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lunes, 13 de abril de 2009

La Pasión a la luz de la Resurrección

Publicado por Laicos Ignacianos
Este texto de Piet van Breemen corresponde al capítulo 21 del libro
“Transparentar la Gloria de Dios”.

Hace más de un siglo que el exegeta alemán Martin Kähler expuso la provocativa paradoja de que el evangelio de Marcos es la historia de la pasión, precedida por una larga y detallada introducción. Si recordamos que “evangelio” significa “buena noticia”, es obvio que nos hallamos ante una paradoja, puesto que sería una buena noticia lo que básicamente es el relato del sufrimiento injusto, brutal y leal de un hombre inocente. ¿No es esto ir demasiado lejos?

Sin embargo, la exagerada deliberación de Kähler tiene su punto de razón. Considera Kähler que la pasión constituye el núcleo del evangelio de Marcos y que los demás capítulos se limitan a conducir a ese núcleo. En primer lugar, los treinta años de la vida oculta de Jesús no se mencionan en absoluto en Marcos, y en Mateo y en Lucas se despachan en un par de páginas. A continuación se relata de un modo más extenso y con mayor detalle la vida pública de Jesús. Pero, cuando comienza la pasión, el ritmo narrativo se ralentiza considerablemente, y los cuatro evangelios nos relatan los hechos hora a hora; es decir, nos hallamos, sin lugar a dudas, ante el centro del interés fundamental de los evangelistas.

La afirmación de Kähler se ve claramente confirmada por nuestras profesiones de fe oficiales, en las que es evidente que la persona de Jesús ocupa el lugar central; pero entre su nacimiento y su pasión no hay nada que merezca la pena mencionar; no se dice una sola palabra de sus parábolas y milagros, de sus discursos y controversias, de sus encuentros con la gente y su actividad ministerial… De su nacimiento, saltamos de inmediato a su pasión y muerte, que, obviamente, constituye el centro de nuestra fe. El Credo niceno afirma acerca de Jesús: “Por obra del Espíritu Santo, se encarnó de santa María virgen, se hizo hombre, y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato, padeció, murió y fue sepultado”. En el Credo de los Apóstoles la omisión es, proporcionalmente, más palpable, decimos sobre Jesús: “Fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de la Virgen María. Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado. Descendió a los infiernos…”. En los misterios del rosario encontramos el mismo esquema: se pasa de los gozosos a los dolorosos, sin considerar en absoluto lo que ocurrió entre ambos.

En el Nuevo Testamento hay muchos textos que insisten en que la pasión de Jesús constituye el centro de nuestra fe en él, pues se trata de la culminación de la autoentrega y la autorrevelación definitivas de Dios. San Pablo dice: “El que no reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos va a regalar todo lo demás con él?” (Rm 8, 32)

En el evangelio de Juan encontramos un profundo texto en el que Jesús dice a los judíos: “Cuando levantéis a este Hombre, comprenderéis que YO SOY…” (8, 28).

Jesús reclama para sí el Nombre más santo. Ésta era una afirmación inaudita en un entorno en el que los labios humanos no podían pronunciar ese Nombre. Jesús vincula su afirmación con su muerte en la cruz: precisamente allí se pondrá de manifiesto su unidad con Yahvé. Este versículo abarca el autovaciamiento más profundo –morir en la cruz como un esclavo- y la autocomprensión más sublime –equipararse con Yahvé.

No obstante, por verdadera que sea la paradoja de Kähler, el rigor de la exégesis moderna exige necesariamente una explicación. Podemos seguir diciendo que el evangelio es básicamente la historia de la pasión, pero es preciso añadir: vista a la luz de la resurrección. Entre las muchas aportaciones de la investigación bíblica reciente, la más importante parece ser la evidencia de que cada página del evangelio está escrita con la certeza de la resurrección de Jesús; y es precisamente esta convicción básica y omnipresente la que transforma esta historia en "Buena Noticia".

Unos cuantos ejemplos pueden ayudar a clarificar esta nueva percepción tan importante.

