Publicado por Entra y Verás
El título de este artículo bien podría ser un buen calificativo para lo que celebramos en este tiempo de Pascua. Somos espectadores maravillados pues podemos contemplar con asombro como Dios es ternura y amor para todos.
El grito de «la imaginación al poder» destila resonancias revolucionarias muy anteriores a las cacareadas en el mayo francés de 1968. En los burgos medievales, cuando el sentido común no estaba aún disociado de la fantasía, había un día al año en que todo se ponía patas arriba. El rústico hacía de maestro, el monaguillo de obispo, el porquero de noble linajudo, y la ciudad entera respetaba sin fisuras este desorden instituido. Además de una fiesta extravagante y divertida, venía a ser una catarsis pedagógica. Las consecuencias de ese ritual iconoclasta podían ser incalculables. Lo de menos era que durante veinticuatro horas se trastocasen todos los grados y jerarquías de la sociedad; lo importante se hallaba en que ya para el resto del año tales jerarquías quedaban radicalmente cuestionadas, relativizadas, minadas en su misma base.
Para un discípulo del Evangelio nada hay tan subversivo de ese falso orden jerárquico que se asienta en la acomodación mullida a la rutina inerte y plúmbea como el estallido radiante de la Pascua de Jesús. Estamos de enhorabuena, subidos a la cresta de la ola más dichosa en plena marea alta: Jesús vive para siempre y, con su triunfo sobre la injusticia, el desamor y la muerte, nuestra vida –por gracia solidaria de Él para con la entera humanidad– ha escapado para siempre de los cepos del miedo, el absurdo y los gusanos y se ha embarcado en una aventura apasionante que conduce indefectiblemente hacia un final eterno de encuentro gozoso y abrazo familiar con el Dios-Ternura, con el Padre-Madre de Amor. Al viento favorable de la Pascua, todos podemos navegar por el océano de las horas poniendo proa a la esperanza que no defrauda, a la vez que proclamamos con voz serena y clara: mi corazón late, el universo palpita. Para descubrir tanta maravilla como nos habita por dentro y nos circunda por fuera no hace falta usar unas gafas especiales, basta restregarse los ojos. Basta aprender a mirar de nuevo y, de este modo, apreciar a fondo la perenne novedad de la vida y su misterio: mirar lo habitual como maravilloso y lo maravilloso como habitual.
A menudo padecemos insatisfacciones que no son sino consecuencias evitables de un desgraciado error de cálculo: experimentamos la limitación como frustración, como fracaso fatal, no como simple carencia. Igual que a un mutilado le duele a veces la pierna amputada, a nosotros nos duelen las alas que nunca tuvimos. Nos pasa que porque no somos gigantes con la coronilla a la altura de las estrellas ya por eso nos pensamos como enanos de talla de microbio. No hemos sido arrojados en marcha del tren de la felicidad. Jesús ha resucitado y con Él el viaje de vivir tiene ruedas, tiene raíles y tiene horizonte. A nosotros nos corresponde engrasar los ejes. El paraíso no está ni perdido ni cerrado. Sucede que hemos extraviado nuestra capacidad para disfrutar de él, para percibirlo allí donde sigue estando. Ni creemos en quimeras ni admitimos cegueras: no existen espectáculos maravillosos, sólo existen espectadores maravillados. El prodigio tiene lugar cuando al encender la luz de nuestro mirar sintonizamos con la vida desde lo más profundo de nuestro pálpito creyente: el corazón de la Pascua.
¡Feliz Pascua de Resurrección!
José Manuel Berruete, agustino recoleto. Parroquia Santa Rita, Madrid
El grito de «la imaginación al poder» destila resonancias revolucionarias muy anteriores a las cacareadas en el mayo francés de 1968. En los burgos medievales, cuando el sentido común no estaba aún disociado de la fantasía, había un día al año en que todo se ponía patas arriba. El rústico hacía de maestro, el monaguillo de obispo, el porquero de noble linajudo, y la ciudad entera respetaba sin fisuras este desorden instituido. Además de una fiesta extravagante y divertida, venía a ser una catarsis pedagógica. Las consecuencias de ese ritual iconoclasta podían ser incalculables. Lo de menos era que durante veinticuatro horas se trastocasen todos los grados y jerarquías de la sociedad; lo importante se hallaba en que ya para el resto del año tales jerarquías quedaban radicalmente cuestionadas, relativizadas, minadas en su misma base.
Para un discípulo del Evangelio nada hay tan subversivo de ese falso orden jerárquico que se asienta en la acomodación mullida a la rutina inerte y plúmbea como el estallido radiante de la Pascua de Jesús. Estamos de enhorabuena, subidos a la cresta de la ola más dichosa en plena marea alta: Jesús vive para siempre y, con su triunfo sobre la injusticia, el desamor y la muerte, nuestra vida –por gracia solidaria de Él para con la entera humanidad– ha escapado para siempre de los cepos del miedo, el absurdo y los gusanos y se ha embarcado en una aventura apasionante que conduce indefectiblemente hacia un final eterno de encuentro gozoso y abrazo familiar con el Dios-Ternura, con el Padre-Madre de Amor. Al viento favorable de la Pascua, todos podemos navegar por el océano de las horas poniendo proa a la esperanza que no defrauda, a la vez que proclamamos con voz serena y clara: mi corazón late, el universo palpita. Para descubrir tanta maravilla como nos habita por dentro y nos circunda por fuera no hace falta usar unas gafas especiales, basta restregarse los ojos. Basta aprender a mirar de nuevo y, de este modo, apreciar a fondo la perenne novedad de la vida y su misterio: mirar lo habitual como maravilloso y lo maravilloso como habitual.
A menudo padecemos insatisfacciones que no son sino consecuencias evitables de un desgraciado error de cálculo: experimentamos la limitación como frustración, como fracaso fatal, no como simple carencia. Igual que a un mutilado le duele a veces la pierna amputada, a nosotros nos duelen las alas que nunca tuvimos. Nos pasa que porque no somos gigantes con la coronilla a la altura de las estrellas ya por eso nos pensamos como enanos de talla de microbio. No hemos sido arrojados en marcha del tren de la felicidad. Jesús ha resucitado y con Él el viaje de vivir tiene ruedas, tiene raíles y tiene horizonte. A nosotros nos corresponde engrasar los ejes. El paraíso no está ni perdido ni cerrado. Sucede que hemos extraviado nuestra capacidad para disfrutar de él, para percibirlo allí donde sigue estando. Ni creemos en quimeras ni admitimos cegueras: no existen espectáculos maravillosos, sólo existen espectadores maravillados. El prodigio tiene lugar cuando al encender la luz de nuestro mirar sintonizamos con la vida desde lo más profundo de nuestro pálpito creyente: el corazón de la Pascua.
¡Feliz Pascua de Resurrección!
José Manuel Berruete, agustino recoleto. Parroquia Santa Rita, Madrid
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