Abarcar un misterio tan grande como lo es la resurrección es, además de un atrevimiento, algo sencillamente imposible. Solo quiero dar algunas puntadas sobre este acontecimiento en nuestra vida de fe.
Una de las prácticas litúrgicas en la noche de pascua consiste en mostrar la efigie de un hombre vivo y sonriente, con heridas aún sin cicatrizar en manos, pies y costado. Es interesante ver cómo las personas le ponen todo el amor del mundo y organizan procesiones, gastan su tiempo y creatividad imaginando cómo sería el momento de la resurrección. Después de un profundo silencio empiezan a sonar las campanas y el canto de gloria, silenciado durante la cuaresma. Entran con la imagen del “resucitado” por la mitad del templo mientras suenan los aplausos. La gente se emociona y grita vivas. Con la alegría de la “resurrección” vuelven las flores al altar, los presbíteros se visten de blanco y a la salida del templo se desean mutuamente felices pascuas…
Estas escenas acompañaron y siguen acompañando la celebración de la pascua de muchas comunidades cristianas. Las pinturas, las canciones, las películas, etc., nos muestran no tanto la resurrección sino la revivificación de un cadáver, como si el muerto, con las mismas características espaciotemporales, se hubiera levantado del sepulcro. Tenemos que decir claramente que esta visión de la resurrección de Jesús no podemos aceptarla hoy. No solamente porque no aguanta un cuestionamiento del racionalismo moderno, o del agnosticismo postmoderno, sino porque no corresponde a la primera experiencia de fe de las comunidades cristianas primitivas.
Digámoslo directamente: el cadáver de Jesús debió seguir el ciclo de cualquier organismo muerto, como residuo de una etapa de evolución irreversible y ya consumada en el ser. Es decir que se descompuso y formó parte de la madre tierra de la cual había salido. No le demos más vueltas al asunto y no nos extrañemos si en algún momento encuentran sus restos mortales, aunque sería muy difícil identificarlo con certeza. ¿Entonces, se acabó la fe? ¿Entonces se acabó la Iglesia? ¡No! ¡Todo lo contrario!
Resurrección no es revivificación de un cadáver para dejarlo en las mismas condiciones de antes (eso sería retroceder), ni es la pervivencia de un alma espiritual independiente de las funciones corporales. La resurrección es una nueva creación a partir del mismo yo. El mismo yo (núcleo central) pero diferente, pues resucitado goza de una nueva relación con Dios y con el mundo. El resucitado tiene una nueva forma de ser, trasformado totalmente por obra del Espíritu vivificante de Dios.
A primera vista, el evangelio de hoy nos señala la tumba vacía como “prueba” de la resurrección. Pero el hecho de que el cadáver no estuviera en la tumba no significa que haya revivido. Los relatos de la tumba vacía “son narraciones que sirven para justificar una celebración litúrgica de la comunidad de Jerusalén que se reunía anualmente para anunciar la resurrección ante una tumba vacía, como signo de ella” (C. Bravo). Son recursos pedagógicos que emplearon los evangelistas para llevarnos al encuentro con Jesús resucitado. Recursos que se quedaron cortos para representar algo que no era palpable a los ojos.
La resurrección de Cristo no es un hecho comprobable científicamente, es una experiencia de fe. Los discípulos fueron testigos del Jesús histórico que vivió, hizo camino y pasó haciendo el bien. Los evangelistas narran toda la estratagema utilizada por los poderosos para matarlo; narran con lujo de detalles el juicio, la condenación, el camino de la cruz y el momento de su muerte. Pero no el momento mismo de la resurrección, sencillamente porque no existen testigos oculares y porque cualquier leguaje humano se quedaría corto para explicar este misterio.
Históricamente no sabemos si un hubo o no tal tumba vacía. Históricamente no sabemos si a Jesús lo sepultaron solo en una tumba o en una fosa común como solían hacer con los crucificados. Con seguridad no hubo ningún fenómeno paranormal y ninguna roca se movió para dejar salir a Jesús vuelto a la vida. ¿Con esto quitamos algo de la fe cristiana? ¡De ninguna manera! Lo definitivo y decisivo es la manifestación y el encuentro con el mismo Cristo vivo y resucitado. La fe cristiana no convoca al sepulcro vacío, sino al encuentro con el Cristo viviente: “¿por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” (Lc 24,5).
