Por Fernando Torres Pérez, cmf
¡Aleluya! El Señor Jesús ha resucitado. ¿No tienen la impresión de que hasta el sol luce con más fuerza y que el azul del cielo es más azul que hace unos días? Parece que todos tenemos cara de fiesta. Y sonreímos con más facilidad. Tenemos en la memoria cercana las celebraciones del jueves y del viernes. En el recuerdo se nos hacen más oscuras, sin luz. Hasta más pesadas. Hoy es domingo. No un domingo cualquiera. Es el primer domingo. El primer día del Señor. ¡Jesús ha resucitado!
Tendríamos que hacer el esfuerzo de ponernos en la situación en que por primera vez se vivió esta noticia. Los discípulos eran los mismos que habían salido corriendo en el momento del arresto de Jesús. Pedro era el mismo que le había negado tres veces. Sólo las mujeres habían contemplado –de lejos– lo sucedido hasta el final. No debía ser nada agradable ver a alguien morir en la cruz. Y eso que la gente de aquel tiempo debía estar un poco más acostumbrada a la sangre que muchos de nosotros.
De aquel primer momento, de sorpresa, de desconcierto, de admiración, de asombro, nació la iglesia, la comunidad de los creyentes. Y hoy, dos mil años y pico después, seguimos celebrando la Pascua: que la muerte de Jesús no fue el final de todo, que Dios –su Abbá– respondió a la apuesta hecha por Jesús y lo resucitó de entre los muertos. Seguimos celebrando que el Reino del que tanto habló Jesús no quedó enterrado en aquella cueva oscura y húmeda en la que metieron el cuerpo de Jesús muerto porque aquel cuerpo fue como el grano de trigo del que habló Jesús: tenía que morir para dar fruto y multiplicarse en vida para todos.
Ventajas y desventajas
Hoy nosotros jugamos con ventaja sobre los discípulos y discípulas de Jesús de la primera hora. Ya tenemos suficiente experiencia para saber que al Viernes Santo le sigue el silencio del Sábado Santo y que esa misma noche celebraremos en la Vigilia la resurrección de Jesús. Nosotros eso lo sabemos ya desde el Domingo de Ramos. Lo sabemos porque ya lo hemos vivido muchos años. Cada día de la Semana Santa está ya transida del sentido que le da el haber celebrado con anterioridad la resurrección del Señor –y haber creído en ella, por supuesto–.
Hacemos trampa el Viernes Santo cuando miramos al Señor Jesús muerto en la cruz. Nosotros sabemos que ya resucitó, que aquella muerte no fue para siempre. Nuestra tristeza no es fingida pero tampoco es del todo verdadera. Al menos, no verdadera como fue la de aquellos primeros hombres y mujeres que habían seguido de cerca a Jesús y que, con todas sus limitaciones, le amaban. Para ellos, el Viernes Santo fue realmente el final. Así lo vivieron. Por eso fue mayor su sorpresa al encontrar el sepulcro vacío.
Pero también vivimos cada Semana Santa con una desventaja. Y es que tenemos que seguir anunciando la esperanza en un mundo que conoce todavía el dolor. El hecho es que la resurrección no ha terminado para siempre con el dolor ni con la muerte.
Es relativamente fácil cantar “aleluya” en una Iglesia bonita, llena de luz y de flores, en un día soleado. Pero a nosotros nos toca seguir anunciando la esperanza de la resurrección, seguir diciendo a todos que el Reino no es una palabra vana sino una realidad que hemos de hacer presente aquí y ahora, en la sala de urgencia de un hospital, en el dolor de las familias destruidas, de los enfermos incurables, en la violencia de las guerras que no cesan, en el odio que sigue separando a los pueblos. No es fácil. Esa es nuestra desventaja.
Todo empezó en Galilea
Sólo tenemos el recuerdo, la memoria, para contar, como Pedro, como los primeros discípulos, una y otra vez a los que nos rodean que todo empezó en Galilea. Y contar de nuevo la historia de aquel Jesús de Nazaret que, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu, “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos”. Y que nosotros somos testigos de que ha resucitado y está con nosotros.
No tenemos milagros que mostrar. No tenemos argumentos racionales con que convencer a los demás. Sólo tenemos nuestra fuerza de vida, nuestro compromiso por el Reino, nuestra confianza en el que Abbá de Jesús es nuestro Abbá también y que anima nuestras luchas por hacer un mundo mejor y más hermano, un mundo en el que nadie quede excluido. Y eso lo decimos en los hospitales y en los campos de batalla, donde el odio sigue matando y donde se ha perdido la esperanza.