Los fariseos podrían haber narrado la pasión de Jesús con mucho más detalle que la descripción de los evangelistas. Después de todo, ellos planearon la eliminación de Jesús, y con ese fin incluso sobornaron a un traidor. Después ejecutaron su plan con todo cuidado y saborearon su triunfo; por tanto, podrían informarnos de muchas cosas que no sabemos. Pero, pese a lo exacta, extensa e informativa que pudiera ser su presentación, nunca sería el evangelio, porque la faltaría la fe en la resurrección y, por consiguiente, todo el relato se habría hecho desde una perspectiva errónea.

Es posible abordar la pasión de Jesús desde el punto de vista de un noble humanismo y sentirse indignado por tan flagrante violación a sus derechos humanos –y tal vez hasta denunciarla a Amnistía Internacional-. Pero, si falta fe en la resurrección, entonces no se trata del evangelio.

Aunque los discípulos estuvieron presentes, de hecho, en diversas fases de la pasión, en modo alguno la experimentaron como evangelio. Al contrario; no sintieron más que una profunda decepción. Su última esperanza había quedado destrozada. No esperaban la resurrección; por consiguiente, no percibieron ninguna Buena Noticia.

El centurión romano que estaba a cargo de la crucifixión fue el que más se acercó al verdadero sentido del evangelio. Pilato le había escogido para la delicada misión de llevar a cabo la ejecución de aquel conflictivo rabino de Nazaret. Jerusalén estaba repleta de peregrinos para la Pascua, y en esa atmósfera tensa la condena de Jesús muy bien podría haber sido la chispa capaz de hacer estallar la pólvora. Pilato dejó bien sentado a su oficial de confianza que no quería ningún disturbio. El centurión, a caballo, tuvo toda la operación bajo control y la llevó a cabo sin dificultad. Cuando hubo cumplido su misión, aquel hombre, que estaba al mando y que no se había perdido ni un detalle, proclamó: “Realmente este hombre era hijo de Dios” (Mc 15,39). Podríamos parafrasear: “En toda mi carrera en el ejército, nunca he asistido a una crucifixión como ésta. ¡Este hombre era extraordinario! He podido ver en él una santidad auténtica. Estaba cerca de Dios”. El oficial romano había vislumbrado el Más Allá en la crucifixión. Es verdad que ni profesaba una fe cristiana plena, ni su expresión “hijo de Dios” entrañaba lo que la teología ulterior iría revelando gradualmente; no obstante, en el crucificado había descubierto algo fuera de lo normal.

Un cristiano es una persona que ve el horror de la crucifixión a la luz brillante de la resurrección. Cuando los evangelistas escriben sus evangelios, ven más de lo que habían percibido durante la pasión, y precisamente ese “más” constituye la inspiración bíblica. La raíz de esta palabra (“inspiración”) es el espíritu. El Espíritu Santo les hace ver todo lo ocurrido desde la perspectiva de la fe en la resurrección, lo que, evidentemente, les proporciona una percepción nueva. Cuando la iglesia primitiva comenzó a leer los acontecimientos históricos de la vida de Jesús a la luz del Señor resucitado, sus ojos se abrieron a muchos descubrimientos asombrosos. De ese modo se elaboraron los evangelios. El carisma de los evangelistas, y a través de ellos, de cada cristiano, consiste en mostrar el brillo de la luz pascual en el sufrimiento de Jesús –y de sus seguidores-. El evangelio de Juan en especial presenta la pasión de tal modo que la gloria de Jesús resucitado lo impregna todo y, en ocasiones, brilla con gran esplendor.

La resurrección es la otra cara de la pasión. En cierto sentido, es su reverso dialéctico, en el que un sufrimiento despiadado se convierte en alegría y gloria inmensas. Pero, por encima de todo, existe una continuidad entre la pasión y la resurrección: eso es lo que los textos inspirados intentan explicarnos. La continuidad radica en la gloria del amor entre el Padre y el Hijo. Ese amor, que fue lo que sustentó a Jesús durante las crueles horas de sufrimiento físico y mental, se revela en todo su esplendor en la resurrección, que es la manifestación explícita del mencionado amor, hasta entonces oculto. Pero la resurrección no anula la cruz, sino que supone su revelación definitiva. Quizás podríamos decir que en la pasión se destaca la fidelidad del Hijo al Padre, mientras que en la resurrección es más evidente la fidelidad del Padre al Hijo. No obstante, al decir esto no debemos olvidar que los dos son uno, y que el amor mutuo de Padre, Hijo y Espíritu Santo es uno con el amor del Dios trino al mundo.