Los evangelistas narraron el acontecer de Jesús resucitado en la vida de sus seguidores y seguidoras. Quieren decir que el mismo que aconteció en ellos en su vida mortal, aconteció en ellos de una manera nueva. El mismo que compartió con ellos la risa y el llanto, los dolores y los sueños por un mundo mejor; por el mismo que vieron frustradas todas sus esperanzas al verlo asesinado en el madero de la cruz, experimentaron luego un gozo inexplicable y unos deseos incontenibles de continuar su obra. Lo experimentaron pleno, glorificado, resucitado y resucitador. De ahí en adelante no fue sólo Jesús, el hombre de Nazareth, sino Jesús el Cristo, el Mesías crucificado y glorificado. Jesús el Cristo envolvió sus vidas y los impulsó a amar, a reorganizar las comunidades y a seguir trabajando por su causa.
Fue entonces cuando se convirtieron en testigos de la resurrección. Los iletrados obreros del viejo Zebedeo y los demás seguidores de Jesús, se atrevieron a denunciar el crimen infame de un hombre y a anunciar que Dios se había puesto de parte de ese reo de muerte. “Ellos lo mataron, colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó…” (1tra lect.). El sistema lo rechazó, Dios lo acogió. La “gente bien”, consideró que debía morir, Dios consideró que debía reinar. El poder homicida vio en él un endemoniado, loco y blasfemo; un peligro del que había que salir pronto. Por eso lo juzgaron, lo excomulgaron, lo condenaron y lo mataron. Pero Dios, que ve lo profundo, lo llenó de gloria (2da lect.) y avaló su proyecto para una nueva humanidad.
Decir que un hombre había resucitado no era el mayor problema: la religión antigua de Zoroastro ya había hablado de la resurrección, lo mismo que el judaísmo tardío, especialmente los fariseos. Lo que más les dolió a las autoridades y desató la posterior persecución, fue afirmar que precisamente “a ese tal Jesús”, ese hombre a quien le habían dado la peor de las muertes en nombre de Dios, Dios mismo lo había resucitado. Que la resurrección tenía nombre propio y se llamaba Jesús de Nazareth.
La resurrección de Jesús no implica únicamente la trascendencia individual, más allá de la historia en esta tierra, para reinar con los ángeles en cielo. Implica también la continuidad de su proyecto vital en defensa de los pobres y marginados por el poder homicida. Es sobre todo, el triunfo de la vida sobre la muerte y la victoria definitiva del amor sobre el odio. Con su resurrección Jesús no nos salva únicamente de la muerte eterna, sino del sinsentido de la vida. De la vaciedad de una vida sin rumbo y del dominio de las tinieblas, del reinado de la impunidad y de la mediocridad humana que sólo piensa en sobrevivir para satisfacer sus instintos y protegerse de sus miedos.
Con la resurrección de Jesús se enaltecen actitudes subvaloradas como la humildad, la entrega, el servicio, el perdón y el amor donativo. La muerte no deja de ser una realidad dolorosa, pero lo definitivo es la vida. La injusticia no deja de ser una realidad patente, pero no tendrá la última palabra. La acumulación de riqueza que contrasta vergonzosamente con la marginalidad de tantos seres humanos que sobreviven en los nuevos campos de concentración de la miseria, no deja de causar molestia, pero esa degradación legitimada por nuestro sistema imperante no será lo definitivo. El engaño, la mentira, la explotación y demás actitudes infrahumanas seguirán presentes en nuestro mundo, pero no reinarán para siempre.
Si no nos convertimos en testigos de su resurrección ante nuestro mundo, esta pascua no sería más que un teatro con entrada libre y nuestro compromiso terminaría con el aplauso a una imagen del “resucitado”.
¿Que tal si permitimos que Él resucite entre nosotros y nos haga morir al hombre viejo cargado de engaños, egoísmos, mentiras y todo lo que nos mata, para hacer renacer al hombre nuevo capaz de amar y servir? Veamos si nos atrevemos a permitir que Cristo acontezca en nuestra vida y nos convierta en testigos de su resurrección, con todo lo que ello implica ante nuestro mundo concreto: que nunca seamos crucificadores y que tengamos la valentía de denunciar a quienes crucifican a los crucificados de hoy. Porque ser testigo de la resurrección implica denunciar a los que lo matan la vida, anunciar que otro mundo es posible y estar dispuesto a construirlo. Esto tiene sentido porque Cristo resucitó y porque sabemos que nuestra lucha no será en vano. Que nuestra entrega tiene valor y que amar tiene sentido porque con Jesús resucitado nos encaminamos irreversiblemente hacia la vida.
