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lunes, 13 de abril de 2009

Un voluntario en África


Por Daniel Cano Christiny
Publicado por Mirada Global

Santiago / Temas – El Continente africano siempre ha despertado una fascinación especial a Occidente, sobre todo por el misterio que posee como lugar de lo desconocido. Extraños y diversos mundos habitan en su interior, los cuales por años cautivaron a todo tipo de visitantes. Ahora, en los albores del siglo XXI, esa atracción es generada ya no por el imaginario quimérico construido por europeos, sino por la realidad concreta de miseria en que se encuentra esta región. Estos motivos "humanitarios" son los que han llevado allí a las organizaciones internacionales a prestar ayuda en distintos frentes. Para mí, un joven chileno recién salido de la universidad, ambas fueron las motivaciones que me impulsaron a hacer una pausa en mi vida y "ofrecerme" como voluntario al servicio de los hermanos africanos. El país elegido fue Tanzania.

Cuando el avión aterrizó en Dar es Salaam, capital económica del país enclavada en la costa del Océano Índico, me dirigí directamente a la comunidad de la Compañía de Jesús situada en un barrio sencillo de la periferia, donde se puede respirar esa atmósfera africana que tienen las ciudades congestionadas del Tercer Mundo. Mucho caos y hacinamiento sofocan al visitante primerizo y algo de temor se siente en los huesos porque no se entiende nada de lo que la gente habla ya que el swahili es la lengua oficial, siendo el inglés raramente utilizado. Desde ese lugar en que fui acogido afectuosamente por la provincia jesuita de East Africa –la cual comprende Tanzania, Kenya, Sudán, Uganda y Etiopía– me dirigí al lugar apostólico en el que me desempeñaría como profesor, el "Saint Ignatius School" de Dodoma - Tanzania. En ese recinto me fue asignada la misión de enseñar inglés y matemáticas a niños de entre ocho y diez años durante un semestre académico.

Dodoma es actualmente la capital política, producto del sueño de su primer presidente, Julius Nyerere (1964–1985), quien añoraba construir un país próspero por medio de un sistema socialista con identidad africana. Ese programa, que a la postre fracasó en lo político y económico, contemplaba favorecer la descentralición nacional mediante la construcción del edificio del parlamento la zona seca e infértil habitada por la tribu Ugogo. Una vez instalado en la comunidad jesuita compuesta por el superior tanzano, un hermano de la India y un estudiante de Kenya, comenzó en mí un proceso interno de aculturación que significó el despojarme de los modos y costumbres con las que crecí, a fin de prepararme para los nuevos usos de los que sería testigo por largo tiempo. Dejar de comer con servicios y alimentarme con las manos, aprender la lengua bantu del swahili, reducir la velocidad de las actividades cotidianas, cambiar la dieta completamente, comenzar a razonar en clave africana para establecer relaciones con los demás, acostumbrarme a convivir con el Islam y sus rígidas prácticas, dejar de pensar tanto en las carencias personales y centrar la mirada en los otros que sufren a mi lado, soportar la malaria y sus fatigosos síntomas, etc.: nada de esto fue fácil. Pero gracias a la ayuda de los amigos y colegas africanos fue posible sobrellevar con alegría aquella tarea.

Por otro lado, la labor de voluntario no era algo ajeno para mí. En Chile ya había tenido experiencias de ese tipo desde temprana edad, comenzando con los apostolados en el Colegio San Ignacio –del cual soy ex alumno–, pasando por trabajos en Un techo para Chile, misiones en la erradicada "toma de Peñalolén" y algunos servicios para lo corporación Abriendo Puertas, de la cárcel de mujeres. Sin embargo, esta experiencia africana fue algo muy diferente a todo lo anterior, no solo por el contexto geográfico y cultural sino también por las exigencias que la misma gente demandaba de uno, simplemente por ser de raza blanca. La cuestión racial persiste aún con bastante fuerza en esta zona, en donde los muzungu (hombre blanco en swahili), son visto como una especie de salvadores mesiánicos con recursos ilimitados. Aquella percepción me persiguió todo el tiempo y fue algo desgastador desde el punto de vista físico y psicológico. La gente realmente sufría de grandes privaciones, las cuales constaté directamente, pero las competencias personales nunca fueron suficientes para aplacar la demanda inagotable de ayuda. En un primer momento fue frustrante caer en la cuenta de esa realidad tan precaria y verse uno mismo cargado de ideales que se ven mutilados por la envergadura del problema. La pobreza material es sobrecogedora desde todos sus ángulos, generando una impotencia desalentadora que pone en duda todos los objetivos que me llevaron allí. Es difícil encontrar al Jesús salvador en medio de tanto dolor y desesperanza. La resignación de miles de hombres y mujeres que solo logran sobrevivir al día con menos de un dólar y se pasan deambulando por las calles en busca de comida para mantenerse con vida, es algo que impacta profundamente. A eso agreguemos la catástrofe del Sida (10% de la población está infectada) con sus horrendas secuelas en la familia y la sociedad toda, la cual piensa que contagiarse con VIH+ es un castigo de Dios porque se ha actuado mal en la vida. Lo que se vive es algo que oprime el corazón y deja un sabor amargo de disconformidad con la humanidad.