En la muerte en la cruz podría parecer que el Padre ha abandonado a su Hijo: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Sal 22,1). Pero la resurrección pone de manifiesto que el Padre estuvo al lado de su Hijo, en la muerte y más allá de ella, con una fidelidad que supera nuestras posibilidades humanas y nuestra imaginación más audaz. La resurrección es la manifestación del amor eterno y constante entre Padre e Hijo, que se consumará en la efusión del Espíritu Santo, común a ambos, en nuestros corazones (Cf. Rom 5, 5); ésa es la realización del misterio pascual.

El misterio pascual, que consiste en la unidad indisoluble de la muerte y de la resurrección de Jesús, constituye el centro de la fe cristiana. La muerte y la resurrección son como los dos extremos de un túnel, pues los túneles tienen dos lados –si sólo tuvieran uno, no serían más que un agujero en la tierra-, y ambos deben estar conectados; de lo contrario, no serían más que un par de hoyos (como sucedió en Ufredal, Noruega, en 1990, donde los equipos que excavaron un túnel de 2’5 kms, no se encontraron a medio camino, debido a un error de cálculo). En el lado de la pasión, vislumbramos algo de la luz pascual; y en el lado de la resurrección, siempre vemos la silueta de la cruz a través del túnel, como el Señor resucitado lleva eternamente las huellas de los clavos en su cuerpo glorificado. Sólo así resulta consolador el misterio pascual. “Pues, aunque por su debilidad fue crucificado, por el poder de Dios está vivo. Lo mismo nosotros, si compartimos su debilidad, compartiremos frente a vosotros su vida por el poder de Dios” (2 Co 13,4). “Conocerle a él y el poder de su resurrección y la participación en sus sufrimientos…”. (Flp 3,10).

A este misterio pascual se refería Jesús cuando decía: “Cuando levantéis a este Hombre, comprenderéis que YO SOY” (Jn, 8, 28). Una confirmación asombrosa de este profundo versículo es que, en nuestro siglo, dos mujeres judías extremadamente inteligentes llegaron a la fe católica precisamente a través del misterio de la cruz. La primera de ellas es Edith Stein (fallecida en 1942), que, cuando era estudiante en Göttingen, Alemania, se consideraba atea, hasta que su profesor Adolf Reinach, al que apreciaba mucho, cayó en el frente belga durante la Primera Guerra Mundial. La visita de condolencia que hizo a su viuda se transformó en un momento decisivo de su vida: “Fue mi primer encuentro con la cruz y con la fuerza divina que transmite a quienes la llevan. Fue el momento en que se derrumbó mi increencia y brilló Cristo: Cristo en el misterio de la cruz” (1). Esta experiencia determinó el resto de su vida, hasta el punto de que, como carmelita, escogió el nombre de hermana Teresa Benedicta de la Cruz.

La otra mujer es Simone Weil (fallecida en 1943), que se identificó en grado extremo con el sufrimiento de las víctimas de la guerra civil española y de la Segunda Guerra Mundial, y de modo especial con sus hermanos judíos bajo el terror nazi. También la conmocionó la profunda conexión que tuvo la gracia de percibir entre el desamparo total de esas personas y el de Jesús en la cruz. Esto la llevó a la fe cristiana. Hasta unos días antes de su muerte, rechazó el bautismo por solidaridad con su propio pueblo atormentado. Pero, poco antes de morir, pidió a una buena amiga que la bautizara (2). De este modo participó sacramentalmente en la muerte y la resurrección de Jesús.