Una de las prácticas litúrgicas en la noche de pascua consiste en mostrar la efigie de un hombre vivo y sonriente, con heridas aún sin cicatrizar en manos, pies y costado. Es interesante ver cómo las personas le ponen todo el amor del mundo y organizan procesiones, gastan su tiempo y creatividad imaginando cómo sería el momento de la resurrección. Después de un profundo silencio empiezan a sonar las campanas y el canto de gloria, silenciado durante la cuaresma. Entran con la imagen del “resucitado” por la mitad del templo mientras suenan los aplausos. La gente se emociona y grita vivas. Con la alegría de la “resurrección” vuelven las flores al altar, los presbíteros se visten de blanco y a la salida del templo se desean mutuamente felices pascuas…
Estas escenas acompañaron y siguen acompañando la celebración de la pascua de muchas comunidades cristianas. Las pinturas, las canciones, las películas, etc., nos muestran no tanto la resurrección sino la revivificación de un cadáver, como si el muerto, con las mismas características espaciotemporales, se hubiera levantado del sepulcro. Tenemos que decir claramente que esta visión de la resurrección de Jesús no podemos aceptarla hoy. No solamente porque no aguanta un cuestionamiento del racionalismo moderno, o del agnosticismo postmoderno, sino porque no corresponde a la primera experiencia de fe de las comunidades cristianas primitivas.
Digámoslo directamente: el cadáver de Jesús debió seguir el ciclo de cualquier organismo muerto, como residuo de una etapa de evolución irreversible y ya consumada en el ser. Es decir que se descompuso y formó parte de la madre tierra de la cual había salido. No le demos más vueltas al asunto y no nos extrañemos si en algún momento encuentran sus restos mortales, aunque sería muy difícil identificarlo con certeza. ¿Entonces, se acabó la fe? ¿Entonces se acabó la Iglesia? ¡No! ¡Todo lo contrario!
Resurrección no es revivificación de un cadáver para dejarlo en las mismas condiciones de antes (eso sería retroceder), ni es la pervivencia de un alma espiritual independiente de las funciones corporales. La resurrección es una nueva creación a partir del mismo yo. El mismo yo (núcleo central) pero diferente, pues resucitado goza de una nueva relación con Dios y con el mundo. El resucitado tiene una nueva forma de ser, trasformado totalmente por obra del Espíritu vivificante de Dios.
A primera vista, el evangelio de hoy nos señala la tumba vacía como “prueba” de la resurrección. Pero el hecho de que el cadáver no estuviera en la tumba no significa que haya revivido. Los relatos de la tumba vacía “son narraciones que sirven para justificar una celebración litúrgica de la comunidad de Jerusalén que se reunía anualmente para anunciar la resurrección ante una tumba vacía, como signo de ella” (C. Bravo). Son recursos pedagógicos que emplearon los evangelistas para llevarnos al encuentro con Jesús resucitado. Recursos que se quedaron cortos para representar algo que no era palpable a los ojos.
La resurrección de Cristo no es un hecho comprobable científicamente, es una experiencia de fe. Los discípulos fueron testigos del Jesús histórico que vivió, hizo camino y pasó haciendo el bien. Los evangelistas narran toda la estratagema utilizada por los poderosos para matarlo; narran con lujo de detalles el juicio, la condenación, el camino de la cruz y el momento de su muerte. Pero no el momento mismo de la resurrección, sencillamente porque no existen testigos oculares y porque cualquier leguaje humano se quedaría corto para explicar este misterio.
Históricamente no sabemos si un hubo o no tal tumba vacía. Históricamente no sabemos si a Jesús lo sepultaron solo en una tumba o en una fosa común como solían hacer con los crucificados. Con seguridad no hubo ningún fenómeno paranormal y ninguna roca se movió para dejar salir a Jesús vuelto a la vida. ¿Con esto quitamos algo de la fe cristiana? ¡De ninguna manera! Lo definitivo y decisivo es la manifestación y el encuentro con el mismo Cristo vivo y resucitado. La fe cristiana no convoca al sepulcro vacío, sino al encuentro con el Cristo viviente: “¿por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” (Lc 24,5).