CONFIAR EN LOS NECESITADOS

No obstante, la experiencia de fe vivida en este tipo de voluntariado me abrió los ojos a los diferentes esfuerzos realizados por personas e instituciones que por todos los medios intentan hacer un aporte. Conocí las obras emprendidas por la Compañía de Jesús mediante religiosos y laicos que con voluntad han construido una gran red de asistencia en las comunidades de East Africa. Centros juveniles, escuelas primarias y secundarias, orfanatos, centros de desarrollo social, parroquias y sus servicios asociados, comunidades cristianas, centros de prevención y otros más, trabajan incansablemente por generar espacios de oportunidad que entreguen a los más necesitados la posibilidad de salir del círculo de la pobreza. Todo esto es posible gracias al aporte económico de países desarrollados que, en una suerte de auto expiación de pecados por encontrarse ellos mismos en la génesis de los grandes problemas del Continente, sienten un deber moral por prestar ayuda a estas organizaciones. Lo rescatable en este punto es la capacidad local de los propios africanos para emprender proyectos que los hacen ser capaces de afrontar las dificultades. Hay una emergente conciencia de que en sus manos está el remedio a la enfermedad, obligando a depositar la confianza en ellos. En este sentido se puede hacer el paralelo con Chile y el fenómeno ocurrido con los pobladores de campamentos, quienes pueden luchar por la casa propia a través de la organización comunitaria, dignificándose en el proceso pues se sitúan como protagonistas del mismo.

EVANGELIO QUE SE HACE VIDA

Por otra parte, mientras viví en Tanzania me encontré en repetidas ocasiones en la soledad absoluta de la noche, mirando las estrellas y oliendo ese aire húmedo que anuncia las lluvias por venir, preguntándome si estaba en ese lugar alejado de la civilización, de la familia y los amigos, solo por aires de grandeza personal o por una convicción más profunda que me urgía a partir y querer "ayudar". La verdad es que nunca encontré una respuesta clara a esa pregunta. Negar lo primero sería hipócrita ya que el espíritu aventurero siempre habitó en mí desde la infancia y el viaje a África significaba la culminación de un sueño, a esas alturas ya convertido en obsesión. Pero a la vez había algo que estaba más allá de la simple aventura, era una búsqueda de Dios en un espacio en el mundo donde se piensa que Él ya no está. Mi experiencia en ese lugar "alejado de la mano de Dios" (como suele decirse) me confirmó todo lo contrario. El cordero sufriente de Yahvé vive en medio de ellos con más fuerza que en cualquier otro lado y tuve la gracia de ser testigo de aquello. Porque donde la fragilidad de la existencia humana se muestra en su crudeza más absoluta, es la experiencia del Jesús salvador la que convierte el dolor en gozo y la muerte en vida. Es un espectáculo impresionante el que muestran los habitantes del Continente más pobre del planeta cuando se enfrentan a los terribles conflictos de su cotidianidad colectiva e individual. La grandeza de sus actos es difícil de describir. Madres abnegadas que realizan lo imposible por mantener con vida a sus hijos, caminando interminables distancias bajo el quemante sol africano, no escatiman esfuerzos por proteger a sus niños de la enfermedad y la falta de alimentos. Jóvenes de alejadas aldeas deben luchar contra la adversidad del aislamiento en que nacieron para encontrar caminos que los guíen a mejores destinos. Sociedades se adaptan constantemente, de manera infatigable, a la general y ya estructural situación de precariedad, sin servicios básicos ni capital para invertir en ellos. Así, la lista continúa largamente con ejemplos concretos de cómo la esencia del Evangelio se hace vida en medio de los más pobres. Frente a la adversidad está la convicción necesaria para salir adelante con los recursos disponibles. En ese sentido, la capacidad creadora de los africanos y la voluntad colectiva de trabajar por salir del subdesarrollo es un tesoro que traigo celosamente guardado en la mochila del recuerdo.

En definitiva, este voluntariado en tierras lejanas me abrió nuevos horizontes respecto al tema de la pobreza en el mundo, otorgándome una visión más global del problema. Es cierto que en Chile también existen muchos hombres y mujeres que aún viven bajo los niveles mínimos, pero ellos constituyen una proporción considerablemente menor a la que se da en África. A pesar de ello, la clave para ambos casos se encuentra en la facultad propia de los mismos pobres de convertirse en agentes de cambio. Ellos conocen su problema mejor que cualquiera pues lo sufren a diario. Desde ese padecimiento que ensombrece sus vidas, son ellos los sujetos más calificados para generar ese vuelco vital, siendo el resto de nosotros simples facilitadores. En África, las ONG se dedican casi exclusivamente a entregar los recursos y a orientar en el uso de los mismos porque finalmente quien trabaja como médico de la Cruz Roja es ugandés y quien se hace cargo de un colegio rural –como en el que me tocó trabajar– es un tanzano. Así es como se avanza, aunque a pasos lentos, en la búsqueda de un mundo más justo y equitativo donde todos tengamos lugar para desarrollarnos en la plenitud de la libertad. Finalmente, puedo decir con fuerza y alegría que esa es el África que conocí, llena de contradicciones y dificultades, de miseria y dolor, pero también cargada de esperanza en un futuro mejor.
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Daniel Cano Christiny. Licenciado en Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile. Publicado en www.mensaje.cl

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