Vivir el misterio pascual

El misterio pascual es una verdad dogmática de suma importancia. Si Jesús no hubiera resucitado, nosotros no habríamos sido redimidos. La liturgia pascual no se cansa de proclamar que el mismo Jesús que colgó de la cruz es el resucitado de la tumba. Separar la cruz y la resurrección es destruir el misterio central de nuestra fe.

El misterio pascual posee también el máximo significado práctico, pues quien cree en este misterio vive de modo diferente. La vida cotidiana se transforma. Aprendemos a no malgastar el sufrimiento, porque puede dar mucho fruto si lo vemos en conexión con la pasión de Jesús. No deja de ser significativo el hecho de que muchas veces denominemos “cruz” al sufrimiento. La experiencia de muchas generaciones expresa de este modo una afinidad entre nuestro dolor y el dolor de Jesús. Jesús no nos ofrece un modo de huir de los contratiempos de la vida ni una explicación que nos permita entender su significado; no obstante, sí viene a llenar con su presencia nuestros sufrimientos; no nos deja solos en la desgracia, sino que se une a nosotros, él, que experimentó tan profundo pesar; nos muestra que nuestro dolor puede unirse al suyo y, de ese modo, desmbocar con su pasión en la gloria de la resurrección. Lo que espontáneamente consideramos sin sentido –y con razón, porque en sí mismo lo es- puede hacerse creativo a través del misterio pascual, que nos protege de la autocompasión y la amargura, lo cual es de enorme importancia.

El sufrimiento que somos incapaces de aceptar con el corazón e integrar en nuestra vida resulta negativo. Este sufrimiento puede tener muchas caras: problemas de salud, adicciones, contratiempos en nuestra carrera profesional, humillaciones justas o injustas, traición por parte de quienes menos lo esperamos, falta de afirmación y de reconocimiento, frustraciones por una educación insuficiente, nuestras propias inmadureces y sombras que vamos descubriendo gradualmente, nuestra mediocridad espiritual, nuestra aridez en la oración, nuestra propia infidelidad, nuestra culpa auténtica o falsa… En momentos cruciales, cualquiera de estos sufrimientos no aceptados puede conducirnos fácilmente a compensaciones superficiales o a la infidelidad en nuestros compromisos más queridos. Una ofensa no perdonada, o tal vez reprimida, nos induce a herir a otros en represalia, quizá sin ser siquiera conscientes del proceso que se produce en nosotros. Nuestras experiencias negativas reprimidas nos encierran en un círculo vicioso que desemboca en un mayor negativismo. Esto, que puede suceder en el matrimonio, en la vida religiosa, en el sacerdocio…, sofoca nuestro amor, vacía nuestra generosidad y ministerio, afecta a nuestra fidelidad y honestidad y nos encierra en la mezquindad y la superficialidad. La cruz de Jesús, si se la contempla vinculada a la resurrección, nos proporciona una gran fuerza para aceptar lo inevitable y unirlo al sufrimiento de Jesús, para así hacerlo fecundo.

Si vivimos realmente nuestra fe en el ministerio pascual con integridad, encontraremos consuelo no sólo para nosotros, sino también para los demás. La fe cristiana es siempre apostólica. El consuelo que ofrecemos a los demás debe ser genuino, profundo y arraigado en el misterio. Un filósofo alemán escogió como título de uno de sus libros: “Sólo consuela el misterio” (Kart Pfleger) (3). Así piensa también san Pablo: “Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, Padre compasivo y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación, para que nosotros, en virtud del consuelo que recibimos de Dios, podamos consolar a los que pasan cualquier tribulación” (2 Co 1, 3 – 4).


NOTAS

(1) Waltraud Herbstrith, Das Wahre Gesicht Edith Steins, Verlag Gerhard Kaftke, Bergen-Enkheim 1972, p.44

(2) Hasta 1990 no se supo nada de este bautismo, excepto por parte de la mujer que le administró el sacramento y que reveló entonces el secreto. Cf. Jürgen Kuhlmann, “Güttig getauft – nenes ubre Simone Weil”: Geist und Leben 63 (1990), pp 39 – 42.

(3) Josef Knecht Verlag, Frankfurt am Main 1957.

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