Los evangelistas narraron el acontecer de Jesús resucitado en la vida de sus seguidores y seguidoras. Quieren decir que el mismo que aconteció en ellos en su vida mortal, aconteció en ellos de una manera nueva. El mismo que compartió con ellos la risa y el llanto, los dolores y los sueños por un mundo mejor; por el mismo que vieron frustradas todas sus esperanzas al verlo asesinado en el madero de la cruz, experimentaron luego un gozo inexplicable y unos deseos incontenibles de continuar su obra. Lo experimentaron pleno, glorificado, resucitado y resucitador. De ahí en adelante no fue sólo Jesús, el hombre de Nazareth, sino Jesús el Cristo, el Mesías crucificado y glorificado. Jesús el Cristo envolvió sus vidas y los impulsó a amar, a reorganizar las comunidades y a seguir trabajando por su causa.
Fue entonces cuando se convirtieron en testigos de la resurrección. Los iletrados obreros del viejo Zebedeo y los demás seguidores de Jesús, se atrevieron a denunciar el crimen infame de un hombre y a anunciar que Dios se había puesto de parte de ese reo de muerte. “Ellos lo mataron, colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó…” (1tra lect.). El sistema lo rechazó, Dios lo acogió. La “gente bien”, consideró que debía morir, Dios consideró que debía reinar. El poder homicida vio en él un endemoniado, loco y blasfemo; un peligro del que había que salir pronto. Por eso lo juzgaron, lo excomulgaron, lo condenaron y lo mataron. Pero Dios, que ve lo profundo, lo llenó de gloria (2da lect.) y avaló su proyecto para una nueva humanidad.
Decir que un hombre había resucitado no era el mayor problema: la religión antigua de Zoroastro ya había hablado de la resurrección, lo mismo que el judaísmo tardío, especialmente los fariseos. Lo que más les dolió a las autoridades y desató la posterior persecución, fue afirmar que precisamente “a ese tal Jesús”, ese hombre a quien le habían dado la peor de las muertes en nombre de Dios, Dios mismo lo había resucitado. Que la resurrección tenía nombre propio y se llamaba Jesús de Nazareth.
La resurrección de Jesús no implica únicamente la trascendencia individual, más allá de la historia en esta tierra, para reinar con los ángeles en cielo. Implica también la continuidad de su proyecto vital en defensa de los pobres y marginados por el poder homicida. Es sobre todo, el triunfo de la vida sobre la muerte y la victoria definitiva del amor sobre el odio. Con su resurrección Jesús no nos salva únicamente de la muerte eterna, sino del sinsentido de la vida. De la vaciedad de una vida sin rumbo y del dominio de las tinieblas, del reinado de la impunidad y de la mediocridad humana que sólo piensa en sobrevivir para satisfacer sus instintos y protegerse de sus miedos.
Con la resurrección de Jesús se enaltecen actitudes subvaloradas como la humildad, la entrega, el servicio, el perdón y el amor donativo. La muerte no deja de ser una realidad dolorosa, pero lo definitivo es la vida. La injusticia no deja de ser una realidad patente, pero no tendrá la última palabra. La acumulación de riqueza que contrasta vergonzosamente con la marginalidad de tantos seres humanos que sobreviven en los nuevos campos de concentración de la miseria, no deja de causar molestia, pero esa degradación legitimada por nuestro sistema imperante no será lo definitivo. El engaño, la mentira, la explotación y demás actitudes infrahumanas seguirán presentes en nuestro mundo, pero no reinarán para siempre.
Si no nos convertimos en testigos de su resurrección ante nuestro mundo, esta pascua no sería más que un teatro con entrada libre y nuestro compromiso terminaría con el aplauso a una imagen del “resucitado”.
¿Que tal si permitimos que Él resucite entre nosotros y nos haga morir al hombre viejo cargado de engaños, egoísmos, mentiras y todo lo que nos mata, para hacer renacer al hombre nuevo capaz de amar y servir? Veamos si nos atrevemos a permitir que Cristo acontezca en nuestra vida y nos convierta en testigos de su resurrección, con todo lo que ello implica ante nuestro mundo concreto: que nunca seamos crucificadores y que tengamos la valentía de denunciar a quienes crucifican a los crucificados de hoy. Porque ser testigo de la resurrección implica denunciar a los que lo matan la vida, anunciar que otro mundo es posible y estar dispuesto a construirlo. Esto tiene sentido porque Cristo resucitó y porque sabemos que nuestra lucha no será en vano. Que nuestra entrega tiene valor y que amar tiene sentido porque con Jesús resucitado nos encaminamos irreversiblemente hacia la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario