecían estar demostrando el gran fraude cometido por Jesús. Parecía quedar sentado y bien sentado que la utopía de Jesús nada tenía que ver con el Reino de Dios, sino con la imaginación calenturienta de un soñador descarriado. Recuerdo el horrible estremecimiento que hace unos días me produjeron los gritos de aquel hombre que se encontraba justo detrás de nosotros, al pie de la cruz: “¿Dónde está tu Dios ahora? ¡Que venga a salvarte si tanto te quiere!”. Y el Dios de Jesús no vino. ¡Qué espantoso silencio! Allí quedaban, pendiendo en un madero, los jirones de una farsa.

Todo había sido un espejismo, un sueño... un dulce sueño, es verdad, pero un sueño al fin. Y había llegado el momento de despertar y de seguir mirando de frente la única realidad... la de nuestras tradiciones, nuestras leyes, nuestras instituciones y nuestras autoridades... la única y verdadera realidad. La realidad a secas.

Pero en esta hermosa mañana de Pascua la realidad parece haberse vuelto loca. En cierto sentido, todo ha cambiado. Sabemos que Jesús vive... así de sencillo y así de espléndido. Casi no tenemos palabras para decirlo, apenas somos capaces de balbucear el misterio, pero sabemos que Dios ha resucitado a Jesús. Sabemos que, a pesar de todas las apariencias, era Jesús quien estaba en lo cierto: no hay más Dios que el de la misericordia, el que vela sobre el débil, el enamorado de la vida. No hay más Dios que el Padre nuestro, el que a todos nos hace hermanos. ¡Y eso nos llena de alegría!

Es verdad que este mundo sigue siendo, por muchas y conocidas razones, un lugar feo, frío y triste. Pero no es menos cierto que la resurrección de Jesús descubre un mundo inédito, crea posibilidades vírgenes, estrena horizontes desconocidos. La resurrección de Jesús hace posible que se den la mano realidades que parecían destinadas a no encontrarse nunca: dolor y sonrisa, enemigo y abrazo, persecución y bienaventuranza, ofensa y perdón, morir... para vivir.

Se equivocan los que piensan que la tortura puede amedrentar al hombre libre: Jesús ha resucitado. Se equivocan los que recurren a la calumnia para silenciar al hombre veraz: Jesús ha resucitado. Se equivocan los que abusan del poder para poner cerco al hombre fraterno: Jesús ha resucitado. Se equivocan los que confían en la violencia para sepultar al hombre justo: Jesús ha resucitado. Se equivocan los que pretenden poner término a nuestra historia personal y colectiva en la noche oscura de un viernes santo: desde la luminosa mañana de pascua Dios nos llama en Jesús resucitado.

Más aún, en esta hermosa mañana hemos aprendido incluso a amar la cruz. Ahora sabemos que ella no significa el triunfo de ningún diosecillo, sino la solidaridad del Dios de Jesús con todos los abatidos. Sabemos que la gloria de Dios ya no brilla en las medallas de los poderosos, sino en la ternura de los débiles. Sabemos que los diamantes son estériles, mientras que el estiércol puede alimentar la vida.

En algo tienen razón los aguafiestas, y es que la resurrección de Jesús no nos saca de repente de este lugar feo, frío y triste en que ahora vivimos..., pero nos permite acariciar una esperanza para seguir caminando. Porque Dios es, para siempre, el Padre obstinadamente creativo capaz de transformar una tragedia en una victoria para sus hijos.

Fray Javier Martínez Real, OP
San Gerónimo - Rep. Dominicana




Misa del Día

La “prueba de la resurrección”

La resurrección de Cristo, como la nuestra, es un dato de fe. Indemostrable con argumentos científicos. Lo más noble de la vida es indemostrable con esos argumentos: el amor de enamorados, por ejemplo, el compromiso solidario por el otro, el ansia de conocer la verdad de lo que somos y debemos ser… Todo eso responde a una opción personal. No hay argumentos, existen signos de la Resurrección.

Nosotros no veremos el sepulcro vacío, y el sudario enrollado como Juan y Pedro, signo de la resurrección del Señor. Nuestra fe se apoya sobre todo en ver cómo la certeza de la resurrección de Cristo cambió la vida de Pedro y del resto de los discípulos. Pedro, como dice la primera lectura, es capaz de predicar algo tan insólito como que el “colgado del madero” a la vista de todos, Dios lo ha resucitado, según algunos pueden atestiguar. Ese testimonio de algunos sería el testimonio de unos visionarios, si no estuvieran dispuestos a dar la vida por esa fe; si esa misma fe no les hubiera cambiado la vida a ellos.

* La nueva vida de nosotros, “resucitados”

Pues bien, nosotros hemos continuar el compromiso de los apóstoles de ser testigos de la resurrección de Cristo, de su triunfo sobre el odio y la muerte. Seremos testigos, no sólo proclamando gozosos la resurrección de Señor, sino, y sobre todo, apostando por los bienes del cielo, los bienes que triunfaron con la resurrección de Cristo: el amor, la búsqueda de la verdad, la intimidad con Dios. Pablo nos los recuerda en la segunda lectura: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes del cielo, no los de la tierra” En la medida en que buscamos los bienes del cielo frente a la presión, que no nos abandona, de hacernos con los de la tierra, anunciamos el gozo de la Pascua, superamos la muerte, lo efímero y terreno.

Proclamamos, ya en la tierra lo que es plenitud en el cielo: el triunfo del amor sobre el odio, de la verdad sobre el error; así como la necesidad de contar con Dios frente al olvido de su presencia en nuestras vidas. Atendiendo a eso construiremos una comunidad -familiar, social, parroquial- de paz y libertad, como la que el Resucitado quiso para los suyos.

Si estamos en esa línea, la Pascua ha llegado a nosotros y podemos comunicar, no sólo desear, a los demás con razón ¡FELICES PASCUAS! Ese es mi sincero y cordial deseo.


Fray Juan José de León Lastra

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