Y Jesús vive en nosotros. ¡Aleluya! Somos los creyentes los que llevamos a Jesús resucitado en nuestros corazones. Somos sus brazos, sus piernas, su voz y sus manos. Para acariciar, para amar, para reconciliar, para sanar. Para abrir caminos a la esperanza y a la vida. ¡Aleluya!
Tendríamos que hacer el esfuerzo de ponernos en la situación en que por primera vez se vivió esta noticia. Los discípulos eran los mismos que habían salido corriendo en el momento del arresto de Jesús. Pedro era el mismo que le había negado tres veces. Sólo las mujeres habían contemplado –de lejos– lo sucedido hasta el final. No debía ser nada agradable ver a alguien morir en la cruz. Y eso que la gente de aquel tiempo debía estar un poco más acostumbrada a la sangre que muchos de nosotros.
De aquel primer momento, de sorpresa, de desconcierto, de admiración, de asombro, nació la iglesia, la comunidad de los creyentes. Y hoy, dos mil años y pico después, seguimos celebrando la Pascua: que la muerte de Jesús no fue el final de todo, que Dios –su Abbá– respondió a la apuesta hecha por Jesús y lo resucitó de entre los muertos. Seguimos celebrando que el Reino del que tanto habló Jesús no quedó enterrado en aquella cueva oscura y húmeda en la que metieron el cuerpo de Jesús muerto porque aquel cuerpo fue como el grano de trigo del que habló Jesús: tenía que morir para dar fruto y multiplicarse en vida para todos.
Ventajas y desventajas
Hoy nosotros jugamos con ventaja sobre los discípulos y discípulas de Jesús de la primera hora. Ya tenemos suficiente experiencia para saber que al Viernes Santo le sigue el silencio del Sábado Santo y que esa misma noche celebraremos en la Vigilia la resurrección de Jesús. Nosotros eso lo sabemos ya desde el Domingo de Ramos. Lo sabemos porque ya lo hemos vivido muchos años. Cada día de la Semana Santa está ya transida del sentido que le da el haber celebrado con anterioridad la resurrección del Señor –y haber creído en ella, por supuesto–.
Hacemos trampa el Viernes Santo cuando miramos al Señor Jesús muerto en la cruz. Nosotros sabemos que ya resucitó, que aquella muerte no fue para siempre. Nuestra tristeza no es fingida pero tampoco es del todo verdadera. Al menos, no verdadera como fue la de aquellos primeros hombres y mujeres que habían seguido de cerca a Jesús y que, con todas sus limitaciones, le amaban. Para ellos, el Viernes Santo fue realmente el final. Así lo vivieron. Por eso fue mayor su sorpresa al encontrar el sepulcro vacío.
Pero también vivimos cada Semana Santa con una desventaja. Y es que tenemos que seguir anunciando la esperanza en un mundo que conoce todavía el dolor. El hecho es que la resurrección no ha terminado para siempre con el dolor ni con la muerte.
Es relativamente fácil cantar “aleluya” en una Iglesia bonita, llena de luz y de flores, en un día soleado. Pero a nosotros nos toca seguir anunciando la esperanza de la resurrección, seguir diciendo a todos que el Reino no es una palabra vana sino una realidad que hemos de hacer presente aquí y ahora, en la sala de urgencia de un hospital, en el dolor de las familias destruidas, de los enfermos incurables, en la violencia de las guerras que no cesan, en el odio que sigue separando a los pueblos. No es fácil. Esa es nuestra desventaja.
Todo empezó en Galilea
Sólo tenemos el recuerdo, la memoria, para contar, como Pedro, como los primeros discípulos, una y otra vez a los que nos rodean que todo empezó en Galilea. Y contar de nuevo la historia de aquel Jesús de Nazaret que, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu, “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos”. Y que nosotros somos testigos de que ha resucitado y está con nosotros.
No tenemos milagros que mostrar. No tenemos argumentos racionales con que convencer a los demás. Sólo tenemos nuestra fuerza de vida, nuestro compromiso por el Reino, nuestra confianza en el que Abbá de Jesús es nuestro Abbá también y que anima nuestras luchas por hacer un mundo mejor y más hermano, un mundo en el que nadie quede excluido. Y eso lo decimos en los hospitales y en los campos de batalla, donde el odio sigue matando y donde se ha perdido la esperanza.
Y Jesús vive en nosotros. ¡Aleluya! Somos los creyentes los que llevamos a Jesús resucitado en nuestros corazones. Somos sus brazos, sus piernas, su voz y sus manos. Para acariciar, para amar, para reconciliar, para sanar. Para abrir caminos a la esperanza y a la vida. ¡Aleluya!
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